Mensaje de Navidad 1944
En nuestro estudio de la DSI en los documentos del papa Pío XII, estudiamos en el programa pasado el mensaje del santo padre en la navidad de 1944. El Papa Pío XII se dirigió al mundo cuando podía vislumbrar el comienzo del final de la segunda guerra mundial. Los jefes de estado de los países aliados habían tenido más de una reunión, para discutir la situación de la posguerra. Pío XII expuso en su mensaje la necesidad de sentar las bases de una sana democracia.
La alegría de la navidad sirvió de marco para reflexionar en medio de los horrores de la guerra, las ruinas de las ciudades y pueblos, en donde las torres derribadas de las iglesias eran testigos mudos de la que el papa llamó mancha de la historia de la humanidad, que, voluntariamente ciega ante la claridad de Aquel que es esplendor y luz del Padre, voluntariamente alejada de Jesucristo, ha descendido y ha caído en la ruina y en la abdicación de su propia dignidad. Ante esa desolación causada por la guerra, Pío XII se preguntó si no habría esperanza para la humanidad, y respondió con la ilusión que despertaba la navidad, de una legión de personas de buena voluntad que querían hacer del fin de esa guerra el punto de partida de una era nueva, en la cual se debería trazar el camino hacia un porvenir mejor y más digno para la humanidad.
Pío XII veía en una democracia sana, una esperanzadora garantía para la construcción de la paz en el mundo de la posguerra; confiaba también en que la democracia ayudaría a prevenir que se volviera a caer en el absolutismo. La Alemania nazi y los sufrimientos de la población de la Unión Soviética habían sido consecuencias de decisiones de gobernantes absolutistas como lo fueron Hitler y Stalin.
Para Pío XII las bases de la democracia consisten en el derecho de los ciudadanos de hacerse escuchar. El derecho de los ciudadanos a hacerse escuchar está fundado en su dignidad de seres humanos. Fue claro Pío XII en cuanto a los derechos de los ciudadanos en la democracia: tener el derecho de manifestar su parecer sobre los deberes y sacrificios que se le imponen; no verse obligados a obedecer sin haber sido oídos. Pío XII dice que se reconoce una democracia sana y equilibrada, en la solidez y armonía entre los ciudadanos y el gobierno.
Pueblo y masa
Vimos también que para Pío XII la enemiga capital de la verdadera democracia y de su ideal de libertad y de igualdad es la masa, que el papa describe como esa aglomeración amorfa de individuos que no tiene vida propia sino que es llevada y traída por fuerzas externas. De esa masa Pío XII dice que es juguete fácil en manos de cualquiera que explota sus instintos y está dispuesta a seguir hoy una bandera y mañana otra. El pueblo a diferencia de la masa, es consciente de sus propias responsabilidades y tiene sus propias convicciones.
En palabras textuales de Pío XII, así describe al pueblo, a diferencia de la masa: En un pueblo digno de tal nombre, el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y de sus derechos, de su libertad unida al respeto de la libertad y de la dignidad de los demás.
Después de exponer los requisitos de parte de los ciudadanos para una sana democracia, que se pueden resumir en su derecho a hacerse oír y manifestar su parecer sobre los sacrificios y deberes que se le imponen, Pío XII expuso los requisitos de parte de los gobernantes.
Dios es fundamento de la autoridad
De ellos dijo el papa que es necesaria la autoridad, que tiene su fundamento en Dios; expuso el papel del órgano legislativo y previno sobre el peligro de que la democracia derive en el absolutismo. Esto se encuentra en el mensaje de Navidad de 1944 de los números 20 a 30. Veamos el texto mismo de la alocución:
El Estado democrático, monárquico o republicano, como cualquier otra forma de gobierno, debe estar investido con el poder de mandar con autoridad verdadera y efectiva. El orden mismo absoluto de los seres y de los fines, que presenta al hombre como persona autónoma, es decir, como sujeto de deberes y de derechos inviolables, raíz y término de su vida social, abraza igualmente al Estado como sociedad necesaria, revestida de la autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir. Porque si los hombres, valiéndose de su libertad personal, negasen toda dependencia de una autoridad superior provista del derecho de coacción, por el mismo hecho socavarían el fundamento de su propia dignidad y libertad, o lo que es lo mismo, aquel orden absoluto de los seres y de los fines.
Establecidos, sobre esta base común, la persona, el Estado y el poder público, con sus respectivos derechos, están tan unidos o conexos, que o se sostienen o se destruyen juntamente.
Como vemos, un estado puede ser democrático siendo república o en un régimen monárquico. Eso lo vemos hoy posible en las pocas monarquías que quedan y que no son gobiernos despóticos sino democráticos como Inglaterra, España, Suecia, Holanda, para nombrar algunos países. El Papa defiende la necesidad de la autoridad legítima, que haga respetar los derechos y exija el cumplimiento de sus deberes a los ciudadanos. Y veamos lo que Pío XII nos enseña sobre el fundamento en Dios de la autoridad legítima:
Y puesto que aquel orden absoluto, a la luz de la sana razón, y especialmente a la luz de la fe cristiana, no puede tener otro origen que un Dios personal, Criador nuestro, se sigue que la dignidad del hombre es la dignidad de la imagen de Dios, la dignidad del Estado es la dignidad de la comunidad moral que Dios ha querido, y que la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su participación de la autoridad de Dios.
Es claro que Dios es origen de la dignidad del ser humano, de la dignidad del Estado y de la autoridad. Sin embargo en nuestros días, se rechaza a Dios que es fundamento de la dignidad de la persona, del Estado y de la autoridad.
Ninguna forma de Estado puede dejar de tener cuenta de esta conexión intima e indisoluble; y mucho menos la democracia. Por consiguiente, si quien ejercita el poder público no la ve o más o menos la descuida, remueve en sus mismas bases su propia autoridad. Igualmente, si no da la debida importancia a esta relación y no ve en su cargo la misión de actuar el orden establecido por Dios, surgirá el peligro de que el egoísmo del dominio o de los intereses prevalezca sobre las exigencias esenciales de la moral política y social y de que las vanas apariencias de una democracia de pura fórmula sirvan no pocas veces para enmascarar lo que es en realidad lo menos democrático.
Los fines que Dios se ha propuesto para la sociedad deben ser entendidos y respetados por los gobernantes
Y así continuó Pío XII su explicación sobre un régimen democrático, en el cual los fines que Dios se ha propuesto para la sociedad deben ser entendidos y respetados por los gobernantes:
Únicamente la clara inteligencia de los fines señalados por Dios a todas las sociedades humanas, unida al sentimiento profundo de los deberes sublimes de la labor social, puede poner a los que se les ha confiado el poder, en condición de cumplir sus propias obligaciones de orden legislativo, judicial o ejecutivo, con aquella conciencia de la propia responsabilidad, con aquella generosidad, con aquella incorruptibilidad, sin las que un gobierno democrático difícilmente lograría obtener el respeto, la confianza y la adhesión de la parte mejor del pueblo.
Yo me pregunto si nuestros gobernantes, legisladores y jueces por lo menos se han preguntado alguna vez, cuáles son los fines señalados por Dios a todas las sociedades humanas y cuál debe ser su papel como gobernantes, legisladores y jueces para que esos fines sean realidad en la sociedad de la cual ellos son responsables.
El profundo sentimiento de los principios de un orden político y social sano y conforme a las normas del derecho y de la justicia, es de particular importancia en quienes, sea cual fuere la forma de régimen democrático, ejecutan, como representantes del pueblo, en todo o en parte, el poder legislativo. Y ya que el centro de gravedad de una democracia normalmente constituida reside en esta representación popular, de la que irradian las corrientes políticas a todos los campos de la vida pública —tanto para el bien como para el mal—, la cuestión de la elevación moral, de la idoneidad práctica, de la capacidad intelectual de los designados para el parlamento, es para cualquier pueblo de régimen democrático, cuestión de vida o muerte, de prosperidad o de decadencia, de saneamiento o de perpetuo malestar.
Calidad de los candidatos que elijamos
Oigamos lo que la DSI enseña sobre la calidad que deben tener los legisladores, es decir, el Congreso, que en una democracia elegimos los ciudadanos. Nuestra responsabilidad en la clase de personas que llevamos al Congreso es grande. No podemos obrar con ligereza. Dijo Pío XII:
Para llevar a cabo una acción fecunda, para obtener la estima y la confianza, todo cuerpo legislativo —la experiencia lo demuestra indudablemente— debe recoger en su seno una selección de hombres espiritualmente eminentes y de carácter firme, que se consideren como los representantes de todo el pueblo y no ya como los mandatarios de una muchedumbre, a cuyos intereses particulares muchas veces, por desgracia, se sacrifican las reales necesidades y exigencias del bien común. Una selección de hombres no limitada a una profesión o a una condición determinada, sino imagen de la múltiple vida de todo el pueblo. Una selección de hombres de sólidas convicciones cristianas, de juicio justo y seguro, de sentido práctico y ecuánime, coherente consigo mismo en todas las circunstancias; hombres de doctrina clara y sana, de designios firmes y rectilíneos; hombres, sobre todo, capaces, en virtud de la autoridad que emana de su conciencia pura y ampliamente se irradia y se extiende en su derredor, de ser guías y dirigentes, sobre todo en tiempos en que urgentes necesidades sobreexcitan la impresionabilidad del pueblo, y lo hacen propenso a la desorientación y extravío; hombres que en los periodos de transición, atormentados generalmente y lacerados por las pasiones, por opiniones divergentes y por opuestos programas, se sienten doblemente obligados a hacer circular por las venas del pueblo y del Estado, quemadas por mil fiebres, el antídoto espiritual de las visiones claras, de la bondad solícita, de la justicia que favorece a todos igualmente, y la tendencia de la voluntad hacia la unión y la concordia nacional en un espíritu de sincera fraternidad.
Los pueblos cuyo temperamento espiritual y moral es suficientemente sano y fecundo, encuentran en sí mismos y pueden dar al mundo los heraldos y los instrumentos de la democracia que viven con aquellas disposiciones y las saben de hecho llevar a la práctica. En cambio, donde faltan semejantes hombres, vienen otros a ocupar su puesto para convertir la actividad política en campo de su ambición y afán de aumentar sus propias ganancias, las de su casta y clase, mientras la búsqueda de los intereses particulares hace perder de vista y pone en peligro el verdadero bien común.
El estado no tiene un poder ilimitado
Sobre el peligro de que la democracia derive hacia el absolutismo previno así Pío XII en su alocución del 24 de diciembre de 1944:
Una sana democracia fundada sobre los principios inmutables de la ley natural y de la verdad revelada, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin frenos y sin límites, y que hace también del régimen democrático, a pesar de las apariencias contrarias, pero vanas, puro y simple sistema de absolutismo.
El absolutismo de Estado (no hay que confundir este absolutismo con la monarquía absoluta de la que ahora no hablamos) consiste de hecho en el principio erróneo que la autoridad del Estado es ilimitada, y que frente a ella —aun cuando da rienda suelta a sus miras despóticas, traspasando los límites del bien y del mal— no cabe apelación alguna a una ley superior que obliga moralmente.
A un hombre posesionado de ideas rectas sobre el Estado y la autoridad y el poder de que está revestido, en cuanto que es custodio del orden social, jamás se le ocurrirá ofender la majestad de la ley positiva dentro de los límites de sus naturales atribuciones. Pero esta majestad del derecho positivo humano es inapelable únicamente cuando se conforma —o al menos no se opone— al orden absoluto, establecido por el Criador, y presentado con nueva luz por la revelación del Evangelio. Y esa majestad no puede subsistir sino en cuanto respeta el fundamento sobre el cual se apoya la persona humana, no menos que el Estado y el poder público. Este es el criterio fundamental de toda forma de gobierno sana y aun de la democracia, criterio con el cual se debe juzgar el valor moral de todas las leyes particulares.
Vemos que la doctrina social se refiere a la organización política de la sociedad y no solo a los deberes sociales de los particulares. Por eso la Iglesia tiene no solo el derecho sino la obligación de exponer el punto de vista de la fe católica en temas que algunos creen equivocadamente que son vedados a la Iglesia. La Iglesia no debe intervenir en política partidista, pero sí debe hacerlo en política, cuando se entiende como política la organización y administración de la sociedad, de acuerdo con el bien común y que tiene unos fines establecidos por el mismo Dios.
La democracia en la política internacional