Reflexión 45 Jueves 1 de febrero 2007

Compendio de la D.S.I. Nº 45: La libertad

Usted encentra aquí la última reflexión publicada; en la columna azul, a la derecha encuentra las demás reflexiones en el orden de numeración del Compendio de la Doctrina Social. Con un clic entra a la que usted desee.


Después del llamamiento a la santidad, ahora el don de la libertad

 

En la reflexión pasada terminamos el estudio de la primera parte del Nº 45 del Compendio de la D.S.I., la repasamos y ampliamos, en lo correspondiente al llamamiento de todos los cristianos a la santidad. Nos faltó estudiar la parte que nos habla de la libertad, cuando dice que, cuanto más se contempla lo humano a la luz del designio de Dios, y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad  y en la misma libertad que le es propia.

Las limitaciones físicas pueden impedir el movimiento físico, pero no la libertad

El hombre se potencia en su identidad, es decir que el ser humano se incrementa, crece y es más libre, si se contempla a la luz de los planes de Dios. El hombre crece, no disminuye por creer en Dios y entrar en comunicación con Él y seguir sus pasos. Quizás por eso vemos a los santos como unos gigantes. ¡Qué pequeñita, físicamente, era la Madre Teresa de Calcuta!, ¡qué débil Juan Pablo II en su enfermedad!, pero el mundo los contempla como gigantes, capaces de reconocimiento y admiración universal.

Sin duda los santos no sólo son grandes por las obras que realizan, sino que son más libres, en la libertad propia del ser humano como Dios lo creó. ¿Quién puede dudar de la libertad que sentía la Madre Teresa, de la libertad de Juan Pablo II, a pesar de sus limitaciones físicas? Las limitaciones físicas no quitan la libertad; impiden el movimiento físico, pero no la libertad. A los seres humanos comunes y corrientes, aunque tengamos salud, nos atan muchas cosas. Nuestro amor propio, nuestra soberbia, nuestra vanidad nos atan a la tierra, nos apegan a lo que satisface nuestra soberbia, nuestro gusto y nuestro amor propio y por eso somos menos libres.

Detengámonos un poco en estos pensamientos. A veces la gente se siente más poderosa, más dueña del mundo, más libre, si se lleva por delante las normas, los reglamentos, las leyes. Quisiéramos sentir que nadie nos manda. Hay quienes se expresan así: “A mí no me manda nadie”. En nuestros países somos especialistas en burlar las normas, en inventar el modo de esquivar la ley. Se dictan leyes, pero no se cumplen. Dicen que “Hecha la ley, hecha la trampa”.

 

No es lo mismo ser independiente que ser libre

 

Nos parece que si nadie nos controla, somos más libres. ¿Dónde está el origen de esa actitud que nos lleva por igual, a algunos a faltar a la obediencia en la pequeña orden de algún superior a quien se ignora o a incumplir una norma de un reglamento de trabajo o a lo establecido en un estatuto o a infringir una norma de tránsito o a obrar contra una ley, y hasta llevarnos por delante los mandamientos de la Ley de Dios? El origen, en todos esos casos, la raíz de esta mal entendida libertad, es la misma de la desobediencia de los primeros padres en el paraíso: la soberbia del padre de la mentira con su “seréis como Dios”.

Las consecuencias de esa libertad mal entendida las conocemos bien. Seguramente todos recordamos alguna representación, algún cuadro en que aparecen Adán y Eva saliendo expulsados del paraíso. Es interesante pensar en lo que sucede cuando nos da por borrar los límites que señalan el Creadoren el paraíso, o la autoridad en la tierra. Quisiéramos no tener límites, poseerlo todo y ser omnipotentes, como Dios… ¿Y qué encuentra esa pretendida libertad? No el jardín del Edén, que desde dentro podría parecer demasiado pequeño, para lo que podríamos hacer sin cortapisas, sino un mundo de dificultades que nosotros mismos nos creamos. Un mundo, inmenso, quizás, pero desordenado, a lo mejor desierto o lleno de abrojos…

Cuando en la vida ordinaria nos llevamos por delante la norma, no nos sentimos como Dios, pero sí por encima de la autoridad que promulga la norma. Nos sentimos libres de ataduras. Quisiéramos ser absolutamente independientes, pero nos amarramos como esclavos de nuestra soberbia o de nuestra vanidad, y nos volvemos más dependientes de lo externo, de lo que ya necesariamente somos. Nos hacemos daño, porque entonces, la felicidad no depende ya de nuestra vida interior, sino de otros o de otras cosas. Ahondemos en esto un poco más.

No es lo mismo ser independiente que ser libre. Aunque no nos guste, no podemos ser completamente independientes. Para vivir dependemos de otros, que manejan el mundo fuera de nosotros. Es lo normal: existen autoridades, porque no somos dueños del mundo; cada persona no puede organizar la vida de los demás a su antojo. Dependemos de otros para el alimento: del que siembra, cosecha, lleva los alimentos al mercado y por una cadena de personas de las que también dependemos, nos llega finalmente a la mesa. Dependemos de otros, de modo parecido, para el vestido, de otros dependemos en nuestra salud, en nuestra educación. Dependemos de otros en nuestra vida espiritual. Sin sacerdotes no hay Eucaristía, sin obispo no hay sacerdotes. Pero por esa dependencia de otros no dejamos de ser interiormente libres. Deberíamos dar gracias a Dios porque hay otros que nos hacen posible vivir sin tener que hacerlo todo nosotros solos. Deberíamos dar gracias a Dios porque nos ayudan otros a hacer las cosas, a crecer como personas. Menos mal que no tenemos que hacerlo todo, porque el mundo que nos rodea sería aún más imperfecto; no tenemos el poder de Dios para hacerlo todo bien, nosotros solos.

Y algo muy interesante sucede en este mundo de relaciones, de dependencia. Veamos, para que se nos aclare aún mejor eso de que podemos depender de otros, sin perder la libertad. Dependemos de otros en muchas actividades que, o no nos corresponden, o pueden otras personas ejecutar mejor que nosotros. Con la edad, por ejemplo, nos cuesta aceptar dejar de hacer ciertas cosas que hacíamos muy bien, pero que ahora nos exigen un esfuerzo mayor del que la salud nos permite. Con el tiempo que pasa, necesariamente vamos siendo más dependientes de otros, pero seguimos siendo libres.

De manera que en ciertas actividades dependemos de otros. Así, aunque a veces nos cueste aceptarlo, las cosas se hacen mejor, porque nuestras capacidades, como seres humanos que somos, son limitadas. Es conveniente, sin embargo, tener presente en esta consideración, que si otros manejan ciertas actividades y situaciones que debemos vivir, nuestra reacción frente a esas situaciones, frente a la acción de otros, sí la manejamos nosotros.

Es decir que nuestras reacciones frente a lo que encontramos en nuestra vida diaria, no las manejan los demás; nuestras reacciones las manejamos nosotros, con libertad. Por ejemplo, frente al semáforo en rojo que nos indica que debemos detenernos, somos libres de, como personas civilizadas, detenernos y luego continuar cuando el semáforo esté en verde, o podemos reaccionar enfureciéndonos, podemos perder el control y cometer una infracción que nos puede acarrear una multa. Dependemos de la norma, pero nuestra reacción es independiente. [1] Somos libres de atenernos a lo que ordena la norma o de obrar contra ella, de comportarnos bien o comportarnos mal.

Los ejemplos son infinitos: podemos pasar por encima de una norma o libremente acatarla, cumplirla. Y no por eso dejamos de ser libres. Más bien al acatarla, contribuimos a que el mundo que nos rodea sea más apto para vivir en comunidad. Si cumpliéramos las normas, en nuestros países habría más orden, menos corrupción. Los responsables de los bienes públicos no los manejarían como propiedad privada, sino ateniéndose a las normas.

De manera que por el hecho de ser libres, no somos completamente autónomos, ni podemos hacer lo que deseemos, sin considerar a los demás, sus derechos y los derechos de la comunidad. Podemos ser libres y al mismo tiempo dependientes. Las limitaciones que nos impone el simple hecho de ser humanos, y de ser miembros de una comunidad, no menoscaban nuestra dignidad ni nuestra libertad.

Dios nos hizo libres porque nos dio la facultad de elegir. Y para estar en capacidad de elegir, se necesita estar en capacidad de razonar. Un animal no puede razonar, aunque pueda correr por el campo, pastar o quedarse echado en la hierba. La capacidad de razonar, supone que uno está en condiciones de reflexionar, de considerar las distintas opciones, de valorarlas y decidir. Sin esa capacidad de elegir, como es el caso del animal, se realizan las cosas simplemente por deseo, por capricho, por instinto. No se trata en ese caso de un acto humano.

A veces hacemos cosas con la mente obnubilada por la situación que nos rodea, por la enfermedad o también por la pasión. En esos casos, si se llega hasta perder la capacidad de razonar, no se obra con completa libertad.

 

El pensamiento del Abbé Pierre

Antes de oír la voz de Juan Pablo II sobre la libertad, voy a leer unas líneas del pensamiento del Abbé Pierre, ese sacerdote francés que falleció el lunes 22 de enero a los 94 años. Fue el Padre Pierre apóstol de los pobres, en particular de los sin techo. Fue uno de las personas más amadas en Francia. Reflexionando sobre la redención que nos mereció Jesucristo, el Abbé Pierre decía que Cristo vino a liberarnos de nosotros mismos. Decía que el ser humano tiende a rechazar su dependencia de la autoridad divina. Quiere ser su propio amo. Hablando sobre el pecado original y sus consecuencias estas son sus reflexiones:

Queriendo bastarse a sí mismo, el hombre se esconde del Padre y se convierte en rehén de sí mismo. Está libre de toda dependencia en relación al Padre, pero de este modo se convierte en cautivo de sí mismo. Es prisionero del egoísmo, de sus pasiones, de sus pulsiones. Al no querer seguir siendo el servidor del Eterno, el hombre se ha convertido en esclavo de sí mismo.

Cuando el ser humano es a la vez verdugo y víctima, es rescate y es rehén

Más adelante  el Padre Pierre se refiere a la esclavitud a la que se someten, por ejemplo los drogadictos, a quienes conocía bien por su trabajo con ellos. Dice del drogadicto, que es a la vez su propio verdugo y su víctima. Es quien paga el rescate y es el rehén. Partiendo de esta observación – continúa – me dije que en cualquier ser humano ocurría exactamente lo mismo. Desconectados de nuestra verdadera fuente divina, nos hemos convertido en verdugos de nosotros mismos. Somos esclavos de nuestros deseos desordenados, de nuestro egoísmo.[2] Hasta allí las palabras del Abbé Pierre.

De manera que cuando nos quitamos los límites puestos por Dios, nos limitamos más. Cuando renunciamos a servir, porque queremos que los demás nos sirvan, acabamos de esclavos de nosotros mismos y de las circunstancias.

 

La verdad os hará libres

 

En los programas anteriores leímos algunas frases de Juan Pablo II, con ocasión del V Encuentro Mundial de la Juventud. Y allí, claro, como se dirigía a los jóvenes, les habló también de la libertad. Leamos algunos párrafos. Dijo Juan Pablo II:

Prerrogativa de los hijos de Dios es, (luego), la libertad: también ésta es parte de su herencia. Aquí se toca un tema al cual vosotros, jóvenes, sois particularmente sensibles, ya que se trata de un don inmenso que el Creador ha puesto en nuestras manos. Pero es un don que se debe usar bien. ¡Cuántas formas falsas de libertad conducen a la esclavitud!

Recordó luego el Papa las palabras del Señor: ‘Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres’ (Jn 8, 32). Y aclaró que: Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad…” (n. 12). Hasta allí Juan Pablo II.

 

La verdad tiene un sentido personal, pues Jesucristo es la verdad

De manera que una auténtica libertad exige como condición, una relación honesta con respecto a la verdad.La verdad os hará libres”, dijo el Señor. Sin duda todos los predicadores, y naturalmente todos los escrituristas, tienen palabras autorizadas para comentar estas palabras del Evangelio de Juan, 8, 31-32: Si os mantenéis fieles a mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres. La interpretación del P. Juan Leal en sus comentarios al Evangelio de San Juan, nos aclara mucho el sentido de la verdad que nos hará libres.[3]

Sobre las palabras: Si os mantenéis fieles a mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos nos explica, que ser verdaderamente discípulos de Cristo, implica más que simplemente una adhesión racional a una doctrina; se trata de una adhesión vital, una unión a la Persona de Cristo. Y aún más; el conocimiento de la verdad, implica también amor a la verdad, y la verdad tiene un sentido personal, pues Cristo es la verdad, como le explica a Tomás en Juan 14,6: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Esta explicación sobre la verdad, que tiene un sentido personal, – Cristo es la verdad – está de acuerdo con la explicación de Benedicto XVI sobre el encuentro con Dios por la fe. No se trata de un encuentro con una doctrina sino con una persona. Vivir la doctrina es vivir el modo de vida que Jesús enseñó con su palabra y su acción. Vivir de acuerdo con la verdad, es vivir de acuerdo con Cristo y ese modo de vida es el que nos hace libres.

La explicación sobre lo que significa ser discípulos de Cristo, que no puede ser simplemente una aceptación intelectual de su doctrina, sino vivir de acuerdo con ella, tiene especial importancia cuando nos acercamos a la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Recordemos que su tema será Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida“. Evangelizar no puede ser solamente llevar doctrina, tenemos que llevar vida, que eso es llevar a Jesucristo. Será muy interesante el desarrollo de este tema en la Conferencia del CELAM en el Brasil.

Volviendo a las palabras de Juan Pablo II sobre la libertad, un gran error puede acarrear la defensa de una libertad que es sólo una libertad aparente, superficial, porque es una libertad que, como hemos visto, mal utilizada, no nos hace más libres sino que nos esclaviza.

 

Una libertad superficial y unilateral

Se refirió también Juan Pablo II en el mensaje a los jóvenes, a una libertad superficial y unilateral. Algo es unilateral cuando se refiere o se circunscribe solamente a una parte o a un aspecto de algo.[4] El Papa se refiere a una libertad superficial y unilateral. Explica así su pensamiento sobre una libertad unilateral: una libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. Hay muchos que defienden la libertad absoluta del hombre, considerándolo sólo como un ser transitorio, sin trascendencia, como si no llevara en sí la impronta de Dios, que lo creó a su imagen y semejanza; que tiene impreso su designio.

El hombre no es un ser creado sólo para vivir unos años en la tierra y desaparecer del todo…A veces se elogia una libertad unilateral, es decir para el hombre considerado de modo incompleto, sólo desde el punto de vista de criatura terrenal, sin vínculo con Dios, con sus designios, y por lo tanto con la vida trascendente.

Habló Juan Pablo II de una verdad superficial, porque no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y el mundo. Y se refirió a una libertad unilateral, porque sólo considera al hombre terrenal, sin vínculo con Dios. Sabemos que al hombre y al mundo no se los puede separar de Dios, su Creador. Eso es considerar a un ser recortado de toda la potencialidad de que es capaz según los planes de Dios. Es considerar al hombre de un modo unilateral. Hemos visto que tratar de reducir al hombre y a su mundo a la vida terrena, ignorando los planes de Dios, es disminuirlos, es hacerles daño, es destruirlos.

Y veamos ejemplos. Los defensores del aborto, por ejemplo, mencionan el derecho de la mujer sobre su cuerpo. Basados en ese argumento, le dan la libertad de destruir una vida. ¿La mujer es más, es mejor cuando destruye una vida? Y en este comienzo de año tuvimos un muy mal ejemplo. Según El periódico El Tiempo, en su edición virtual, el Ministro de Protección Social se puso públicamente de ejemplo, sobre una libertad mal entendida que él utilizó, de mutilarse por medio de la vasectomía, que se hizo practicar, como medio de control natal. La noticia dice textualmente que escogió la vasectomía como método de planificación para dar ejemplo a las familias colombianas.[5]Ejemplo de libertad para mutilarse. Libertad para ser menos, para dañarse.

No sé cómo puede continuar en el cargo de Ministro de Protección Social después de tamaña equivocación. Si su intención no era dar ese público mal ejemplo, debería haber rectificado la noticia.

En su Encíclica Humanae vitae, en el número 14, el Papa Pablo VI reiteró la enseñanza de la Iglesia, que condena la esterilización directa, tanto perpetua como temporal. Precisamente la esterilización de la que se ufana el Ministro.[6]

 

Los laicos tenemos como misión ordenar lo terreno según los planes de Dios

 

Los católicos tenemos especial responsabilidad con la sociedad, por el ejemplo que damos con nuestro comportamiento; mayor responsabilidad todavía, tienen los católicos que desempeñan cargos públicos. Los laicos tenemos como misión, ordenar lo terreno según los planes de Dios. El Ministro debe sentirse católico porque en la revista Cromos del 31 de enero de 2007 le preguntan: ¿Quién lo protege a usted? Y el Ministro responde: La Virgen. [7]Por lo menos, su posición frente al aborto y la esterilización nos da pie para dudar de su calidad de católico practicante.[8] ¿Seguir su ejemplo? (En ese momento el ministro de salud era el doctor Diego Palacio).

Somos libres, pero nuestra libertad tiene límites. Límites son, por ejemplo los que han señalado los designios de Dios sobre el hombre. Las leyes grabadas por Dios en nuestra naturaleza, de que hablaba el Papa. No nos podemos apartar lícitamente de los planes de Dios sobre el hombre y el mundo.

Siguiendo con las palabras de Juan Pablo II sobre la libertad, añadió: la libertad exterior -aun siendo tan preciosa- por sí sola no basta. En sus raíces debe estar siempre la libertad interior, propia de los hijos de Dios que viven según el Espíritu (cf. Ga 5, 16), (…)

Ved, pues, cuán grande y comprometedora es la herencia de los hijos de Dios, a la cual sois llamados. Acogedla con gratitud y responsabilidad. ¡No la malgastéis! Tened el coraje de vivirla cada día de modo coherente y anunciadla a los demás. Así el mundo llegará a ser, cada vez más, la gran familia de los hijos de Dios.

 

La valentía de ser coherentes para vivir la herencia de hijos de Dios y anunciarla a los demás

Cómo nos hace de falta la valentía de ser coherentes, de la que hablaba Juan Pablo II, para vivir la herencia de hijos de Dios y anunciarla a los demás. Ser coherentes amando la verdad, no solo como la amaban los griegos, por su conformidad con la realidad; ellos amaban la verdad sólo con la razón. El amor cristiano por la verdad es diferente, porque entiende que la verdad es Jesucristo. Vimos que Jesús mismo nos enseñó, que para ser de veras sus discípulos, no es suficiente aceptar con la razón su doctrina, es necesario vivirla, andar su camino, vivir su vida. Eso es vivir la verdad que nos hace libres. Y aquí de nuevo, deberíamos conectar a la verdad con el amor, porque Dios es la Verdad y Dios también es Amor.

Dediquemos unas líneas a ese personaje de la Iglesia, el francés Abbé Pierre, que murió el lunes 22 de enero de 2007. Tuvo tres nombres, el Abbé Pierre. El nombre de pila de este sacerdote admirable era Henri Grouès. Después de repartir sus bienes entre obras de caridad y de renunciar a su herencia, ingresó a la comunidad de los Capuchinos, en la cual tomó el nombre de Hermano Philippe. Por problemas de salud se retiró de la comunidad y fue ordenado sacerdote diocesano. Durante la 2ª Guerra Mundial participó en la resistencia contra los nazis. Allí cambió su nombre por el de Abbé Pierre, que es el nombre con el que fue conocido en todo el mundo. Terminada la guerra se dedicó a trabajar por los sin techo. Convirtió la casa en que vivía en un albergue para jóvenes sin hogar.

 

Una razón para vivir

 

Un día lo llamaron para que atendiera a un hombre que pretendía suicidarse. El Abbé Pierre contaba que, como no tenía qué dar a aquel hombre, se le ocurrió invitarlo a que fuera con él para que le ayudara a construir viviendas para las familias que no tenían donde vivir. Fue éste señor, George, el suicida frustrado, el primer Compañero del que sería el Movimiento de Emaús, que se extiende ahora por 50 países. En Colombia hace presencia en Buenaventura y en Pereira. George encontró, gracias al Abbé Pierre, no con qué vivir, sino una razón para vivir: trabajar por los pobres sin techo.

Se necesitaría un espacio largo para hablar del Padre Piérre. Para terminar recordemos que él y sus compañeros inventaron el reciclaje de modo organizado, con el nombre de los Traperos de Emaús. Se pusieron ellos como norma “Jamás aceptaremos que nuestra subsistencia dependa de otra cosa que no sea nuestro trabajo.”[9]

El 4 de ocubre de 2005, el Padre Pierre, escribió una Carta a Dios, que empezaba: Padre: Os amo más que a nada.

Como dijimos, el P. Pierre murió a los 94 años. Por eso, en su Carta a Dios decía: Sí, sois mi amor. No soportaría vivir tanto tiempo si no fuera por esta certeza mía: morir, créase o no, es Reencuentro. Os amo más que a nada.

Las últimas palabras de su carta fueron: Padre, hace tanto tiempo que espero vivir en vuestra PRESENCIA total, que es, no lo he dudado nunca, a pesar de todo, AMOR.[10]

Confiando en la misericordia del Señor, eso será nuestro reencuentro con Dios: un encuentro con el amor.

                                 

Fernando Díaz del Castillo Z.

Escríbanos sus comentarios a: reflexionesdsi@gmail.com

——————-

[1]Cfr. Víctor E. Frankl, El Hombre Doliente, Herder, 1987, IV el Problema de la Voluntad Libre, Pg. 173: Lo que subrayamos es el hecho de que el hombre como ser espiritual no sólo se contrapone al mundo –tanto el exterior como el interior-, sino que toma postura frente a él, adopta un «comportamiento» y este comportarse es libre. El hombre toma postura en cada instante de su existencia tanto ante el entorno natural y social, el medio ambiente externo, como ante el mundo interno psicofísico, el medio ambiente interno. En la Pg. 255 véase el pensamiento de Frankl sobre la libertad de adoptar una actitud en casos de extrema dependencia, como la de los campos de concentración. Él fue víctima de un campo de concentración nazi.

[2] Abbé Pierre, con la colaboración de Fréderic Lenoir, “Dios mío…¿por qué?, Ediciones B, 16: Jesús, el salvador de la humanidad.

[3] La Sagrada Escritura, Texto y Comentario, Nuevo Testamento, I, Evangelios, BAC 207

[4] Cfr Real Academia de la Lengua Española, Diccionario de la Lengua Española, 22ª edición

[5]La edición virtual de El Tiempo dice: Enero 10 de 2007 – 9:13 pm: Ministro de Protección Social se practicó la vasectomía. Y añade que lo hizo para dar ejemplo a las familias colombianas.

[6]Dice la encíclica en el Nº 14: Vías ilícitas para la regulación de los nacimientos

(…) debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas (14). Hay que excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer (15)

[7] El Ministro de Protección Social es en esta fecha, el señor Diego Palacio Betancourt. Cfr. www.cromos.com.co/cromos/Secciones/Articulo.aspx?idn=1433

[8]Al terminar la encíclica Humane vitae, el Papa Pablo VI exhortó así, en particular a los esposos:

Venerables hermanos, amadísimos hijos y todos vosotros, hombres de buena voluntad: (…) Es grande la obra de educación, de progreso y de amor a la cual os llamamos, (…) Obra grande de verdad, estamos convencidos de ello, tanto para el mundo como para la Iglesia, ya que el hombre no puede hallar la verdadera felicidad, a la que aspira con todo su ser, más que en el respeto de las leyes grabadas por Dios en su naturaleza y que debe observar con inteligencia y amor.

[9]Información obtenida en www.emmaus-international.org y enwww.traperoseamus.cl/abbe.htm

[10]Abbé Pierre, Dios mío… ¿por qué?, Epílogo, Carta a Dios, Pgs 99ss

Reflexión 44 Jueves 25 de enero 2007

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 45

 

El mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad, contemplados a la luz de Jesucristo

 

La semana pasada terminamos nuestra reflexión sobre la primera parte del Nº 45 del Compendio de la D.S.I. Leámoslo y repasemos las principales conclusiones. Luego avanzamos. Dice así:

 

Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre en el cual y gracias al cual el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad. El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo, que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte— muestra que lo humano  cuanto más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad y en la misma libertad que le es propia. La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad  y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.

De manera que el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad, contemplados a la luz de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado. Eso, dicho en palabras simples quiere decir que para comprender al hombre en toda su dimensión, hay que verlo a la luz de Jesucristo. Es que el hombre y el mundo alcanzan su realización plena, gracias a la Encarnación del Hijo de Dios. La encarnación del Hijo fue el camino que Dios escogió para redimirnos, luego del pecado original. Si Dios no hubiera intervenido en nuestro favor y hubiera dejado el hombre solo, confiado únicamente a su limitada capacidad, por causa del pecado original no habría podido nunca lograr su realización plena. Habría quedado un ser mutilado, reducido.

Veíamos que de acuerdo con estas consideraciones, para comprender al hombre en toda su dimensión, hay que tener en cuenta los efectos que en él tuvo la Encarnación del Hijo de Dios. El mundo y el hombre no se comprenden plenamente, si no se tiene en cuenta a Jesucristo, el Dios encarnado. Jesucristo es necesario para comprender plenamente al mundo y al hombre. Es algo maravilloso, que nos hace comprender mejor la obra que en nuestro beneficio realizó Jesucristo, muerto y resucitado. Al meterse Dios en la humanidad, al hacerse hombre en las entrañas de la Virgen María, y luego por la muerte y resurrección de Jesucristo, la humanidad caída no fue ya más la misma; fue elevada a una dignidad inimaginable para nuestro limitado entendimiento.

Según la explicación del Compendio, el hombre se conoce mejor en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. En este misterio conocemos los designios, los planes de Dios sobre el hombre. Podemos comprender bien al ser humano, sólo si nos adentramos en los designios de Dios sobre él.

 

En Jesucristo, la naturaleza humana asumida ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo el hombre

Nos enseña, entonces la Iglesia, que la identidad y la libertad del hombre, es decir todo lo que es el ser humano y la libertad de que está dotado, se comprenden en toda su dimensión, a la luz del misterio de la Encarnación. Si sacamos a Jesucristo de nuestro medio nos quedamos sin comprender al hombre y al mundo en toda su dimensión. No nos cansemos de repetirlo; al encarnarse el Hijo de Dios, elevó a la humanidad a una dignidad más allá de la que le era propia.El Compendio utiliza las palabras: El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo. – El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre. El hombre solo, por su cuenta, no podía acercarse así a la divinidad. Fue Dios el se acercó por esa acción de su misericordia: El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre. La encarnación es un misterio del amor de Dios, que es más grande de lo que puede nuestra comprensión.

Recordábamos la semana pasada, que el Concilio Vaticano II nos había hablado sobre el efecto que en el hombre tiene la encarnación del Hijo de Dios, en el Nº 22 de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, donde dice: El que es imagen del Dios invisible (Col 1,15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, (…), ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo el hombre.

Veíamos también que la santidad a la cual nos invita El Evangelio, es una consecuencia de esta cercanía de Dios con nosotros, por la encarnación. No es otra cosa la invitación a la santidad, que el llamamiento a ser perfectos como el Padre Celestial. Esa es la meta que el Señor nos propone y que parece humanamente imposible de alcanzar, si no fuera porque el mismo Señor nos da los medios, por la acción del Espíritu Santo. Sí, la meta que nos pone la encarnación, por el misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre, es nada menos que la santidad. Al acercarse Dios tanto a nosotros, haciéndose un hombre como nosotros, elevó a la humanidad a una inmensa dignidad y así también las exigencias para el cristiano.

 

La acción del Espíritu Santo antecede a nuestra acción, pero no obra contra nuestra voluntad. Y los sacramentos no actúan como magia

Comentábamos que este reto no nos debería asustar; porque para ayudarnos en este difícil camino recibimos al Espíritu Santo, que actúa en nosotros por los sacramentos. No nos dé miedo esa invitación a la perfección, intentémoslo. Y tengamos claro también, que sin nuestra colaboración con la gracia, no podemos avanzar en el camino de la perfección. Se necesita nuestra voluntad, nuestra acción para lograrlo. La acción del Espíritu Santo antecede a nuestra acción, pero no obra contra nuestra voluntad. Y los sacramentos no actúan como magia. No es cuestión de orar sólo con los labios, de recibir la Eucaristía con aparente gran devoción y suponer que de modo automático todo lo que hagamos es obra del Espíritu. Podemos ser muy imperfectos, así oremos con los labios y recibamos la Eucaristía, si no ayudamos poniendo nuestra parte con nuestro comportamiento [1] y si ponemos obstáculos a la obra del Señor en nosotros.

La semana pasada acudimos a las palabras de Juan Pablo II, quien nos señaló el camino con frases del Evangelio como: “No tengáis miedo”, para comprender mejor nuestra vocación a la perfección, a la que estamos todos llamados.

 

Ser hijos de Dios significa dejarse guiar por el Espíritu Santo, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo

 

Las palabras de Juan Pablo II en su mensaje a los jóvenes, con ocasión de la VI Jornada Mundial de la Juventud nos ayudan mucho a comprender la invitación a la santidad, que nos hace el Señor a todos los cristianos.Decía el Papa:

¿Qué implica, en la vida del cristiano, ser hijos de Dios? (…) Ser hijos de Dios significa, (…), acoger al Espíritu Santo, dejarse guiar por él, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo.

Y ¿qué significa la santidad en nuestra vida, eso de estar abiertos a la acción del Espíritu Santo, en nuestra historia personal? No creamos que se trata de una invitación a que seamos santos de aureola y con un nicho en nuestro templo parroquial. La santidad, – dijo Juan Pablo II en ese mensaje a los jóvenes, – es la esencial herencia de los hijos de Dios. Cristo dice: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida. Es el camino maestro que Jesús mismo nos ha indicado: “No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7, 21).

Estas otras palabras de Juan Pablo II complementan la idea sobre la santidad a la que estamos llamados: La herencia de los hijos de Dios – dijo el Papa – exige también el amor fraterno a ejemplo de Jesús, primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29): “Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 15, 12). Invocando a Dios como “Padre” es imposible no reconocer en el prójimo -quienquiera que él fuere- a un hermano que tiene derecho a nuestro amor Y el amor al prójimo no puede ser solamente de palabras. Es muy fácil decir “Los quiero mucho”, como permanentemente dicen algunos locutores y actores en la TV. O decirle a alguien: “Te estimo mucho”, pero actuar con esa persona sin caridad.

A este propósito, ese sabio librito “La Imitación de Cristo”, dedica el capítulo quinto a “Reflexionar acerca de uno mismo”, y dice: A menudo obramos mal y nos disculpamos peor. A veces nos mueve la pasión y creemos que es celo por bien de los demás.

Reprendemos y criticamos las pequeñas faltas de otros y pasamos por alto nuestras enormidades sin advertir que son más graves que las faltas de ellos.

Con facilidad y prontitud nos resentimos y hablamos de lo que nos hacen sufrir los demás, pero no nos damos cuenta de cuánto los hacemos nosotros sufrir a ellos.

Nos vendría bien, dedicar de vez en cuando un rato a meditar en las verdades que nos trae ese librito tan estimado por santos como San Ignacio de Loyola y San Juan Bosco y también por el Beato Juan XXIII. La Imitación de Cristo es el libro católico más editado, después de la Biblia.

Al final de la reflexión pasada dejamos algunas de las ideas de Juan Pablo II, para que las sigamos meditando, porque son esenciales en nuestra vida cristiana. Recordémoslas brevemente. Nos dijo Juan Pablo II que:

Ser hijos de Dios significa (…) dejarse guiar por el Espíritu Santo, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo. De manera que deberíamos preguntarnos siempre, qué quiere el Señor que hagamos; si el camino que estamos siguiendo es Su camino o es el de nuestro capricho, el de nuestro apego. Estar abiertos a la acción del Espíritu, es saber escuchar, es cuestionarnos a nosotros mismos. Pidamos al Señor que nos enseñe a escucharlo con humildad. Él habla de muchas maneras y ¿por qué no?, a través de diversas personas.

Ojalá, entonces, se nos grabe muy hondo este otro pensamiento de Juan Pablo II, que: La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida.

Y otra enseñanza, que tiene mucho que ver con la Doctrina Social de la Iglesia (DSI): La herencia de los hijos de Dios –añadió Juan Pablo II – exige también el amor fraterno a ejemplo de Jesús, “primogénito entre muchos hermanos” (cf. Rm 8, 29): “Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 15, 12). Invocando a Dios como “Padre” es imposible no reconocer en el prójimo -quienquiera que él fuere- un hermano que tiene derecho a nuestro amor.

Recordemos también que el amor a los demás, como Cristo nos lo enseñó, es sin límites. Alcanza también a los enemigos. Trajimos a cuento, la semana pasada, algunas palabras del predicador pontificio, el P. Cantalamessa, en su predicación sobre la pasión del Señor, el Viernes Santo del año 2006. Sobre el amor a los enemigos el P. Cantalamessa hizo esta reflexión muy esclarecedora:

«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos», había dicho Jesús en el cenáculo (Jn 15,13). Se desearía exclamar: Sí que existe, oh Cristo, un amor mayor que dar la vida por los amigos. ¡El tuyo! . (…) Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros»; «Cristo murió por los impíos en el tiempo señalado» (Rm 5,6-8).

Sin embargo no se tarda en descubrir que el contraste es sólo aparente. La palabra «amigos» en sentido activo indica aquellos que te aman, pero en sentido pasivo indica aquellos que son amados por ti. Jesús llama a Judas «amigo» (Mt 26,50) no porque Judas lo amara, ¡sino porque Él lo amaba! [2] No hay mayor amor que dar la propia vida por los enemigos, considerándolos amigos: he aquí el sentido de la frase de Jesús. Los hombres pueden ser, o dárselas, de enemigos de Dios; Dios nunca podrá ser enemigo del hombre. Es la terrible ventaja de los hijos sobre los padres (y sobre las madres).

Volvamos a nuestro libro de texto. Continuemos la lectura del Nº 45 del Compendio de la D.S.I., que estamos comentando. Dice:

El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo, que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte— muestra que lo humano cuanto más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad y en la misma libertad que le es propia. La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.

 

Diversos caminos a la santidad

No es posible terminar estas consideraciones sobre el modo de participar en la vida de Cristo que libera nuestra verdadera identidad, – que es la de los planes originales de Dios, – sin una última mención al camino de perfección al que estamos llamados. Participar en la vida filial de Cristo, decíamos, es participar en la vida de Cristo como Hijo de Dios Padre, encarnado. Vivir la vida como Él la vivió. Ese camino de vida nos lo indica el Evangelio, que es su palabra. Jesucristo es el Camino y seguirlo es seguir el Evangelio, que nos hace más libres, más auténticos, más humanos.

En ese seguir el camino de Cristo, cada uno encuentra su propio senderito, si está atento a la voluntad que le indique el Señor. Por eso es tan importante la oración que no sólo habla, con plegarias, sino que está también atenta para escuchar respuestas…

Y hablando de senderito, ¿cómo no recordar a Santa Teresita del Niño Jesús, que hablaba de su “caminito”? Las palabras de Juan Pablo II: La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida, las había comprendido muy bien Santa Teresita, que en la Historia de un Alma escribió: “La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos…”[3] A veces nos empeñamos en ser lo que nosotros queremos ser, y no lo que Él quiere que seamos.

 

Teresita sentía vocación a muchas cosas a la vez, pero…

 

Y también nos inquieta descubrir el camino de la santidad al que estamos llamados porque somos tan poca cosa, que nos asustamos ante las solas palabras: santidad, perfección… También Santa Teresita pasó por esas preocupaciones, porque ella, en su inmensa generosidad aspiraba a las grandes alturas. Antes de descubrir el camino de la “infancia espiritual”, Santa Teresita sentía muchas vocaciones al tiempo: de Carmelita, de Esposa y Madre, – todas como religiosa, – pero además sentía las vocaciones de Guerrero (de Dios, claro), de Sacerdote, de Apóstol, de Doctor, de Mártir. “Siento, – escribió, – en una palabra, la necesidad, el deseo de realizar, por ti, Jesús, todas las obras más heroicas…”

Sus aspiraciones eran heroicas, y si no, oigámoslas:

A pesar de mi pequeñez, querría iluminar las almas como los Profetas y los Doctores; tengo la vocación de ser Apóstol… querría recorrer la tierra, predicar tu nombre y plantar tu Cruz gloriosa en tierra de infieles. Pero, Amado mío, una sola misión no me bastaría: querría anunciar el Evangelio al mismo tiempo en las cinco partes del mundo y hasta en las islas más remotas. Querría ser misionera, no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y serlo hasta la consumación de los siglos. Pero sobre todo, querría, mi Amado Salvador, derramar mi sangre hasta la última gota.[4]

 

El caminito espiritual de Teresita

Teresita, descubrió en la oración que lo que Dios quería de ella era una vida sencilla: como religiosa de clausura no iba a tener la oportunidad de ser misionera para predicar el Evangelio en tierras de infieles, ni iba a morir mártir, confesando la fe ante sus perseguidores. Leamos algo de esa bella Historia de un Alma.

…”siempre he deseado ser santa, pero ¡ay! Siempre he constatado, cuando me he comparado a los santos, que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en las alturas y el oscuro granito de arena pisoteado por los caminantes. En vez de desalentarme, me dije: Dios no podría inspirar deseos irrealizables, por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Agrandarme es imposible. Debo soportarme tal como soy, con todas mis imperfecciones; pero quiero buscar el medio de ir al cielo por un camino muy derecho, muy corto, un caminito enteramente nuevo.”[5]

En su transparente sencillez, comenta luego Santa Teresita que quiere subir el camino de la perfección en ascensor y no tomarse el trabajo de trepar por una escalera, porque se considera muy pequeña para ese esfuerzo. Y buscó ese ascensor en la Sagrada Escritura y encontró la solución en Proverbios 9,4, que dice: Si alguno es pequeñito, que venga a mí. Y dirigiéndose al Señor, le dice: El ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús mío.

La solución que encontró Teresita para alcanzar la santidad, fue aceptar su vida ordinaria y vivirla cumpliendo la voluntad de Dios; el camino de la infancia espiritual, el camino de la pobreza espiritual, de la confianza sin limites y de la entrega al amor misericordioso.

No le fue fácil. Lo sencillo no siempre es fácil, puede ser difícil y heroico. Su vida religiosa, acompañada a veces de incomprensión, de una enfermedad dolorosa que la condujo a la muerte a los 24 años de edad, su entrega a las demás con amor sacrificado, fue el camino de la perfección. Pero no tuvo que realizar actividades reconocidas públicamente como heroicas. Tan fue así, que, una religiosa, compañera de Teresita, comentó antes de su muerte, que su vida había sido tan común y corriente que sus superioras no encontrarían qué destacar de ella cuando muriera.

Terminemos esta consideración sobre la santidad de Teresita de Lisieux, con las siguientes líneas tomadas de la introducción a la Historia de un Alma de la Editorial San Pablo: Todo santo tiene la virtud de ser “muy particular”. Dios no estandariza a los hombres; Dios no estandariza su relación de amor con nadie, y menos con los más santos. Cada santo hace visible a Cristo y hace experiencia el amor de Dios por la humanidad. Pero cada santo lo hace desde su propio contexto humano, histórico, sicológico, ambiental, familiar… En cada santo tenemos un amigo diferente que de múltiples maneras nos ilumina el camino de seguimiento de Cristo… ¡para que cada uno de nosotros haga su propio camino!

 

Fernando Díaz del Castillo Z.

Escríbanos a: reflexionesdsi@gmail.com

——————————————————————————————————————————————————————–

[1] Sobre la necesidad de nuestra colaboración libre en el camino de la santidad, véase la Reflexión 26, del 24 de agosto 2006, sobre el Nº 39 del Compendio.

[2] Cfr. Mt, 26,50: El P. Severiano del Páramo, S.J. en su comentario al Evangelio de Mateo en BAC 207, Pg. 330, comenta: Jesucristo contesta a aquel saludo traidor con unas palabras llenas de mansedumbre. Con la palabra ‘amigo’ le recuerda los estrechos lazos que con élle han unido hasta aquel momento y le insinúa que por su parte está dispuesto a admitirle de nuevo en su amistad si hiciera penitencia por su pecado.

[3] Teresa de Lisieux, Historia de un Alma, San Pablo, Cap. I, Pg. 15

[4] Teresa de Lisieux, Historia de un Alma, San Pablo, Ibidem, Cap. IX, Pgs 310s

[5] Ibidem, Pg 335

Reflexión 43 Jueves 18 de enero 2006

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 45

 

Reflexionamos ahora sobre La Persona Humana en el Designio o planes del Amor de Dios

 

En la reflexión anterior comenzamos a estudiar el Nº 45 de nuestro libro guía, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia.

Tengamos presente que estamos ahora reflexionando sobre La Persona Humana en el Designio o planes del Amor de Dios. Hemos visto ya en reflexiones anteriores que el origen y meta de la persona humana es Dios, que es Amor. Esta verdad es muy importante para comprender la Doctrina Social de la Iglesia, porque en nuestro origen en Dios, que es Amor, se fundamenta la sociabilidad del hombre. No importa que repitamos esto muchas veces, porque es esencial. Ojalá se nos grabe y lo tengamos siempre presente: fuimos creados a imagen de la Trinidad, que vive en una íntima relación de amor: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que, según el pensamiento de San Agustín, son: el Amante, el Padre; el Amado, el Hijo; y el Amor, el Espíritu Santo. Por eso, amar a los demás es de la esencia de la persona humana y de la esencia del cristianismo, porque somos imagen y semejanza de Dios.

Si nos aislamos, si a veces somos resentidos, si maltratamos a otros, si odiamos, no es porque el hombre haya sido creado con inclinación al mal, al resentimiento o al odio; esas malas inclinaciones son consecuencia del pecado original.

Los comportamientos negativos con los demás, lo que indican es que necesitamos cambiar, que se requiere nuestra conversión. Lo normal  en el ser humano debería ser ser el amor a los demás. Obrar contra los demás con resentimiento, con odio, con venganza, es permitir que en nosotros prevalezcan los comportamientos inspirados por el “hombre viejo”, como diría San Pablo.

Para entrar ahora de lleno en el Nº 45, empecemos por recordar que ya el Compendio nos había instruido sobre la salvación cristiana; nos había enseñado que la salvación es una iniciativa de Dios para todos los hombres, desde el momento mismo de la creación. Eso quiere decir que Dios nos creó para que participemos de su vida un día en la gloria, por toda la eternidad. Ese plan generoso de Dios se pudo haber frustrado definitivamente por la soberbia del hombre, en el pecado original, cuando quiso ser como Dios, igual a su Creador. Afortunadamente la misericordia infinita del Señor nos tendió la mano. La bondad de Dios permite siempre que tengamos otra oportunidad. Lo que se requiere es que nos volvamos a Él. Dios no rechaza al pecador, como nos lo dejó claramente plasmado, en la parábola del Hijo Pródigo, en la escena de la mujer adúltera, y esencialmente, como nos los probó con la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

Es muy importante tener ahora esto presente; la Iglesia nos enseñó en el Compendio, que la altísima vocación a que Dios nos llamó es posible, después del pecado original, gracias a Jesucristo, muerto y resucitado, que se encarnó para salvarnos; y nos dice que por el misterio pascual estamos llamados a transformarnos interiormente y a conformar nuestro vida con las enseñanzas de Cristo. Es decir, gracias a la muerte y resurrección de Jesucristo, por el bautismo somos nuevas criaturas y nuestra vocación es a vivir como nuevas criaturas. Nuestra vocación a seguir a Jesucristo, implica una respuesta, que es vivir el Evangelio. Para ayudarnos a vivir el Evangelio, que eso es vivir como nuevas criaturas, tenemos la ayuda de los sacramentos, del Espíritu Santo que se nos da en ellos.

Ahora el Compendio, en el Nº 45, avanza en el tema de la salvación y nos enseña la Trascendencia de la salvación y la autonomía de las realidades terrenas. Empezamos en la reflexión anterior a estudiar qué quiere decir esto. En ésta no alcanzaremos a tratar el tema de la autonomía de las realidades terrenas. Vamos a continuar con el tema de la salvación. Para seguir por el camino correcto, leamos completo el primer párrafo de este Nº 45. Recordémoslo y luego vamos avanzando por partes. Dice así:

Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre en el cual y gracias al cual  el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad. El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo, que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte— muestra que lo humano cuanto más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad y en la misma libertad que le es propia. La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad  y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.

Entonces, repasemos ahora lo que estudiamos en la reflexión pasada, tomando la primera parte del Nº 45, para que atemos cabos.

El hombre y el mundo alcanzan su realización plena gracias a la Encarnación del Hijo de Dios

Comienza enseñándonos aquí la Iglesia, que el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad, contemplados a la luz de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado. El hombre y el mundo alcanzan su realización plena, gracias a la Encarnación del Hijo de Dios. La encarnación del Hijo fue el camino que Dios escogió para redimirnos, luego del pecado original. Sin la intervención de Dios, dejado solo a su limitada capacidad, el hombre, por causa del pecado original, no habría podido nunca lograr su realización plena. Habría quedado un ser mutilado, reducido.

Como un paréntesis, consideremos que es común escuchar la dificultad que representa para algunos aceptar que el pecado original se haga recaer sobre toda la humanidad. ¿Por qué tenemos que pagar todos, lo que hicieron nuestros primeros padres? La gravedad del pecado original quizás la comprendamos mejor, si pensamos en la solución que Dios nos ofreció; fue de una generosidad sin límites: enviar a su Hijo Unigénito a hacerse uno de nosotros, padecer una pasión terriblemente cruel y morir en la cruz. ¿Sería una falta pequeña, la que necesitó semejante remedio? Ante las dudas, pensemos en el remedio que el pecado original requirió. La rebelión frente al Creador no fue una falta pequeña o no se hubiera necesitado que el Hijo de Dios se hiciera uno de nosotros, padeciera y muriera una muerte ignominiosa como fue su muerte en la cruz.

Entonces, para comprender al hombre en toda su dimensión, hay que tener en cuenta los efectos que en él tuvo la Encarnación del Hijo de Dios. El mundo y el hombre no se comprenden plenamente, si no se tiene en cuenta a Jesucristo, el Dios encarnado. Tratar de resolver de espaldas a Jesucristo o contra Jesucristo  las dificultades por las que pasan el mundo y el hombre, es una enorme equivocación. Jesucristo es necesario para comprender plenamente al mundo y al hombre. Es algo maravilloso, que nos hace comprender mejor la obra que en nuestro beneficio realizó Jesucristo, muerto y resucitado. Al meterse Dios en la humanidad, al hacerse hombre en las entrañas de la Virgen María, y luego por la muerte y resurrección de Jesucristo, la humanidad caída no fue ya más la misma; fue elevada a una dignidad inimaginable para nuestro limitado entendimiento.

 

El mundo y el hombre no se comprenden plenamente si no se tiene en cuenta a Jesucristo el Dios encarnado

Los que pretenden disminuir la figura divina de Jesucristo, los que quieren sacar a Dios de la vida del hombre, repiten torpemente la rebeldía del pecado original; en vez de dignificar al hombre lo rebajan. Por la encarnación de su Hijo, Dios se hizo parte de la humanidad. Dios nos hizo de su familia, al hacernos hermanos de su Hijo.

Según la explicación del Compendio, el hombre se conoce mejor en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. En este misterio conocemos los designios, los planes de Dios sobre el hombre. Podemos comprender bien al ser humano, sólo si nos adentramos en los designios de Dios sobre él.

Es asombroso; dice el Compendio,  que la identidad y la libertad del hombre se comprendan en toda su dimensión, a la luz del misterio de la Encarnación. No nos cansemos de repetirlo; al encarnarse el Hijo de Dios, elevó a la humanidad a una dignidad más allá de la que le era propia.El Compendio utiliza las palabras: El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo.  El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre. El hombre solo, por su cuenta, no podía acercarse así a la divinidad. Fue Dios el se acercó por esa acción de su misericordia: El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre. La encarnación es un misterio del amor de Dios, que es más grande de lo que puede nuestra comprensión.

Sobre el efecto que en el hombre tiene la encarnación del Hijo de Dios, habíamos ya reflexionado, cuando estudiamos el Nº 38[1] del Compendio, y leímos entonces el Nº 22 de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, donde dice: El que es imagen del Dios invisible (Col 1,15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, (…), ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo el hombre.

 

Consecuencias de la cercanía de Dios con nosotros
Por la Encarnación

Veamos algunas consecuencias de esta cercanía de Dios con nosotros, por la encarnación. Cuando El Evangelio nos invita a ser perfectos como el Padre Celestial, nos parece que el Señor nos propone una meta imposible, y humanamente lo es. Pero esa es la meta que nos pone la encarnación. Por el misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre, Dios se nos acercó tanto, que se hizo uno de nosotros. Por eso las exigencias para el cristiano son tan altas. Sin embargo, este reto no nos debería asustar; para ayudarnos en este difícil camino recibimos al Espíritu Santo, que actúa en nosotros por los sacramentos. No nos dé miedo esa invitación a la perfección; intentémoslo.

Sin nuestra colaboración con la gracia, no podemos avanzar en el camino de la perfección. Se necesita nuestra voluntad, nuestra acción para lograrlo. El Espíritu Santo no obra contra nuestra voluntad. Los sacramentos no actúan como magia. Ni es cuestión de orar sólo con los labios, de recibir la Eucaristía y pensar que por eso todo lo que hagamos es obra del Espíritu. Podemos ser muy imperfectos, así oremos con los labios y recibamos la Eucaristía, si no dejamos que el Señor obre en nosotros y ayudamos poniendo nuestra parte.[2]

¿Qué implica, en la vida del cristiano, ser hijo de Dios?

En la reflexión pasada acudimos a las palabras de Juan Pablo II, quien nos marcó el camino con frases del Evangelio como: “No tengáis miedo”, para comprender mejor nuestra vocación a la perfección a la que estamos todos llamados.  Vamos ahora a recordar algunas de las frases de Juan Pablo II a los jóvenes, con ocasión de la VI Jornada Mundial de la Juventud, las cuales leímos la semana pasada. Decíamos que aunque hayan sido palabras dirigidas a los jóvenes, igual nos deben llegar a los que ya no somos jóvenes…

Dijo el Papa:

¿Qué implica, en la vida del cristiano, ser hijo de Dios? San Pablo escribe: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14). Ser hijos de Dios significa, pues, acoger al Espíritu Santo, dejarse guiar por él, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo.

(…)

Y “la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Ga 4, 6-7). San Pablo nos habla de la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la esencial herencia de los hijos de Dios. Cristo dice: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida. Es el camino maestro que Jesús mismo nos ha indicado: “No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7, 21).

La herencia de los hijos de Dios exige también el amor fraterno a ejemplo de Jesús, primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29): “Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 15, 12). Invocando a Dios como “Padre” es imposible no reconocer en el prójimo  -quienquiera que él fuere- un hermano que tiene derecho a nuestro amor. Aquí está el gran compromiso de los hijos de Dios: trabajar en la edificación de una convivencia fraterna entre todos los pueblos.

De esas maravillosas enseñanzas de Juan Pablo II, sobre el llamamientoa la santidad, ojalá nos queden grabadas por lo menos estas ideas:

– Que: Ser hijos de Dios significa (…) dejarse guiar por Espíritu Santo, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo. Esto quiere decir, que nos tenemos que estar preguntando siempre, qué quiere el Señor que hagamos, si el camino que estamos siguiendo es Su camino o es el de nuestro capricho, de nuestro apego. Estar abiertos a la acción del Espíritu, es no empeñarnos en que siempre tenemos la razón. Tenemos que saber escuchar. Pidamos al Señor que nos enseñe a escuchar.

– Ojalá nos quede grabado que: La santidad es la esencial herencia de los hijos de Dios. Cristo dice: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48).

– Y ojalá se nos grabe muy hondo este otro pensamiento de Juan Pablo II, que: La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida.

Y otra enseñanza, que tiene mucho que ver con la Doctrina Social de la Iglesia: La herencia de los hijos de Dios exige también el amor fraterno a ejemplo de Jesús, “primogénito entre muchos hermanos” (cf. Rm 8, 29): “Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 15, 12). Invocando a Dios como “Padre” es imposible no reconocer en el prójimo -quienquiera que él fuere- un hermano que tiene derecho a nuestro amor. Aquí está el gran compromiso de los hijos de Dios: trabajar en la edificación de una convivencia fraterna entre todos los pueblos.

 

El amor a los demás, como Cristo nos lo enseñó, es sin límites:

Alcanza a los enemigos

 

Las citas de la Sagrada Escritura, que Juan Pablo II hace en ese mensaje a los jóvenes no las podemos pasar por alto. Nos dice que en el amor fraterno, nuestro ejemplo es Jesús, “primogénito entre muchos hermanos”, como dice San Pablo en Rom 8,29. Qué tal el ejemplo de Jesús, nuestro hermano mayor, que nos dijo que amemos al prójimo como Él nos amó. Y Él nos amó hasta entregar su vida por nosotros. “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos.” Jn 15, 13 Parece ésta una meta inalcanzable, sin la gracia de Dios.

El amor a los demás, como Cristo nos lo enseñó, es sin límites. Alcanza a los enemigos. No me puedo resistir a recordar, en este momento, la reflexión del predicador pontificio, el P. Cantalamessa, sobre la pasión del Señor, el Viernes Santo del año 2006. Dijo él:

«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos», había dicho Jesús en el cenáculo (Jn 15,13). Se desearía exclamar: Sí que existe, oh Cristo, un amor mayor que dar la vida por los amigos. ¡El tuyo! ¡Tú no diste la vida por tus amigos, sino por tus enemigos! Pablo dice que a duras penas se encuentra quién esté dispuesto a morir por un justo, pero se encuentra. «Por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros»; «Cristo murió por los impíos en el tiempo señalado» (Rm 5,6-8).

Sin embargo no se tarda en descubrir que el contraste es sólo aparente. La palabra «amigos» en sentido activo indica aquellos que te aman, pero en sentido pasivo indica aquellos que son amados por ti. Jesús llama a Judas «amigo» (Mt 26,50) no porque Judas lo amara, ¡sino porque Él lo amaba! [3]No hay mayor amor que dar la propia vida por los enemigos, considerándolos amigos: he aquí el sentido de la frase de Jesús. Los hombres pueden ser, o dárselas de enemigos de Dios; Dios nunca podrá ser enemigo del hombre. Es la terrible ventaja de los hijos sobre los padres (y sobre las madres).

Debemos reflexionar en qué modo, concretamente, el amor de Cristo en la cruz puede ayudar al hombre de hoy a encontrar, (…) «la orientación de su vivir y de su amar». Aquél es un amor de misericordia, que disculpa y perdona, que no quiere destruir al enemigo sino en todo caso (destruir) la enemistad. (Ef 2, 16).[4] Jeremías, el más cercano entre los hombres al Cristo de la Pasión, ruega a Dios diciendo: «Vea yo tu venganza contra ellos» (Jr 11,20); Jesús muere diciendo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

Es precisamente de esta misericordia y capacidad de perdón de lo que tenemos necesidad hoy, para no resbalar cada vez más en el abismo de una violencia globalizada. El Apóstol escribía a los Colosenses: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas [literalmente] de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» (Col 3, 12-13)

Tener misericordia significa apiadarse (misereor) en el corazón (cordis) respecto al propio enemigo, comprender de qué pasta estamos hechos todos y por lo tanto perdonar.

Hasta allí el predicador pontificio. Volvamos a nuestro libro de texto. Volvamos a leer ahora las palabras del Nº 45 del Compendio de la D.S.I. que estamos comentando. Dice:

El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo, que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte— muestra que lo humano cuanto más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad y en la misma libertad que le es propia. La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.

 

Prerrogativa de los hijos de Dios es la libertad

 

De modo que la participación en la vida de Cristo libera nuestra verdadera identidad, la de los planes originales de Dios. Nos hace más libres, más auténticos, más humanos. A propósito de la libertad que nos es propia, como dice el Compendio, nada mejor que las palabras que Juan Pablo II dijo a los jóvenes, en el mismo mensaje con ocasión de la VI Jornada Mundial de la Juventud, al que nos acabamos de referir. Vamos a dedicar los últimos minutos del programa a las palabras de Papa. Dijo así:

Prerrogativa de los hijos de Dios es, luego, la libertad: también ésta es parte de su herencia. Aquí se toca un tema al cual vosotros, jóvenes, sois particularmente sensibles, ya que se trata de un don inmenso que el Creador ha puesto en nuestras manos. Pero es un don que se debe usar bien. ¡Cuántas formas falsas de libertad conducen a la esclavitud!

En la encíclica Redemptor hominis  he escrito a este propósito: “Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras: ‘Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres’ (Jn 8, 32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental  y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad  basada sobre la verdad…” (n. 12).

“Para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5, 1). La liberación traída por Cristo es una liberación del pecado, raíz de todas las esclavitudes humanas. Dice san Pablo: “Vosotros, que erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón  a aquel modelo de doctrina al que fuisteis entregados, y liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia” (Rm 6, 17). La libertad es, pues, un don y, al mismo tiempo, un deber fundamental de todo cristiano: “Pues vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos…” (Rm 8, 15), exhorta el Apóstol.

Es importante y necesaria la libertad exterior, garantizada por leyes civiles justas, y por esto con razón nos alegramos de que hoy aumente el número de los países donde se respetan los derechos fundamentales de la persona humana, aunque a veces el precio de esta libertad haya sido muy alto, a costa de grandes sacrificios e incluso de sangre. Pero la libertad exterior -aun siendo tan preciosa- por sí sola no basta. En sus raíces debe estar siempre la libertad interior, propia de los hijos de Dios que viven según el Espíritu (cf. Ga 5, 16), guiados por una recta conciencia moral, capaces de escoger el bien verdadero. “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Co 3, 17). Es este, queridos jóvenes, el único camino para construir una humanidad madura y digna de este nombre.

Ved, pues, cuán grande y comprometedora es la herencia de los hijos de Dios, a la cual sois llamados. Acogedla con gratitud y responsabilidad. ¡No la malgastéis! Tened el coraje de vivirla cada día de modo coherente y anunciadla a los demás. Así el mundo llegará a ser, cada vez más, la gran familia de los hijos de Dios.

¿Dónde se puede aprender mejor qué cosa significa ser hijos de Dios sino a los pies de la Madre de Dios? María es la mejor Maestra. A ella ha sido confiado un papel fundamental en la historia de la salvación: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4).

Hasta allí Juan Pablo II. Se refirió luego el Papa a la Patrona de Polonia, a donde irían en peregrinación. Nosotros, como el pueblo polaco, podemos encontrar, en la casa de la Madre, la fuerza de la fe, de la esperanza, de la propia dignidad de los hijos de Dios.Dijo Juan Pablo II: ¿Dónde, sino en su corazón maternal, se puede guardar mejor la herencia de los hijos de Dios prometida por el Padre?


[1] Reflexión 25, del 17 de agosto, 2006

[2] El tema de la santidad a la que somos llamados se ha tratado en otras reflexiones. Véase por ejemplo la del jueves 9 de noviembre de 2006. Sobre la necesidadde nuestra colaboración libre en el camino de la santidad,véase la Reflexión 26, del 24 de agosto 2006, sobre el Nº 39 del Compendio.

[3]Cfr. Mt, 26,50: El P. Severiano del Páramo, S.J. en su comentario al Evangelio de Mateo en BAC 207, Pg. 330, comenta: Jesucristo contesta a aquel saludo traidor con unas palabras llenas de mansedumbre. Con la palabra ‘amigo’ le recuerda los estrechos lazos que con él le han unido hasta aquel momento y le insinúa que por su parte está dispuesto a admitirle de nuevo en su amistad si hiciera penitencia por su pecado.

[4]Véase Ef 2, 14-16, que termina: (…)”dando en sí mismo muerte a la Enemistad”.

Reflexión 42 Jueves 11 de enero 2007

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 45

 

Llamados a la santidad

Primero, una corta síntesis

 

En las reflexiones del año 2006 alcanzamos a estudiar la Introducción del Compendio, que lleva por título Un humanismo integral y solidario, y comenzamos el capítulo primero de la Primera parte, que se titula El Designio de Amor de Dios para la Humanidad. Allí reflexionamos sobre estos temas fundamentales:

La Acción Liberadora de Dios en la Historia de Israel; Jesucristo, cumplimiento del designio de amor del Padre; La Persona Humana en el Designio de amor de Dios.Vamos a comenzar ahora el Nº 45, que se refiere todavía a la Persona Humana en el designio o plan de Dios. Esta parte tiene como título: Trascendencia de la salvación y autonomía de las relaciones terrenas, y ocupa los números 45 a 48 del Compendio. Procedamos entonces, con calma.

Tengamos presente que estamos reflexionando sobre La Persona Humana en el Designio de Amor de Dios. Vimos ya que el origen y meta de la persona humana es Dios, que es Amor. En nuestro origen en el Amor, es decir en Dios, se fundamenta la sociabilidad del hombre. Fuimos creados a imagen de la Trinidad, que vive en una íntima relación de amor: del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que son, como nos enseña Benedicto XVI, siguiendo a San Agustín: el Amante, el Amado y el Amor.[1]

Por eso, porque somos imagen y semejanza de Dios, amar a los demás es de la esencia de la persona humana. Si nos aislamos, si a veces somos resentidos, si odiamos, no es porque el hombre haya sido creado con inclinación al mal, al resentimiento o al odio; esas malas inclinaciones son consecuencia del pecado original. Es una conducta de hombre viejo, como diría San Pablo. En cambio, si nuestro comportamiento es de bondad, de amor, de apertura hacia los demás, de perdón, entonces nos comportamos como nuevas criaturas, como debe hacerlo el hombre nuevo.

Reflexionamos también ya sobre la salvación cristiana, que es una iniciativa de Dios para todos los hombres, desde el momento mismo de la creación. Dios nos hizo para que participemos de su vida, por la gracia que recibimos en el bautismo, y un día en la gloria, por toda la eternidad. Finalmente, la Iglesia nos enseñó que la altísima vocación a que Dios nos llamó es posible, después del pecado original, gracias a Jesucristo, muerto y resucitado, que se encarnó para salvarnos; y que por el misterio pascual  estamos llamados a transformarnos interiormente y a conformar nuestro actuar con las enseñanzas de Cristo. Es decir, gracias a la muerte y resurrección de Jesucristo, por el bautismo somos nuevas criaturas y estamos llamados a vivir como tales. Para ayudarnos a vivir como nuevas criaturas, tenemos la ayuda de los sacramentos, del Espíritu Santo que se nos da en ellos.

Estamos llamados también a perseverar en nuestro amor al prójimo, y como vimos en las dos reflexiones anteriores, nuestra relación con todo el universo tiene que ser purificada y perfeccionada por la cruz y resurrección de Cristo. Y sabemos que en este camino hacia la perfección, es necesaria la ayuda de la gracia; que nosotros solos no podríamos, pero que podemos andar este camino porque fuimos redimidos por Cristo y hechos nuevas criaturas por la acción del Espíritu Santo que nos fue dado.

 

 Y ahora: la Trascendencia de la salvación y la autonomía de las realidades terrenas

 

Hasta allí una corta síntesis de lo que habíamos reflexionado antes sobre el hombre en los planes de Dios. Ahora, el Compendio nos enseña en el Nº 45 , la Trascendencia de la salvación y la autonomía de las realidades terrenas. Veamos qué quiere decir esto. Leamos completo el primer párrafo y luego lo tomamos por partes más pequeñas. Dice así:

Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre en el cual y gracias al cual  el mundo y el hombre  alcanzan su auténtica y plena verdad. El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo, que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte— muestra que lo humano  cuanto más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad y en la misma libertad que le es propia. La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad  y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.

 

El hombre y el mundo alcanzan su realización plena, gracias a la Encarnación del Hijo de Dios

 

Tomemos el párrafo anterior por partes:

Comienza enseñándonos la Iglesia, que el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad, contemplados a la luz de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado. El hombre y el mundo alcanzan su realización plena, gracias a la Encarnación del Hijo de Dios. Es decir que, para comprender al hombre, hay que tener en cuenta los efectos que en él tuvo la Encarnación del Hijo de Dios. El mundo y el hombre no se comprenden plenamente, si no se tiene en cuenta a Jesucristo, el Dios encarnado. En Él y para Él fueron creadas todas las cosas.[2] Tratar de resolver de espaldas a Jesucristo o contra Jesucristo, las dificultades por las que pasan el mundo y el hombre, es una enorme equivocación. Jesucristo es necesario para comprender plenamente al mundo y al hombre. Es algo maravilloso, que nos permite entender la obra que en nuestro beneficio realizó Jesucristo, muerto y resucitado. Al meterse Dios en la humanidad, al hacerse hombre en las entrañas de la Virgen María, y luego por la muerte y resurrección de Jesucristo, la humanidad no fue ya la misma; fue elevada a una dignidad inimaginable para nuestro limitado entendimiento.

Según la explicación del Compendio, el hombre se conoce mejor en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. En este misterio conocemos los designios, los planes de Dios sobre el hombre. Quizás podamos comprender algo de este misterio del hombre, bajándonos mucho, a lo puramente terreno. Pensemos en cómo, si conocemos los planos que el arquitecto o el ingeniero han diseñado para una obra monumental, podemos conocer mejor lo que se pretende con esa obra y cómo se debe mantener, por ejemplo. Y si pasamos a algo más complejo, como es el organismo humano, trasladémonos al conocimiento que el médico adquiere, al estudiar la anatomía humana, su estructura, su organización, su fisiología, su funcionamiento interno y en contacto con el medio; con ese conocimiento, el médico puede comprender mejor al ser humano, su paciente.

En un plano infinitamente superior, como es el sobrenatural, porque el hombre no es sólo materia, podemos comprender bien al ser humano, sólo si nos adentramos en los designios de Dios sobre él. Y es asombroso; que la identidad y la libertad del hombre se comprenden en toda su dimensión, a la luz del misterio de la Encarnación, dice el Compendio. Como hemos visto, al encarnarse el Hijo de Dios, elevó a la humanidad a una dignidad más allá de la que le era propia.El Compendio utiliza las palabras: El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo. Repitamos: El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre.Y añade algo que parecería inaudito, y es que, lo que para los hombres sería infamante, es parte de la historia maravillosa del amor de Dios por el hombre: nos dice que la Encarnación del hijo de Dios llega hasta el abandono de la cruz y la muerte. Quizás estas reflexiones nos hagan comprender cómo la antropología cristiana, que considera al ser humano en todas sus dimensiones, incluyendo la sobrenatural, es infinitamente más incluyente, más completa, que las simples antropologías  social o la física.

Cuando la fe nos habla de ser perfectos como el Padre Celestial, nos parece imposible, y humanamente lo es. Pero es la meta que nos pone la encarnación. Por el misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre, Dios se nos acercó tanto, que se hizo uno de nosotros. Por eso las exigencias para el cristiano son tan altas. Y para eso recibimos al Espíritu Santo, que actúa en nosotros por los sacramentos. No nos dé miedo esa invitación a la perfección; intentémoslo.

Qué bueno es poder acudir a las palabras de Juan Pablo II, quien nos marcó el camino con frases del Evangelio como: “No tengáis miedo”. Esta doctrina sobre la perfección a la que estamos llamados, no es nueva, es tan antigua como los Evangelios. Vamos a leer un poquito de las palabras de Juan Pablo II a los jóvenes, el 15 de agosto de 1990, en la solemnidad de la Asunción de María Santísima, con ocasión de la VI Jornada Mundial de la Juventud. Fueron palabras dirigidas a los jóvenes, pero  igual nos deben llegar a los que ya no somos jóvenes…

¿En qué consiste la santidad?

Muy queridos jóvenes:

Como tema de la VI Jornada mundial de la juventud, he elegido las palabras de san Pablo: “Habéis recibido un espíritu de hijos” (Rm 8, 15). Son palabras que nos introducen en el misterio más profundo de la vocación cristiana: en efecto, según el designio divino hemos sido llamados a ser hijos de Dios en Cristo, por medio del Espíritu Santo.

¿Cómo no quedar asombrados ante esta perspectiva vertiginosa? ¡El hombre -un ser creado y limitado, más aún, pecador- es destinado a ser hijo de Dios! ¿Cómo no exclamar con san Juan: “Mirad cómo nos amó el Padre, quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente” (1 Jn 3, 1). ¿Cómo permanecer indiferentes ante este desafío del amor paternal de Dios que nos invita a una comunión de vida tan profunda e íntima?

Celebrando la próxima Jornada mundial, dejad que este santo asombro os invada e inspire, en cada uno de vosotros, una adhesión cada vez más filial a Dios, nuestro Padre.

El Espíritu Santo, verdadero protagonista de nuestra filiación divina, nos ha regenerado a una vida nueva en las aguas del bautismo. Desde ese momento él “se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm 8, 16).

¿Qué implica, en la vida del cristiano, ser hijo de Dios? San Pablo escribe: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14). Ser hijos de Dios significa, pues, acoger al Espíritu Santo, dejarse guiar por él, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo.

A todos vosotros, jóvenes, con ocasión de esta Jornada mundial de la Juventud, os digo: ¡Recibid el Espíritu Santo y sed fuertes en la fe! “Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad” (2 Tm 1, 7).

Habéis recibido un espíritu de hijos…” Los hijos de Dios, es decir, los hombres renacidos en el bautismo y fortalecidos en la confirmación, son los primeros constructores de una nueva civilización, la civilización de la verdad y del amor: son la luz del mundo y la sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16).

Pienso en los profundos cambios que se están verificando en el mundo. Ante numerosos pueblos se abren las puertas de la esperanza  de una vida más digna y más humana. A este propósito, vuelvo a pensar en las palabras, verdaderamente proféticas, del concilio Vaticano II: “El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución” (Gaudium et spes, 26).

, el Espíritu de los hijos de Dios es fuerza propulsora de la historia de los pueblos. Él suscita en todo tiempo hombres nuevos que viven en la santidad, en la verdad y en la justicia. El mundo que, a las puertas del 2000, está buscando ansiosamente los caminos para una convivencia más solidaria, tiene urgente necesidad de poder contar con personas que, gracias al Espíritu Santo, vivan como verdaderos hijos de Dios.

Y “la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Ga 4, 6-7). San Pablo nos habla de la herencia de los hijos de Dios. Se trata de un don de vida eterna, y al mismo tiempo de un deber que tenemos que realizar ya hoy, de un proyecto de vida fascinante, sobre todo para vosotros, jóvenes, que en lo profundo de vuestros corazones lleváis la nostalgia de altos ideales.

 

La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida

 

La santidad es la esencial herencia de los hijos de Dios. Cristo dice: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida. Es el camino maestro que Jesús mismo nos ha indicado: “No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7, 21).

Lo que os dije en Santiago de Compostela, os lo repito también hoy: “¡Jóvenes, no tengáis miedo de ser santos!”. ¡Volad a gran altura, consideraos entre aquellos que vuelven la mirada hacia metas dignas de los hijos de Dios! ¡Glorificad a Dios con vuestra vida!

La herencia de los hijos de Dios exige también el amor fraterno a ejemplo de Jesús, primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29): “Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 15, 12). Invocando a Dios como “Padre” es imposible no reconocer en el prójimo -quienquiera que él fuere- un hermano que tiene derecho a nuestro amor. Aquí está el gran compromiso de los hijos de Dios: trabajar en la edificación de una convivencia fraterna entre todos los pueblos.

¿No es esto lo que el mundo de hoy necesita? Se advierte fuertemente, en el interior de las naciones, un gran deseo de unidad que rompa toda barrera de indiferencia y de odio. Os corresponde en particular a vosotros, jóvenes, la gran tarea de construir una sociedad más justa y solidaria.

Entre otras, 2 frases de esas maravillosas palabras de Juan Pablo II me impactaron de modo particular:

Ser hijos de Dios significa, (…), acoger al Espíritu Santo, dejarse guiar por él, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo. Y esta otra:

La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida.

Después de haber leído esas alentadoras palabras de Juan Pablo II a los jóvenes, volvamos a leer ahora las últimas líneas del párrafo del Nº 45 del Compendio de la D.S.I., sobre el que estamos reflexionando:

La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.

La participación en la vida filial de Cristo. Es decir, en la vida de Cristo como Hijo. ¿Cuál fue, la vida de Cristo como Hijo, sino cumplir la voluntad del Padre? A veces se cuestiona por qué la Iglesia es exigente en algunos temas. Bueno, como vemos, la meta es alta, porque es la perfección, porque el modelo es Jesucristo. Algunas familias se precian de sus tradiciones, con toda razón. Si sus padres y abuelos les han dejado la herencia del trabajo honrado, de la lealtad, de la justicia, de la caridad con el prójimo, les parece que es apenas obvio que se deba seguir ese mismo camino. Bueno, nuestra herencia, como hijos de Dios, es trabajar por ser santos. Es acoger al Espíritu Santo, dejarse guiar por él, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal, en palabras de Juan Pablo II. También en sus palabras, es cumplir la voluntad del Padre, en cada circunstancia de la vida.

Imitar a Cristo, nuestro Hermano, nos hace más humanos y al mismo tiempo más cercanos a Dios. Aceptar y vivir esta verdad la deberíamos interpretar con las palabras del Compendio, que acabamos de leer. Leámoslas de nuevo:

La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.

De modo que la participación en la vida de Cristo libera nuestra verdadera identidad, la de los planes originales de Dios. Nos hace más libres, más auténticos, más humanos. A propósito de la libertad Juan Pablo II dijo a los jóvenes, en el mismo mensaje del que leímos una parte, hace un momento:

Prerrogativa de los hijos de Dios es, luego, la libertad: también ésta es parte de su herencia. Aquí se toca un tema al cual vosotros, jóvenes, sois particularmente sensibles, ya que se trata de un don inmenso que el Creador ha puesto en nuestras manos. Pero es un don que se debe usar bien. ¡Cuántas formas falsas de libertad conducen a la esclavitud!

Bueno, lo que hemos meditado hoy es suficiente. Quizás no podemos con tanto, para un solo día. Continuemos con este tema en la próxima reflexión, si Dios quiere.

Fernando Díaz del Castillo Z.

Escríbanos a: reflexionesdsi@gmail.com


[1]Cfr. Palabras de Benedicto XVI en la fiesta de la Santísima Trinidad el año 2006: En este domingo que sigue a Pentecostés celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad. Gracias al Espíritu Santo, que ayuda a comprender las palabras de Jesús y guía hacia la verdad completa (Jn 14,26; 16,13), los creyentes pueden conocer, por así decirlo, la intimidad de Dios mismo, descubriendo que Él no es soledad infinita, sino comunión de luz y amor, vida donada y recibida en un eterno diálogo entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo – Amante, Amado y Amor, por recordar a San Agustín. De esta manera, nadie puede ver a Dios, pero Él mismo se ha dado a conocer de forma que, con el apóstol Juan, podemos afirmar: «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16), «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (Deus Caritas est, 1; 1 Jn 4,16).

[2]Véase Benedicto XVI, 1ª Audiencia General, enero 2006, su meditación sobre el Himno Cristológico Col 1,12-20. Recordemos también el comentario de Juan, 1,3, en la Reflexión 33. De las palabras de Benedicto XVI tomemos: Cristo vuelve a proponer en medio de nosotros de modo visible al “Dios invisible” —en él vemos el rostro de Dios— a través de la naturaleza común que los une. Por esta altísima dignidad suya, Cristo “es anterior a todo”, no sólo por ser eterno, sino también y sobre todo con su obra creadora y providente: “Por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles (…). Todo se mantiene en él” (vv. 16-17). Más aún, todas las cosas fueron creadas también “por él y para él” (v. 16). (…) ”la historia tiene una meta, una dirección. La historia va hacia la humanidad unida en Cristo, va hacia el hombre perfecto, hacia el humanismo perfecto. Con otras palabras, san Pablo nos dice: sí, hay progreso en la historia. Si queremos, hay una evolución de la historia. Progreso es todo lo que nos acerca a Cristo y así nos acerca a la humanidad unida, al verdadero humanismo. Estas indicaciones implican también un imperativo para nosotros: trabajar por el progreso, que queremos todos. Podemos hacerlo trabajando por el acercamiento de los hombres a Cristo; podemos hacerlo configurándonos personalmente con Cristo, yendo así en la línea del verdadero progreso”.

Reflexión 41 Jueves 14 de diciembre 2006

Compendio de la D.S.I. Nº 44

 

Nuestra relación con la Naturaleza

De San Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila a Teilhard de Chardin

 

En la reflexión pasada comenzamos el estudio del Nº 44 del Compendio de la D.S.I.. Veíamos allí que el amor cristiano no sólo incluye a nuestros hermanos los hombres, sino que va todavía más lejos: se extiende a nuestras relaciones con el universo, pues Dios ama a todas las criaturas salidas de sus manos. Dice así:

También la relación con el universo creado y las diversas actividades que el hombre dedica a su cuidado y transformación, diariamente amenazadas por la soberbia y el amor desordenado de sí mismo, deben ser purificadas y perfeccionadas por la cruz y la resurrección de Cristo.

El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios.

 

Recordemos dónde estamos

 

Habíamos empezado a meditar sobre nuestra relación con el universo creado. Como nuestra relación con el universo creado y todas nuestras actividades humanas están amenazadas por la soberbia y el amor desordenado a nosotros mismos, nosotros, nuestras actividades, nuestra relación con el universo, tienen que ser purificadas y perfeccionadas por la cruz y la resurrección.

Podemos decir que la construcción del Reino de Dios, que se consumará al final, también incluye la restauración de todo el universo creado y nuestras actividades humanas tienen que ser purificadas, ordenadas, de manera que se restablezca el equilibrio roto por el pecado.

Por eso hay que llevar la Buena Nueva a todos los rincones: hay que purificar y perfeccionar la política, la economía, la administración de la justicia, el manejo de los mercados, de los medios de comunicación, hay que santificar a la familia, nuestras relaciones laborales, nuestras relaciones con la Iglesia, nuestras relaciones internas en los grupos apostólicos; hay que administrar como Dios quiere la naturaleza,  de ahí la importancia de la ecología.

Hacemos tantos daños, porque estamos todos, todos los días, amenazados por la soberbia y el amor desordenado a nosotros mismos. Necesitamos una permanente conversión. Cuando algo nos está saliendo mal en nuestra relación con los demás o con el mundo, en vez de echar primero la culpa a los otros, nos deberíamos preguntar si nuestra soberbia y el desordenado amor a nosotros mismos tendrá también alguna responsabilidad.

La nueva criatura que deberíamos ser después del bautismo, sigue acosada por el hombre viejo, que es soberbio. No olvidemos que el gran pecado de origen fue de soberbia: querer ser como Dios. Y como somos simples criaturas, limitados, no somos ni podemos ser Dios. Por su misericordia infinita somos hijos de Dios, nuevas criaturas, participamos de su vida, por la gracia, y nos deberíamos comportar como hijos de tal Padre.

Cuando maltratamos a los hijos de Dios, nuestros hermanos, cuando faltamos a la caridad, estamos maltratando a alguien a quien Dios ama; cuando maltratamos a la naturaleza, también maltratamos algo que salió de las manos de Dios. Nos dice la Iglesia que Dios mira y respeta las criaturas salidas de sus manos y que Él las ama. Y tratándose de los seres humanos, sabemos que de tal manera los ama Dios, que por ellos entregó a su Hijo unigénito. Dios los ama y los respeta, y nosotros nos atrevemos a irrespetarlos…

Insistamos; se trata, en primer lugar del amor y el respeto a nuestros hermanos los hombres, y se trata además del respeto a la creación completa. Así siguen las enseñazas del Compendio en el mismo número 44:

Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien tiene y es dueño de todo: “Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios ( 1 Co 3,22-23).

De manera que según esta enseñanza de la Iglesia, el uso de las criaturas por el hombre debe ser: dándole gracias a Dios, en pobreza y con libertad de espíritu. Sin considerarnos sus dueños absolutos, sin apegarnos a ellas de manera que nos alejen de Dios, que es el único dueño. Es de gran profundidad esta consideración de la naturaleza como algo que viene de Dios, que es de Dios, y que al final de los tiempos se ordenará a Cristo, Rey del Universo.

 Dedicamos buena parte del programa pasado, a considerar que, a darle gracias a Dios por la naturaleza, nos enseña la Sagrada Escritura, y que a ese agradecimiento han sido especialmente sensibles los santos. Algunos de ellos en particular, se distinguieron por su relación amorosa con las demás criaturas. Contemplamos por eso el Canto a las criaturas de los tres jóvenes, condenados a morir por la fe, como aparece en el Libro de Daniel. También reflexionamos sobre el amor de San Francisco a la naturaleza, y su cercana relación con los animales, pues nadie como los santos, nos puede enseñar cómo debe ser nuestra relación con el universo.

 

San Ignacio de Loyola y el amor

En este camino llegamos hoy a San Ignacio de Loyola. San Ignacio termina sus Ejercicios Espirituales con una meditación que él llama, Contemplación para alcanzar amor.[1] El tema es ese: el Amor. Vamos a ver cómo, a través de la contemplación de la naturaleza, como lo hacía San Francisco, también San Ignacio nos enseña que podemos acercarnos a Dios, comprender su inmenso amor por nosotros, y nos hace poner los pies sobre la tierra y reflexionar sobre cuál debe ser la respuesta práctica nuestra, a tanto amor. Por eso San Ignacio comienza esta meditación, con dos advertencias que deberíamos tener siempre presentes:

La primera, es que el amor se debe poner más en obras que en palabras. Es que es muy fácil amar de palabra, pero cuánta falsedad hay a veces detrás…Por eso San Ignacio añade una segunda advertencia.

La segunda advertencia, dice,  es que el amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o de lo que tiene y puede, y así, por el contrario, el amado al amante…

En todas las meditaciones según el método de San Ignacio, al comenzar se hace una oración preparatoria, que es una petición de acuerdo con la materia que se va a meditar. En la Contemplación para alcanzar amor, nos sugiere San Ignacio que pidamos conocimiento interno de tanto bien recibido, para que al reconocerlo, podamos en todo amar y servir a su divina majestad. La correspondencia al amor de Dios, que San Ignacio propone, es en todo amar y servir a su divina majestad.

San Ignacio es muy consecuente con lo que propone: nos lleva a meditar en el amor de Dios por nosotros, trayendo a la memoria los bienes que Dios, nuestro Amante, nos ha dado, y nos llevaa decidir cómo vamos a responder de modo congruente. Y puesto que el amor se debe poner más en obras que en palabras, nos propone como respuesta, amar y servir a Dios. En todo amar y servir a su divina majestad, en palabras de San Ignacio. Es darle de lo que tenemos y podemos: nuestro servicio…

Inmediatamente se nos viene a la memoria que, según la Escritura, como leemos en San Juan,[2] la única manera de probar que amamos a Dios es amando a nuestros hermanos. De modo que tendríamos que decir que amar y servir a nuestros hermanos, es una demostración de nuestro amor y servicio a Nuestro Señor. Si no amamos, si no servimos a nuestros hermanos, no tenemos argumentos, para probar que amamos y servimos a su divina majestad.

Pero, a todas éstas, ¿qué tiene que ver esto con nuestra relación con el mundo creado, que es nuestro tema de hoy? Bien, entre los regalos que hemos recibido de Dios, San Ignacio menciona, naturalmente, el haber sido creados, redimidos y los dones particulares que cada uno de nosotros ha recibido; en el 2º punto de la Contemplación para alcanzar amor, se detiene en el don de la creación, y nos lleva a contemplar cómo Dios habita en las criaturas: en los elementos, en las plantas, en los animales, en los seres humanos; cómo Él se manifiesta en la vida vegetal, en la vida animal, en la vida racional, en el hombre. La vida toda, desde la más elemental, en la primera célula, hasta la vida compleja del ser humano, es regalo de Dios.

Pasa luego San Ignacio a proponer que contemplemos cómo Dios trabaja y labora por nosotros en todas las cosas: en los cielos, en las plantas, en los ganados, y cómo todos esos dones vienen de Dios como del sol la luz y de la fuente las aguas…

Lo que espera San Ignacio, es que seamos conscientes del amor inmenso de Dios, reflejado en todo lo que nos rodea, y que correspondamos también con un amor activo, de obras, más que de palabras.

 

Contemplación para alcanzar Amor

 

El P. Hernando Silva, jesuita profesor de la Universidad Javeriana de Bogotá, ofrece en internet una guía para la Contemplación para alcanzar Amor.[3] Tomemos una de sus meditaciones, la que se refiere a cómo actúa Dios en las criaturas y dejémonos guiar por ella. Dice así:

Considerar cómo Dios actúa en todas las cosas. Al fin y al cabo la actividad del universo  no es más que una participación de la actividad de Dios. Hacer las siguientes consideraciones. Cómo actúa Dios

En las estrellas. En el interior de cada una de las estrellas  se suscita una energía equivalente a muchos millones de bombas atómicas. Valiéndose de esa energía, el Señor Dios va sintetizando todos los elementos del universo, desde los gases, como el oxígeno, hasta los metales como el hierro, el cobre o el zinc. Como resultado de esa fusión, cada una de las estrellas lanza al espacio cantidades inimaginables de luz, de calor y de toda clase de radiaciones. El Señor Dios es el que hace todo eso.

Sigue considerando luego cómo actúa Dios

En la tierra. En la tierra la actividad de Dios es enorme: con su oxígeno permite que todos los vivientes respiremos; con su luz y su calor da alimento a las plantas; con las sustancias del suelo las nutre. Él multiplica las células de todos los organismos.

Y cómo actúa Dios en mi cuerpo. El Señor Dios lleva su oxígeno a todas las células de mi organismo, por medio de mi respiración; y, por medio de mi asimilación, nutre mi cuerpo con sus sustancias vitales.

En mis sentidos. Por medio de mis ojos, el Señor Dios lleva a mi cerebro las imágenes de todas las cosas; por medio de mi oído me permite percibir todas las armonías del universo; por mis otros sentidos  puedo percibir aspectos diversos de la realidad; por mi palabra me comunico con los demás y se echan las bases de la sociedad.

En mi inteligencia. El Señor Dios suscita en mi mente todas mis ideas y las combina para formar todas las ciencias. No puedo tener idea alguna sin la colaboración de Dios.

Cómo actúa Dios En el amor. El Señor Dios hace brotar la llama del amor en el pecho de los novios; él une a los esposos y da su amor a los padres y a los hijos. Hasta aquí la consideración del P. Hernando Silva.

San Ignacio nos sugiere una generosa respuesta al amor de Dios que nos ha dado tanto. Nuestra respuesta no puede ser otra, que poner a la disposición de su divina majestad, lo que somos y tenemos y nos la dejó San Ignacio formulada en esa conocida oración Tomad Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad….

 

Y la Gran Teresa de Ávila

 

Los grandes santos supieron bien cómo encontrar la acción de Dios en las criaturas: Santa Teresa de Ávila, en el capítulo I de la Quinta Morada, dice que Dios le dio a entender que está “en todas las cosas por presencia y potencia y esencia” y con este conocimiento “se consoló mucho”[4] y en el capítulo II de la misma Morada se entretiene meditando en las maravillas de la fabricación de la seda, por un gusanillo, de manera, dice Santa Teresa, que sólo Él (Dios) pudo hacer semejante invención, y se manifiesta admirada de que ese gusano, que califica de grande y feo, salga del capullo de seda que ha fabricado, convertido en “una mariposa blanca muy graciosa” Y continúa: “Mas si esto no se viese, sino que nos lo contaran de otros tiempos, ¿quién lo pudiera creer? ¿Ni con qué razones pudiéramos sacar, que una cosa tan sin razón como es un gusano y una abeja, sean tan diligentes en trabajar para nuestro provecho, y con tanta industria (…)?. Y luego invita a sus religiosas a “considerar las maravillas y sabiduría de nuestro Dios. ¿Pues qué será –dice – si supiésemos la propiedad de todas las cosas?

Para los santos parece fácil, relacionar todas las cosas y todos los acontecimientos con Dios. Sienten que eso es lo normal, lo natural. En la reflexión anterior recordábamos que a San Francisco de Asís, la fuerza y la solidez inquebrantable de las peñas, lo llevaba a considerar la fortaleza de Dios y cuán potente escudo tenemos en Él. Cuando asentaba un pie sobre las piedras lo hacía con cuidado, porque el pensamiento le volaba a Jesucristo, la Piedra Angular. De la misma manera, al hermano encargado de preparar la leña, le decía que nunca cortase el árbol entero, por amor del que quiso salvarnos en el árbol de la cruz.

Leyendo el Libro de las Moradas, de Santa Teresa, encontramos que su consideración sobre el capullo de seda que fabrica el gusanillo, y se mete allí y crece escondido en él, la lleva a pensar que su “vida está escondida en Cristo, o en Dios, que todo es uno, o que nuestra vida es Cristo (…)” y exclama: ¡que su Majestad mismo sea nuestra morada, como lo es en esta oración de unión, labrándola nosotras! (…) pues digo que Él es la morada, y la podemos nosotras fabricar para meternos en ella”.[5] Sí, todo el mundo está lleno de Dios, pero nos falta fe para verlo.

 

También los Filósofos y los Científicos Creyentes

 

Santo Tomas de Aquino afirma la presencia de Dios en todas cosas de manera más cerebral, como el gran filósofo que fue; dice: Dios debe estar presente en todas las cosas de manera íntima” (Oportet quod Deus sit in ómnibus rebus, et intime”)[6]

 Bajemos ahora de las alturas de los santos, a la tierra de los científicos creyentes. También ellos se han transportado desde la materia, a cuyo estudio han dedicado su vida, para encontrarse con el Autor Supremo. Allí en esa materia ellos han podido descubrir, gracias a la fe, la mano de Dios, el Creador de esa materia.

Una figura fascinante en este campo, es la del P. Pierre Teilhard de Chardin, el conocido jesuita paleontólogo, geólogo, antropólogo, descubridor de secretos de la evolución en las estepas de China.

 

El Camino de Teilhard de Chardin


El Padre Teilhard de Chardin, desde su niñez en las campiñas francesas, empezó a encontrar en el conocimiento y amor a la naturaleza, un camino para amar a Dios y a sus hijos predilectos, los hombres. Antes de ver como pasaba este sabio, de la materia, a Dios, veamos cómo veía en el amor a sus semejantes, una señal del origen divino del hombre. Es interesante encontrar en su correspondencia, que una de sus preocupaciones por mejorar como persona, era lograr ser amable, ser bondadoso.

 

La Bondad, Signo de nuestro Origen Divino

 

A pesar de que quienes trabajaban con el P. Telilhard de Chardin, encontraban en él a una persona sencilla, abierta, amable, a veces en sus escritos manifiesta su preocupación, porque consideraba que una de las fallas en su apostolado, era la falta de amabilidad, que él pensaba, era innata en su temperamento y quería corregir, porque podía alejar a algunas almas del bien que les podría hacer como sacerdote. En alguna ocasión, durante sus Ejercicios Espirituales se pregunta, en sus anotaciones, “por qué señal” le deberían reconocer que su origen es Dios, y responde que primero y ante todo por su amabilidad, por su bondad. Dice en sus notas: 1. Amabilidad, paz, ante todo. 2. Amar mejor, temer menos. 3. Desinterés. Era ésta una de sus preocupaciones, y por lo visto una de sus luchas. Voy a copiar algunas frases de los escritos del P. Teilhard de Chardin, donde se ve la importancia que él daba a la amabilidad, a esa manifestación de la caridad cristiana, que según él, nos debería distinguir como venidos de Dios. Leo de sus escritos:

“Que Nuestro Señor se vea, en todo lo que hacemos, en nuestra bondad y enorme amor, es lo que le pido.” (Año 1915)

“Mi gran necesidad es sumergir mi alma en Él de nuevo, de tal manera que pueda yo tener más fe, más devoción, más amabilidad. (En 1916)

En una carta en 1916, escribió: “No puedo dejar de comprender que mi propia naturaleza se parece más a un taladro que abre un camino para el avance del progreso, que al aceite que lo suaviza.”

“Que el Señor conserve en mi una gran bondad.”

El mismo año 1916 escribió: La amabilidad es nuestra primera fuente de fortaleza, la primera quizás también, de las virtudes visibles. Siempre me he arrepentido de haber mostrado dureza o desprecio, y sin embargo es una agradable tentación.

En una carta desde China, cuando informaba a un amigo sobre su regreso a Francia después de años de ausencia, le decía el P. Teilhard de Chardin: Moralmente, creo que usted me encontrará exactamente el mismo – quizás más amable.

Y este era un personaje de quien los que lo conocieron de cerca decían, que era bueno, bueno más allá de los estándares ordinarios. Y ciertamente amaba a su prójimo en el sentido del Evangelio, porque sabía perdonar.[7]

De manera que el P. Teilhard de Chardin, paleontólogo, y geólogo era también un antropólogo cristiano que entendía a sus hermanos los hombres desde la fe. También su relación con el hombre lo elevaba a Dios. Volvamos ahora al científico de la naturaleza.

Siendo niño, de la mano de su padre aprendió Pièrre a descubrir la belleza de las plantas, de los animales, de los minerales, y a apreciar la historia natural. En sus caminatas por el campo, recogía muestras de minerales, de insectos, de plantas. Se iba desde niño haciendo el gran científico, que llegó a ser conocido en todo el mundo. Hubo algo que muy pronto el niño Teilhard de Chardin descubrió: la fragilidad de las mariposas y de las flores, que apenas duraban unos días… Entonces empezó a sentir un enorme entusiasmo, por lo que entonces creyó de verdad durable: los metales. Pero llegó su decepción, el día que descubrió con tristeza, que también el hierro se rayaba y se oxidaba, y entonces siguió buscando lo durable en el fuego que veía vivo en la chimenea, en los colores de los cristales de cuarzo y de amatista, que recogía en sus correrías. Theilhard de Chardin amaba la naturaleza, pero no encontraba todavía en ella lo que buscaba: lo durable, lo eterno.[8]

Un día, Teilhard de Chardin escribió unas palabras que nos muestran su lucha por encontrar la integración de la ciencia y la fe, de lo perecedero y lo eterno, cuando la naturaleza encuentra su origen en las manos de su Creador. En su estudio y su oración aprendió a ver a la naturaleza y al hombre, en marcha hacia Dios. Oigamos estas palabras del científico y sacerdote: [9]

Deseo, Señor, para mejor abrazarte, que mi conciencia se haga tan vasta como los cielos, la tierra y los pueblos, tan profunda como el pasado, el desierto y el océano, tan sutil como los átomos de la materia y los pensamientos del corazón humano…

¿No es preciso que yo me adhiera a ti por medio de toda la extensión del universo?…

Para que yo no sucumba a la tentación que acecha tras de cada acto de intrepidez, para que no olvide que tú eres el único que se debe buscar a través de todo, habrás de enviarme, en los momentos que tú sabes, la privación, las decepciones, el dolor. El objeto de mi amor declinará o habré de superarle.

La flor que yo sostenía se ha marchitado en mis manos…

El muro se ha levantado delante de mí, a la vuelta del sendero…

La maleza ha surgido entre los árboles del bosque que yo creía interminable…

Cuando flaquée nuestra fe, porque fallen los hombres o las cosas, tengamos presentes las siguientes palabras de Teilhard de Chardin:

Ha llegado la prueba…

…Y yo no he estado definitivamente triste… Al contrario, una alegría insospechada y gloriosa ha hecho irrupción en mi alma…, porque en esa quiebra de los soportes inmediatos  que yo había dado arriesgadamente a mi vida, ha experimentado, de una manera única, que no descansaba más que en tu consistencia.

Teilhard de Chardin era ante todo un hombre de fe. Le podía fallar la materia, le podía fallar el hombre en quien pusiera su confianza; podía fallar él mismo como ser limitado que era, pero el edificio de su fe se mantendría incólume, fundado sólo en la roca inconmovible, de Cristo resucitado. Estas palabras de Teilhard: que su vida “ha experimentado, de una manera única, que no descansaba más que en la consistencia” de Dios, son un eco de aquella respuesta de Pedro al Señor, cuando empezaron a desfilar los seguidores a quienes les pareció demasiado difícil de aceptar, la verdad del Evangelio sobre la Eucaristía. ¿También ustedes se van?, preguntó el Señor a sus discípulos. Pedro, como siempre, habló por todos: Señor, donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna. (Jn 6, 67s) Sabemos que los hombres fallan, pero Dios, la roca, no.

Sobre la consistencia de todas las cosas en Cristo Resucitado, véase la Reflexión 25, en el comentario a Colosenses,capítulo 1º y las Notas correspondientes.

Y sigamos con el científico que llegó a Dios a través de la naturaleza.

 

La Misa sobre el Altar del Mundo

 

El P.Teilhard de Chardin trabajó en China aproximadamente 20 años, quizás algunos más. Un día, en las estepas de ese inmenso país, se vio imposibilitado de celebrar la Eucaristía, por falta de los elementos materiales: el cáliz, la patena, el vino, el pan…, entonces elevó a Dios una oración bellísima, que se conoce como la Misa sobre el Altar del Mundo. Así empezó su Misa:

Ya que, una vez más, Señor (…) en las estepas de Asia, no tengo pan, ni vino, ni altar, me elevaré por encima de los símbolos hasta la pura majestad de lo Real, y te ofreceré, yo, que soy tu sacerdote, sobre el altar de la tierra entera, el trabajo y el dolor del mundo.

Más adelante continuó:

Recibe, Señor, esta hostia total que la creación, atraída por tus gracias, te presenta en esta nueva aurora. Sé perfectamente que este pan, nuestro esfuerzo, no es en sí mismo más que una desagregación inmensa. Este vino, nuestro dolor, no es todavía, ¡ay!, más que un brebaje disolvente. Mas tú has puesto en el todo de esta masa informe – estoy seguro de ello, porque lo siento – un irresistible deseo que nos hace gritar a todos, desde el impío hasta el fiel: «Señor,¡haz de nosotros un solo individuo!.»

Sin duda el P. Teilhard de Chardin evocaba en ese momento, la plegaria del Señor al Padre, en la Oración Sacerdotal, en la Última Cena:”Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros”.

Cuando la enfermedad nos impide recibir la Eucaristía, debemos consolarnos con la comunión espiritual, ofrecida en el altar del lecho de la enfermedad. De la misma manera, el P. Teilhard de Chardin, impedido en esas lejanías, para celebrar la Misa, ve en la tierra toda, con todos sus elementos, la que él ama, y en la cual trabaja descubriendo sus secretos, el gran altar del mundo.

En la oración colecta de esa Misa universal, oró así: Desde siempre, el Mundo, por encima de todo elemento del Mundo, se había apoderado de mi corazón, y jamás me hubiera doblegado sinceramente ante nadie. Por eso, durante mucho tiempo, a pesar de creer, he andado errante sin saber lo que amaba. Pero ahora que, merced a la manifestación de los poderes suprahumanos que te ha conferido la resurrección, transpareces, para mí Señor, a través de todas las potencias de la tierra, ahora te reconozco como mi soberano y me entrego deliciosamente a ti.

Los santos, igual que los sabios, aman la naturaleza, salida de las manos de Dios y puesta a nuestra disposición, para nuestro beneficio. Somos los jardineros encargados por el Patrón, Dios, de administrar su inmenso jardín. Somos los obreros encargados de trabajar en su inmensa fábrica.

Para terminar leamos por última vez el Nº 44 del Compendio:

También la relación con el universo creado y las diversas actividades que el hombre dedica a su cuidado y transformación, diariamente amenazadas por la soberbia y el amor desordenado de sí mismo, deben ser purificadas y perfeccionadas por la cruz y la resurrección de Cristo. Y continúa el Nº 44::

El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues Dios las recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios.

Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien tiene y es dueño de todo: “Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios ( 1 Co 3,22-23).

Puede escribirnos sus comentarios a esta dirección: reflexionesdsi@gmail.com

 

Fernando Díaz del Castillo Z.


[1]San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, Contemplación para alcanzar Amor,230-237

[2]1 Carta de San Juan, 4, 7-21 Véase especialmente v 20: (…) quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.

[3]http://www.jesuitas.org.co/Documentos/ee/EE%20Quinto%20Mes.pdf.

[4]Santa Teresa de Jesús, Obras Completas, Madrid, Editorial Plenitud, Pg. 587

[5]Santa Teresa de Jesús, ibidem, Pg. 589s

[6] Suma teológica, I q 8, art. 1, III q6, art. 1, ad primum, citado por Henri de Lubac en Le Prière du PèreTeillard de Chardin, 4

[7] Estas anotaciones las he traducido de la versión inglesa de Teilhard de Chardin, The Man and His Meaning, por Henri de Lubac, S.J., a Mentor-Omega Book, 11, Annual Retreats

[8] Cfr. Teilhard de Chardin, The Divine Milieu, Harper Torchbooks, Pg. 18

[9] Las citas siguientes están tomadas de: Pierre Teilhard de Chardin, Himno del Universo, Himno a la Materia, Pgs 64, La Humanidad en Marcha, 82, La Misa sobre el Mundo, Pgs. 25-38,Editorial Trotta

Reflexión 40 Jueves 7 de diciembre 2006

Compendio de la D.S.I. Nº 44

 

Nuestra relación con el universo creado

 

En el programa pasado repasamos y ampliamos el Nº 43 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que nos indica la importancia que para el cristiano tienen las relaciones de amor entre todos los seres humanos, la importancia de la comprensión y del diálogo, incluyendo a los que sienten u obran de modo diferente al nuestro. Y como vimos, esa relación de amor no es fácil, por eso las últimas líneas del Nº 43, que se toman del Catecismo en el Nº 1889, dicen:

En este camino es necesaria la gracia, que Dios ofrece al hombre para ayudarlo a superar sus fracasos, para arrancarlo de la espiral de la mentira y de la violencia, para sostenerlo y animarlo a volver a tejer, con renovada disponibilidad, una red de relaciones auténticas y sinceras con sus semejantes. Hasta allí el Nº 43, del Compendio de la D.S.I.

Sin duda se necesita la ayuda de la gracia para saber perdonar y amar incluso al enemigo, y claro, a los que no nos caen bien. El amor a los enemigos es una virtud auténticamente cristiana. A los amigos también los aman los paganos. Perdonar es seguir el camino de Jesucristo, que aceptó la voluntad del Padre y murió en la cruz en propiciación por nuestros pecados. Cuando amamos al enemigo seguimos el camino de Dios, que sabe ser misericordioso sin dejar de ser justo y está siempre dispuesto a recibir al que se arrepiente. La parábola del Hijo Pródigo habla del amor inmenso del Padre, que recibe, amoroso, al hijo que se arrepiente y vuelve. Es ese el camino que el Evangelio nos indica a los cristianos.

Sigamos ahora con el Nº 44 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que va todavía más lejos, y nos enseña cómo deben ser nuestras relaciones, no sólo con las demás personas, sino con todo el universo, porque a todo el universo alcanza la Redención de Jesucristo.[1] Dice así:

También la relación con el universo creado y las diversas actividades que el hombre dedica a su cuidado y transformación, diariamente amenazadas por la soberbia y el amor desordenado de sí mismo, deben ser purificadas y perfeccionadas por la cruz y la resurrección de Cristo.

Recordemos que estamos estudiando el capítulo I del Compendio, que se titula El Designio de Amor de Dios para la Humanidad. Estamos en la parte III: La Persona Humana en el Designio de Amor de Dios.Es decir, los planes amorosos de Dios para el hombre.

Sin duda ha sido especialmente bella e iluminadora  esta explicación de la Iglesia sobre el hombre como Dios lo concibió en su amor. Tengamos presentes estos títulos que nos recuerdan lo que hemos visto ya, sobre las maravillas del amor de Dios con el hombre: El amor trinitario, origen y meta de la persona humana: aprendimos allí, que fuimos creados libremente por Dios, por amor. Que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, Uno y Trino, y como Dios es Amor, estamos llamados a vivir como Él, una vida de amor. En este otro título que vimos también ya: La salvación cristiana: para todos los hombres y de todo el hombre, nos enseñó el Compendio que no sólo unos pocos privilegiados están llamados a la salvación, sino todos los hombres, sin importar su nacionalidad, ni su raza, ni su origen, ni su condición. Ni la salvación es sólo para los pobres ni sólo para los ricos. Es para todos. Y que la salvación es de todo el hombre, quiere decir que Dios quiere la salvación del hombre completo y de su mundo.

El siguiente tema, el que estamos ahora considerando, tiene como título: El discípulo de Cristo como nueva criatura. Hemos visto que el hombre se adhiere al misterio pascual de Jesús en la fe, mediante los sacramentos y que aunque el hombre viejo siga tratando de imponerse en nuestra conducta, podemos vencerlo con la ayuda de la gracia, para caminar según una vida nueva, como dice San Pablo en Rm 6,4, es decir como nuevas criaturas, renacidas por el bautismo.

En esta parte, titulada El discípulo de Cristo como nueva criatura, estamos ahora. Nos dice la Iglesia que no sólo hay que salvar al hombre, sino que, en sus palabras:

También la relación con el universo creado y las diversas actividades que el hombre dedica a su cuidado y transformación, diariamente amenazadas por la soberbia y el amor desordenado de sí mismo, deben ser purificadas y perfeccionadas por la cruz y la resurrección de Cristo.

Leamos de nuevo y fijémonos en estas palabras: la relación con el universo creado, y Las diversas actividades que el hombre dedica a su cuidado y transformación, deben ser purificadas y perfeccionadas por la cruz y la resurrección de Cristo.

Vamos entonces a meditar en nuestra relación con el universo creado. Como tanto nuestra relación con el universo creado como todas nuestras actividades humanas están diariamente amenazadas por la soberbia y el amor desordenado a nosotros mismos, nosotros,  nuestras actividades, nuestra relación con el universo, tienen que ser purificadas y perfeccionadas por la cruz y la resurrección.

No nos dice la Iglesia que rechacemos el universo ni las actividades humanas, que se dedican a su cuidado y transformación, sino que el universo y las actividades humanas, necesitan ser purificadas y perfeccionadas.

Por eso hay que llevar la Buena Nueva a todos los rincones: hay que purificar y perfeccionar la política, la economía, la administración de la justicia, el manejo de los mercados, de los medios de comunicación, hay que santificar a la familia, nuestras relaciones laborales, nuestras relaciones con la Iglesia, nuestras relaciones internas en los grupos apostólicos; hay que administrar como Dios quiere la naturaleza, porque estamos todos, todos los días, amenazados por la soberbia y el amor desordenado a nosotros mismos. Necesitamos una permanente conversión. Cuando algo nos está saliendo mal en nuestra relación con los demás o con el mundo, no echemos enseguida la culpa a los otros; nos tenemos que preguntar si nuestra soberbia y el desordenado amor a nosotros mismos, no estarán por ahí metidos.

La nueva criatura que deberíamos ser después del bautismo, sigue acosada por el aguijón de la carne, por el hombre viejo, que es soberbio. No olvidemos que el gran pecado de origen fue de soberbia: querer ser como Dios. Y como somos simples criaturas, no somos ni podemos ser Dios. Por su misericordia infinita somos hijos de Dios, nuevas criaturas, participamos de su vida, por la gracia, y nos deberíamos comportar como hijos de tal Padre.

 

Amar las cosas creadas por Dios

 

El Nº 44 continúa así: El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios.

Según esas palabras, cuando maltratamos a los hijos de Dios, nuestros hermanos, cuando faltamos a la caridad, estamos maltratando a alguien a quien Dios ama. Nos dice la Iglesia que Dios mira y respeta las criaturas salidas de sus manos. Y tratándose de los seres humanos, sabemos que de tal manera los ama Dios, que por ellos entregó a su Hijo unigénito. Dios los ama y los respeta y sin embargo nosotros nos atrevemos a irrespetarlos…

Y no sólo se trata del respeto a las demás personas, se trata del respeto a la creación completa. Así siguen las enseñazas del Compendio en el mismo número 43:

Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien tiene y es dueño de todo: “Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios ( 1 Co 3,22-23).

De manera que según esta enseñanza de la Iglesia, el uso de las criaturas por el hombre debe ser: dándole gracias a Dios, en pobreza y con libertad de espíritu. Sin considerarnos sus dueños absolutos, sin apegarnos a ellas de manera que nos alejen de Dios, sino al contrario, utilizándolas tanto cuanto nos ayuden para llegar a Él.

A darle gracias a Dios por la naturaleza nos enseña la Sagrada Escritura y a ese agradecimiento han sido especialmente sensibles los santos. Algunos de ellos en particular, se distinguieron por su relación amorosa con las demás criaturas. Lo que nos queda de este programa radial lo vamos a dedicar, hasta donde nos alcance el tiempo, a dejarnos tocar por los sentimientos de algunas de esas figuras maestras de nuestra fe. Nadie como ellas nos pueden enseñar cómo debe ser nuestra relación con el universo.

 

Acción de gracias a Dios por el universo

 

Empezaremos por dedicar unos minutos a leer despacio dos muestras de acción de gracias a Dios por el universo, que en su bondad nos ha dado: el Cántico de las Criaturas, que encontramos en la Biblia, en el libro de Daniel 3, 57-88; seguiremos con el Cántico de las criaturas o Canto al Hermano sol, de San Francisco de Asís y finalmente, en la siguiente reflexión, dedicaremos otro tiempo, a la Meditación para alcanzar amor, de San Ignacio de Loyola.

Comencemos por la lectura del libro de Daniel, que es el cántico de los tres jóvenes Ananías, Azarías y Misael, condenados a morir en un horno ardiente por el rey de Babilonia, a causa de su fe. Los invito a que lo lean completo: Aquí vamos a leer sólo un fragmento.[2] Dice así.

Obras todas del Señor, bendecid al Señor,
alabadle, exaltadle eternamente.

                      Ángeles del Señor, bendecid al Señor;
alabadle, exaltadle eternamente.

Cielos, bendecid al Señor.
Aguas todas que estáis sobre los cielos, bendecid al Señor;
alabadle, exaltadle eternamente.

El estribillo: bendecid al Señor, alabadle, exaltadle eternamente, se repite después de la invocación de cada criatura. Aquí lo vamos a juntar para varias invocaciones.

Potencias todas del Señor, alabadle, exaltadle eternamente.

Sol y luna, astros del cielo, Lluvia toda y rocío,
vientos todos, bendecid al Señor.

                                                                 Fuego y calor, frío y ardor, Rocíos y escarchas, bendecid al Señor;
Hielos y frío, heladas y nieves, bendecid al Señor;

Noches y días, Luz y tinieblas, rayos y nubes, bendecid al Señor.

                                                                   Bendiga la tierra al Señor, lo alabe, lo exalte eternamente.
Montes y colinas, bendecid al Señor;
Todo lo que germina en la tierra, bendecid al Señor;
Mares y ríos, Cetáceos y todo lo que se mueve en las aguas,

Pájaros todos del cielo, bendecid al Señor.
Fieras todas y bestias y ganados, bendecid al Señor,
.
Hijos de los hombres, bendecid al Señor
Oh Israel bendice al Señor.

                                                       Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

El Santo Padre Juan Pablo II, nos dejó esta bella reflexión sobre el cántico que acabamos de leer:[3]

En medio de la condena recibida por manos del rey, los tres «no dudan en cantar, en alegrarse, en alabar…Las pesadillas se deshacen como la niebla ante el sol, los miedos se disuelven, el sufrimiento es cancelado cuando todo el ser humano se convierte en alabanza y confianza, expectativa y esperanza…Esta es la fuerza de la oración cuando es pura, intensa, cuando está llena de abandono en Dios, providente y redentor».

“El Cántico que acabamos de escuchar, entonado por tres jóvenes que van a sufrir el martirio a causa de su fe, es una solemne alabanza al Señor por todas las maravillas del universo. Su fe suscita la intervención del Señor, que los protege de la muerte.”

“El himno describe una especie de procesión cósmica, en el que todas las criaturas bendicen al Señor. El hombre debe añadir a este concierto de alabanza su voz alegre y confiada, acompañada de una vida coherente y fiel.” Hasta allí Juan Pablo II.



También San Francisco en medio del sufrimiento

 

Los tres jóvenes iban a sufrir el martirio y se prepararon a él alabando a Dios en sus criaturas. Parece que la alabanza en medio del sufrimiento trae paz. También el sufrimiento acompañó a San Francisco de Asís, cuando en medio de los más agudos dolores físicos, ya cerca de su muerte, escribió el “Cántico del hermano sol” o canto a las criaturas y lo adaptó a una tonada popular para que sus hermanos pudiesen cantarlo. Lo que sigue lo voy a leer de un escrito de J. Joergensen[4] sobre San Francisco. Dice así:

San Francisco amaba a la naturaleza toda; pero con preferencia amaba aquellas cosas que más podían justificar este su optimismo. Y así, siempre se dirigía con particular amor a todo lo que en la tierra hay de más claro y hermoso: a la luz y al fuego, al agua limpia y que corre, a las flores y a los pájaros.

Su contemplación de la naturaleza tenía mucho de simbólica: amaba el agua, porque era símbolo de la santa penitencia, por cuyo medio el hombre llega a purificarse, y porque el agua es el medio o instrumento del bautismo. De aquí que tuviera una veneración tal por el agua que, cuando se iba a lavar las manos, buscaba siempre un lugar donde las gotas que de ellas caían no pudiesen ser holladas.

Al asentar el pie sobre las piedras y las rocas, lo hacía siempre con infinita cautela, porque luego al punto se le iba el pensamiento a Aquel que simbólicamente es llamado piedra angular. Al hermano encargado de preparar la leña para la lumbre le decía que nunca cortase el árbol entero, sino que dejara algunas ramas íntegras, por amor del que quiso salvarnos en el árbol de la cruz. Igualmente, decía al hermano encargado de cultivar el huerto que no destinase toda la tierra para hortalizas comestibles, sino que dejara un trozo de tierra para plantas frondosas, que a su tiempo produjeran flores para los hermanos, por amor de quien se llama Flor del campo y lirio de los valles (Ct 21,1). Decía incluso que el hermano hortelano debería cultivar en algún rincón de la huerta un bonito jardincillo donde poner y plantar toda clase de hierbas olorosas y de plantas que produzcan hermosas flores, para que a su tiempo inviten a cuantos las vean a alabar a Dios (EP 118).

Mas a este simbolismo se juntaba en él un amor puro y directo a la naturaleza. El fuego y la luz le parecían tan hermosos, que nunca veía con gusto apagar una vela o una lámpara. Amén de la hortaliza que sirve para la cocina, le agradaba que en los huertos de los conventos hubiese también hierbas olorosas y que no faltasen en ellos «nuestras hermanas las flores», a fin de que todos, admirando su belleza, se levantasen a un mayor reconocimiento y gratitud al Creador. En Greccio acostumbraba acariciar, inclinándose, los hijuelos de «nuestros hermanos los petirrojos»; en Siena, él mismo hacía nidos para las tortolitas. Cuando veía por el camino los gusanillos arrastrarse miserablemente y expuestos a ser a lo mejor aplastados, los recogía cuidadosamente y los colocaba a un lado de la vía para impedir que fuesen pisados por los transeúntes. Y en invierno nunca dejaba de poner miel en los panales de las abejas.

Toda criatura era para él absoluta y directamente, una viva palabra de Dios, pues toda criatura pregona y clama: «¡Dios me ha hecho por ti, oh hombre!» (EP 118). Como todas las personas piadosas, Francisco sentía en alto grado el valor de todas las cosas y las veneraba como algo muy precioso. La criatura le servía para comprender al Creador; la fuerza y solidez inquebrantable de las peñas lo llevaba al punto a considerar la fortaleza de Dios y cuán potente escudo tenemos en Él. La vista de una flor en su frescura matinal, o la de los tiernos picos de las avecillas cuando los abren en el nido con ingenua confianza, todo esto le descubría la cándida pureza y hermosura de Dios al par que la infinita ternura del divino corazón.

(…) este sentimiento llenaba a Francisco de una perenne alegría ante la vista o el pensamiento de Dios, lo mismo que de un incesante anhelo de rendirle gracias. En esta acción de gracias deseaba que todos los seres participasen, y le parecía que todos de hecho tomaban parte en ella con placer. «Querido hermano faisán, alabado sea nuestro Creador», decía a un ave con que uno de sus bienhechores lo había obsequiado, y el faisán nunca se apartaba de Francisco y rehusaba toda otra compañía. «Canta, hermana mía cigarra, y alaba jubilosa al Señor, tu Creador», solía exclamar bajo los olivos de la Porciúncula, y al instante la hermana cigarra rompía a cantar hasta que el Santo le mandaba callarse.

Muchas veces los animales silvestres le hacían compañía: por ejemplo, la liebre aquella que no quería abandonarlo un punto mientras moró en la isla del lago Trasimeno, o el conejo silvestre de Greccio. Un día, en los suburbios de Siena, se vio de repente rodeado de un hato de ovejuelas. Los mansos animalitos fueron poniéndose en torno de él hasta formar un círculo y después comenzaron a balar, cual si quisiesen decirle alguna cosa. Navegando una vez por el lago de Rieti, le regalaron un pez vivo recién pescado; Francisco lo arrojó de nuevo al agua, y el animalito por largo espacio fue siguiendo la barca. Un pájaro, cogido aquel mismo día y que había sido dado al Santo, no quiso separarse de su lado  hasta que Francisco le dio orden formal de hacerlo (2 Cel 167-171; LM 8,7-10).

Pero lo que sobre todo movía a Francisco a dar gracias a Dios  era la creación del sol y del fuego. Solía decir: «Por la mañana, cuando nace el sol, todos deberían alabar a Dios, porque ha creado el sol para nuestra utilidad: por él nuestros ojos ven la luz del día. Y por la tarde, al anochecer, todo hombre debería alabar a Dios por el hermano fuego; por él ven nuestros ojos de noche. Todos, en efecto, somos como ciegos, y el Señor da luz a nuestros ojos por estos dos hermanos nuestros. Por eso, debemos alabar especialmente al Creador por el don de estas y de otras creaturas de las que nos servimos todos los días» (EP 119).

El Cántico del hermano Sol brotó al calor de este sentimiento. En su tugurio de San Damián Francisco vivía como un ciego, sin poder aguantar ni la luz del sol ni el brillo del fuego. Una noche sus padecimientos arreciaron tanto, que no pudo menos de exhalar para Dios este grito: «¡Señor, ven en mi auxilio y socórreme en mis flaquezas para que pueda sobrellevarlas con paciencia!»

(…) Al otro día se levantó por la mañana y dijo a sus compañeros que sentados lo rodeaban: (…) yo tengo que gozarme muchísimo en mis enfermedades y tribulaciones, y fortalecerme en el Señor, y dar gracias a Dios Padre, y a su único Hijo, el Señor Jesucristo y al Espíritu Santo por la inmensa gracia que el Señor me ha hecho; quiero decir, por haberse dignado certificar en vida a este indigno siervo suyo que gozaré de su reino. Por eso, para alabanza de Dios, para nuestro consuelo y para edificación del prójimo, quiero componer una nueva alabanza de las creaturas del Señor, de las cuales nos servimos todos los días, sin las cuales no podemos vivir  y en las cuales el género humano tantas veces ofende a su Creador. Y continuamente somos ingratos a tantas gracias y beneficios que nos da; no alabamos al Señor, creador y dador de todos los bienes, como es nuestra obligación.

Y, sentándose, se puso Francisco a meditar. Corto espacio había meditado, cuando los hermanos oyeron que entonaba los primeros versos del Cántico del hermano Sol: «Altissimu, onnipotente, bon signore», «Altísimo, omnipotente, buen Señor», etc. Aplicó una música a esta letra y enseñó a sus compañeros a recitarla y cantarla.

 

Juglares del Señor

 

Su espíritu gozaba ya entonces de consuelo y dulzura tan hondos, que quería mandar que llamasen al hermano Pacífico, que en el mundo era llamado el «rey de los versos» y fue muy cortesano maestro de cantores; tenía intención de darle algunos compañeros, buenos y espirituales, que fueran con él por el mundo predicando y cantando las alabanzas del Señor. Deseaba que quien mejor pudiera predicar entre ellos, predicase primero al pueblo y después cantaran todos juntos las alabanzas del Señor, como juglares de Dios.

Quería que, después de cantar las alabanzas, el predicador dijera al pueblo: «Nosotros somos juglares del Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que permanezcáis en verdadera penitencia» (EP 100 y 119; 2 Cel 213). Hasta aquí el escrito de J. Joergensen.

En su idioma original, los dos primeros versos del canto al hermano sol dicen:

Altissimu onnipotente bon signore,
tue so le laude, la gloria e l’onore et onne benedictione
.

Y esta es la versión en español:


Altísimo y omnipotente buen Señor,
tuyas son las alabanzas,
la gloria y el honor y toda bendición.

                                                                                                    A ti solo, Altísimo, te convienen
                                                                                          y ningún hombre es digno de nombrarte.

Alabado seas, mi Señor,
en todas tus criaturas,
especialmente en el Señor hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.

Y es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.

Alabado seas, mi Señor,
por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,
y es bello y alegre y vigoroso y fuerte.

Alabado seas, mi Señor,
por la hermana nuestra madre tierra,
la cual nos sostiene y gobierna
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas.

Alabado seas, mi Señor,
por aquellos que perdonan por tu amor,
y sufren enfermedad y tribulación;
bienaventurados los que las sufran en paz,

porque de ti, Altísimo, coronados serán.

Los versos que siguen los compuso San Francisco un poco después, ya muy cercano a la muerte:

Alabado seas, mi Señor,
por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.

Ay de aquellos que mueran
en pecado mortal.

Bienaventurados a los que encontrará
en tu santísima voluntad
porque la muerte segunda no les hará mal.

Alaben y bendigan a mi Señor
y denle gracias y sírvanle con gran humildad.

Así amó San Francisco a las criaturas, a quienes sentía sus hermanas. Inclusive a la muerte.

En la próxima reflexión continuaremos con el pensamiento de ese otro coloso de la Iglesia, San Ignacio de Loyola, sobre nuestra relación con el universo creado.


[1]Cfr. Reflexiones 25 y 26; y Pastor Gutiérrez, S.J., Comentario a Colosenses, BAC 211, Pgs. 828ss

[2] Cfr Traducción de la Biblia de Jerusalén

[3] Cfr.Comentario del Papa sobre el cántico de Daniel 3, 57-88, http:///www.corazones.org

[4]Cfr www.franciscanos.org/joergensen

Reflexión 39 Jueves 23 de noviembre 2006

Compendio de la D.S.I. ampliación Nº 43

 

Cambio de las personas para que cambien las instituciones

 

En la reflexión anterior repasamos el Nº 42 del Compendio de la D.S.I., que nos enseñó que la transformación interior de la persona humana, en su progresiva transformación con Cristo, es presupuesto esencial de una renovación real de de sus relaciones con las demás personas. Se trata, pues, de la necesidad de cambio interior de las personas y de las instituciones, de la necesidad de conversión de los individuos,- lo cual supone cambio en el comportamiento,  para que las instituciones y el mundo cambien. Terminamos también nuestra reflexión sobre el Nº 43. Leámoslo para que lo recordemos. Dice así:

No es posible amar al prójimo como a sí mismo y perseverar en esta actitud, sin la firme y constante determinación de esforzarse por lograr el bien de todos y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos. Según la enseñanza conciliar:

quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo. (Gaudium et Spes, 28)

Repitamos unas líneas de esta importante enseñanza de la Iglesia: No es posible amar al prójimo como a sí mismo y perseverar en esta actitud, sin la firme y constante determinación de esforzarse por lograr el bien de todos y de cada uno. Amar al prójimo, con perseverancia, con la determinación de lograr el bien de todos. Como vemos, no se niega que sea difícil amar a todos nuestros prójimos como a uno mismo, de modo perseverante. Sabemos que es fácil amar a los amigos y a los que nos hacen bien, pero la experiencia nos enseña que es difícil amar a los que no nos caen bien, a los que nos han hecho algún mal. En el cristianismo se trata de hacer el bien a todos, no sólo a nuestros amigos. Y el Compendio nos enseña que eso no es posible, sin una firme y constante determinación; y claro, es necesaria la ayuda de la gracia.

A este propósito, recordemos que la exigencia de amar al enemigo es una característica cristiana. Amar a los amigos lo hacen también los paganos. Es claro que estas exigencias del Evangelio no las podemos cumplir sin la ayuda de la gracia, pero la gracia está para dársenos; pidámosla, acerquémonos a la fuente, a la oración y a los sacramentos. Se necesita la gracia, pero ésta tampoco opera sin la colaboración nuestra. Empecemos por pedir con sinceridad que el Espíritu Santo aumente en nosotros la caridad, y pidamos también por las personas que no son caras a nuestro corazón.

Vimos que cuando afirma Juan Pablo II que todos somos responsables de todos, el Santo Padre se está remitiendo a la encíclica Sollicitudo rei socialis, que afirma la necesidad de la solidaridad, para superar el mal moral, fruto de muchos pecados, que llevan a «estructuras» de pecado en el desarrollo de los pueblos[1]. Son esas palabras de la encíclica Sollicitudo rei socialis. La solidaridad es uno de los principios de la Doctrina Social de la Iglesia.

 

Una lectura teológica de los problemas modernos

 

El capítulo V de la encíclica Sollicitudo rei socialis, se dedica a Una lectura teológica de los problemas modernos. Es decir a la presentación de los problemas modernos desde la fe. Dice allí el Papa que, no sólo por razones económicas y políticas no se ha dado el desarrollo de los pueblos, sino que hay causas de orden moral, es decir, que tienen que ver con la conducta; la voluntad humana pone un freno al desarrollo e impide su realización plena.

Es muy importante dedicar un tiempo a comprender esta afirmación de Juan Pablo II. De manera que el desarrollo deficiente de los pueblos, no se debe sólo a fallas puramente técnicas en el manejo de la economía, sino a las fallas de la voluntad humana, a fallas de enfoque, a una filosofía equivocada en el manejo de la economía; con frecuencia a actitudes egoístas que limitan su visión al propio provecho y no al bien común; o a enfoques fríos, que no tienen en cuenta el sufrimiento de la gente a la que puede afectar una decisión, aparentemente correcta, desde el punto de vista técnico. Tal puede ser, por ejemplo, la decisión de despedir personal, sin tener en cuenta el sufrimiento de las familias, sin considerar otras posibles soluciones. A veces esa es la decisión más fácil para el de duro corazón.

Y es importante referirnos otra vez, al comentario negativo que algunos hacen sobre el papel de la Iglesia en el mundo, cuando la Iglesia se pronuncia sobre temas que mortifican a los políticos y a los defensores del relativismo moral. Cuando se ataca a la Iglesia por hablar de temas que se consideran sólo de índole técnica, científica o política, y también cuando la Iglesia se manifiesta, frente a la presentación de una ética que no tiene en cuenta a Dios.

Recordemos que no es cierto que el manejo de la política y de la economía no tenga que ver con la moral, ni es cierto que si la Iglesia opina sobre temas de bioética esté invadiendo el terreno puramente científico. Las decisiones que toman los economistas, los políticos y los científicos, pueden afectar para bien o para mal al hombre o al mundo creado, y entonces son decisiones esencialmente morales. Para nosotros, cristianos, esas decisiones se deben inspirar en los principios de la fe, con la ayuda de la gracia divina.[2] Tenemos muy claro, los creyentes, que la creación tiene a Dios como diseñador, y que apartarse de sus designios, es hacer daño a la obra que tiene como autor al mejor diseñador posible.

 

Y también valores que inspiren a los no creyentes

Y también los no creyentes pueden tener argumentos para defender al hombre. Vamos a volver a leer algunas de las palabras que Juan Pablo II dirigió a este propósito, a los que no gozan de la fe religiosa y que leímos en la pasada reflexión. Así los instó el Santo Padre, si son responsables en

una u otra medida de una «vida más humana» para sus semejantes (a) que – se den cuenta plenamente de la necesidad urgente de un cambio en las actitudes espirituales que definen las relaciones de cada hombre consigo mismo, con el prójimo, con las comunidades humanas, incluso las más lejanas, y con la naturaleza, y ello en función de unos valores superiores, como el bien común, o el pleno desarrollo de todo hombre y de todos lo hombres, según la feliz expresión de la encíclica Populorum progressio.[3]

De manera que hay unos valores superiores que pueden inspirar también a los no creyentes.

 

Dos actitudes de pecado: la codicia y el ansia de poder son poderosos motivadores de la conducta

 

Repito la invitación de la reflexión pasada a leer con detención la encíclica Sollicitudo rei socialis, del Nº 35 al 38. Juan Pablo II hace allí una esclarecedora presentación de las estructuras de pecado, que dominan la situación del mundo contemporáneo; entre otras razones, por causa de dos actitudes de pecado: el afán de ganancia exclusiva, y la sed de poder  con el fin de imponer a los demás la propia voluntad, y estas dos actitudes «a cualquier precio».[4]

Obtener ganancias y adquirir poder, sin pararse a pensar si los medios que se utilizan son o no inmorales. A algunos los mueve sobre todo la codicia, a otros les es irresistible el ansia de poder. Hay personalidades que se caracterizan por estos motivadores de su conducta, y son dos motivadores muy fuertes, que requieren la moderación de la fe y de la caridad. Algunas personalidades se caracterizan, porque la fuerza que los mueve a actuar es el dinero; a otros los mueve el ansia de poder, para imponer a los demás su propia voluntad. Hay quienes renuncian al dinero por conseguir poder. Luego, con frecuencia por el poder les llega el dinero. Pariente del ansia de poder es el ansia de una libertad sin límites: si me siento absolutamente libre, no creo que deba dar cuenta de mi conducta a nadie y ni siquiera los derechos de los demás moderan mi conducta.

V Vamos a ampliar este punto y a ver lo que significa en la práctica, con algunos ejemplos de nuestra vida nacional, para que no nos quedemos en la pura teoría.

Fijémonos en las palabras de Juan Pablo II, en cuanto se refiere al manejo de la economía, en su afirmación de que no sólo por razones económicas y políticas no se ha dado el desarrollo de los pueblos, sino que hay causas de orden moral, es decir que tienen que ver con la conducta humana. Esas causas de orden moral, ponen un freno al desarrollo e impiden su realización plena, dice el Papa.

E Los técnicos se vuelven a veces muy técnicos y muy poco humanos. Llegan a convencerse de que lo importante son los números como aparecen reflejados en las estadísticas, sin tener en cuenta si lo que aparentemente es un logro, al mirar sus efectos en la gente, no lo es; o peor aún, si esa bella gráfica que apunta hacia arriba, no está escondiendo un deterioro, un daño en las personas.

V Volvamos a unos comentarios de una reflexión anterior[5], porque creo que nos ilustra cómo a veces la economía puede ser aparentemente muy bien manejada, desde el punto de vista técnico, pero se hace de manera muy poco humana. Si la economía cumpliera con sus objetivos de ciencia social, debería estar al servicio del hombre y no el hombre al servicio de la economía. El objetivo de toda acción política o económica debe ser el bien del ser humano. El diseño y manufactura de un instrumento de tortura pueden ser técnicamente perfectos, pero si ese instrumento daña al hombre es moralmente inaceptable.

Comentamos hace algún tiempo, que en un debate al Ministro de Hacienda[6] en el senado, uno de los dos senadores citantes[7] le observó, que la economía es una ciencia social, y que las cifras no son suficientes para demostrar el buen manejo económico del país, si en la práctica no se traducen en el bienestar de la gente. Le decía ese senador al ministro, que las cifras no tienen un significado positivo, si por ejemplo, no hay suficientes puestos de trabajo ni se atiende de modo adecuado a las personas que tienen que emigrar por la violencia, o a las que carecen de vivienda digna o de la atención conveniente y oportuna en sus quebrantos de salud.

 

¿Economista sin orientación filosófica?

 

El Ministro comenzó su respuesta, diciendo que él no era filósofo sino técnico y por eso contestaba con cifras. Sabemos que siempre hay una filosofía o una ideología detrás de las estadísticas, y claro, también detrás de la orientación general de la economía. Las cifras no se pueden manejar como si no afectaran a las personas. En la vida real hablan de calidad de vida.

El economista cristiano no puede utilizar su ciencia sólo como ejercicio académico, sin tener en cuenta cómo afectan sus decisiones a los demás. Algunos economistas tienen una deformación profesional, al no entender que su profesión debe tener como objetivo la satisfacción de las necesidades de la población, y que ellos no pueden convertirse en meros teóricos, que aplican sus elucubraciones a grupos imaginarios en foros y aulas de clase, como si se tratara sólo de modelos de papel. Si economistas con esa deformación profesional llegan a dirigir la economía de la nación, no van a tener en cuenta que el Estado es para buscar el bien de las personas, y que las más débiles tienen derecho a un trato preferencial.

No sé si el señor Ministro de Hacienda, en el debate que mencioné, quiso decir, de manera implícita, porque no lo expresó verbalmente, que las cifras que iba a presentar  demostrarían que la orientación de la política económica era en beneficio social. En todo caso eran cifras, que aún hoy están en discusión, porque ni siquiera todas las entidades del gobierno concuerdan en ellas, como sucede con las cifras del DANE sobre desempleo, que cuestiona el Ministro de Protección Social.

De todos modos no fue acertado que el Ministro de Hacienda comenzara su intervención diciendo que no era filósofo sino técnico, porque nos daba a entender que su interés era sólo el manejo técnico de las cifras. Sabemos que, en la práctica, el manejo de la ciencia económica está sustentado por una filosofía, por una concepción de la vida y del ser humano. El economista cristiano no puede usar las herramientas que le da su conocimiento en detrimento de sus hermanos, así pueda con habilidad, presentar gráficas muy coherentes desde el punto de vista matemático. Al contrario, debe buscar cómo utilizar su ciencia para satisfacer las necesidades de las personas y en especial las necesidades básicas que son las más apremiantes.

Hay algunos casos que nos ilustran bien este pensamiento, para que entendamos cómo la economía y la técnica se pueden desviar de su recto camino.

 

Dos extremos en la ley laboral

 

En Colombia existía una legislación laboral claramente orientada a beneficiar al trabajador. Está bien que se favorezca al más débil, pero infortunadamente no siempre se utilizaba la ley de modo equitativo. Una norma con la que las empresas se sentían seriamente perjudicadas, era aquella que hacía prácticamente imposible despedir a un trabajador que hubiera completado 10 años de antigüedad, aunque fuera un mal trabajador, porque si se despedía, eran de tal naturaleza las pruebas que se exigían para demostrar que era justo el despido, que en los estrados judiciales por lo común el trabajador, así fuera un mal trabajador, ganaba la demanda, y se exigía al patrón reintegrarlo a su puesto, pagándole los salarios no percibidos durante el tiempo en que hubiera estado cesante.

Esa situación duró hasta cuando inventaron la nueva legislación que llaman de flexibilización laboral, con la intención, se creería, de corregir lo equivocado de la anterior; pero la nueva ley se fue al otro extremo. Veámoslo desde la situación del buen trabajador. Antes el trabajador que lograba conseguir un puesto, si era buen trabajador, podía estar tranquilo por años. Y cuando completaba los 10 de servicio, podía respirar tranquilo: lo más seguro era que, si seguía siendo un buen trabajador, llegaría trabajando hasta la edad de la pensión. Las empresas serias estimaban entonces el valor de la experiencia y del sentido de pertenencia, que el trato humano generaba en sus buenos empleados.

La reflexión que se hicieron los inventores de la nueva ley, fue que las empresas no abrían más puestos de trabajo, porque los costos laborales eran demasiado altos, considerando los salarios más las prestaciones sociales, y que la dificultad para despedir a los trabajadores era una traba para el desarrollo de las empresas.

Se inventaron entonces algunas soluciones muy buenas para las empresas, pero muy malas para los trabajadores: una de ellas, para bajar los costos laborales, fue disminuir las horas consideradas de trabajo nocturno. Los perjudicados fueron los trabajadores que prestan a la sociedad el servicio de trabajar por la noche, mientras los demás descansamos. Claro, el costo de la nómina bajó, pero no subió el número de empleos. Las empresas no correspondieron al sacrificio que hizo la sociedad por medio de las personas más débiles. Simplemente aprovecharon el ahorro en su propio beneficio.

Otro cambio fue el abrir de par en par la puerta para que las empresas, en vez de contratar personal propio, lo contrataran con empresas externas y lo pagaran, sin prestaciones sociales, como servicios. Naturalmente, el costo de personal disminuyó en las empresas, y los trabajadores que consiguen un contrato a través de una empresa de servicios, ganan menos. Ese es un recurso que utilizan también las mismas empresas gubernamentales: aparentemente bajan el número de empleados, pero los tienen a través de organizaciones que les hacen el trabajo que deberían hacer con sus empleados propios. Son beneficios aparentes, en perjuicio de la fuerza laboral, y a la larga, de las mismas empresas, que ya no cuentan con la experiencia ni el sentido de pertenencia de sus empleados propios. Hoy vienen unos y mañana otros, sin arraigo y sin posibilidad de identificar cuál es la empresa a la que se sienten ligados.

No todos los empresarios funcionan con esa miopía, pensando sólo en beneficios a corto plazo. Todavía quedan organizaciones que aprecian el valor humano del personal y lo atesoran. La primera empresa en la que yo trabajé, y de la cual me retiré hace ya 26 años, tiene todavía personal de mi época. Y les aseguro que es una empresa con éxito y de las más importantes del país. Trabajé con otra empresa que fue adquirida por una organización internacional poderosa: para mi sorpresa, los nuevos dueños no llegaron a despedir personal, por el contrario, han ampliado la plantilla. No todas las organizaciones adquiridas por empresas extranjeras, sin embargo, se manejan con esa tónica positiva por los nuevos dueños. Otros llegan con paso de conquistadores, a aprovechar el momento. Tristemente, los buenos ejemplos no son siempre los que se imitan.

El desempleo, a pesar del empeño del ministro del ramo por demostrar lo contrario, no disminuye y la calidad del trabajo es peor que la de ayer. En cuanto a la atención de la salud, a pesar de que aumente el número de personas con carnet del SISBÉN, tener carnet no es sinónimo de ser atendidas y sobre todo bien atendidas en su salud. Ojalá todo el que tenga derecho a ser atendido lo sea y bien atendido. La calidad no es mejor hoy que antes.

 

El consultorio médico manejado como taller de mecánica

 

Y se preguntan los encuestadores por qué los jóvenes profesionales emigran a otros países. Y se preguntarán con el tiempo, por qué los jóvenes valiosos no querrán estudiar medicina o la estudian, pero con la intención de emigrar a países donde su trabajo se respete. Porque aquí, también la medicina cayó en el manejo de los economistas, que creyeron que el ser humano puede ser atendido en su salud, como los carros en un taller; los mecánicos revisan los carros con tiempo cronometrado. En los talleres pueden cronometrar el tiempo necesario para una revisión mecánica, para un cambio de bujías, para una sincronización. Así pretenden que se realicen los exámenes médicos hoy.

En eso han convertido la práctica de la medicina, y la medicina así manejada se deshumanizó. Han establecido el tiempo que el médico puede dedicar a cada paciente, sin tener en cuenta las diferencias individuales. Y al médico, por otra parte, se le paga mal. Tiene que multiplicarse trabajando en varias instituciones, haciendo turnos por la noche y en los días festivos, para ganar lo suficiente. Es práctica de algunas EPS premiar o castigar económicamente al médico, según ordene más o menos exámenes de diagnóstico. Según esas entidades no es la necesidad del paciente, la que debe determinar si los exámenes son necesarios, sino el mayor o menor lucro de la institución, supuestamente encargada de prestar los servicios de salud. Hay víctimas que pagan hasta con su vida esta práctica inhumana. En mi barrio, a un vigilante le apareció un ganglio inflamado en el cuello. La EPS a la cual se encontraba afiliado se demoró varios meses en aprobarle un examen. Cuando se lo autorizó era tarde. Este joven, de sólo 27 años, estaba invadido por el cáncer.

A todas éstas, el Ministerio de Salud, unido al del Trabajo, con el nombre de Ministerio de Protección Social, parece, por su enfoque, un ministerio técnico, como si no tuviera que velar por los seres humanos del país: la salud y el trabajo de los seres humanos.

Y se preguntarán los encuestadores, por que algunos jóvenes, afortunadamente, sólo algunos, están desilusionados de la vida, porque les perece que el mundo como está y como va, no vale la pena. Hay que hacerles comprender que precisamente está en sus manos el futuro, y que ellos lo pueden cambiar. Es triste, pero debemos aceptar que no lo hicimos nosotros, cuando fue nuestro turno.

 

La Educación sin presupuesto

 

Hay decisiones económicas que son aparentemente justas pero son miopes. No miden las consecuencias si llegan a ponerse en práctica. Según el periódico El Tiempo, en su edición del domingo 19 de noviembre de 2006, la Directora de Planeación Nacional afirmó que “en el Plan (de desarrollo) está incluida la propuesta de aplicarles un impuesto a los egresados de las universidades públicas con el fin de que retribuyan parte de lo que recibieron de la sociedad cuando estaban estudiando.” Aparentemente es una idea justa, pero ¿consulta la realidad de nuestro país? Voy a leer la reacción de un egresado de la Universidad Nacional a esta noticia.[8] Dice:

A la directora del D(epartamento) N(acional) (de P(laneación) le parece “lo más lógico y equitativo del mundo, porque (según ella) mal que bien los egresados generan recursos y tienen una oportunidad frente a otras que no la tienen”

Es un deber del estado proveer educación a los colombianos, brindar a todos la oportunidad de estudiar en la universidad. Creo que la señora del DNP (y otros proponentes de este nuevo impuesto) no estén de acuerdo conmigo en esto.

Para lograr el desarrollo económico del país, y digo del país, no del egresado de la universidad pública, debe haber educación de calidad en nivel terciario (universitario), con un cubrimiento mucho, pero mucho mayor al actual. Los recursos que generan los graduados de las universidades públicas no son sólo para ellos, son para sus familias y para la sociedad en general (generando desarrollo).

Una última idea, planteada en términos de economista, continúa el joven profesional, es que lo que lograrían con esto, en un país donde sólo el 13% de la población tiene acceso a educación superior, es DESINCENTIVAR a los estudiantes para que NO estudien en universidades públicas, o peor aún, para que no vayan a la universidad, pues su única opción son las públicas. Tal vez esto sea lo que busca el gobierno, pues ahorraría plata en transferencias a las universidades. Hasta allí la reacción de un egresado de una universidad pública.

Una profesional, también graduada en universidad pública me comentó lo injusto que sería cobrar un impuesto por haber estudiado, a las personas que apenas logran, recién graduadas, empezar a mejorar su nivel de vida. Hay personas, me dijo, que siendo profesionales, sólo ganan dos salarios mínimos y tienen familia. ¿Cómo se puede progresar así?[9]

Es que a veces los funcionarios públicos que ocupan altos cargos, no se han acercado a la realidad del país. Como alguien diría, tendrían que untarse de pueblo.

No hay duda de que los países más avanzados son los que dedican un mayor esfuerzo a la educación. Aquí parece más importante tener recursos para otra cosa. No se dedica el suficiente dinero para que la educación avance, por ejemplo, con una mayor y mejor utilización de la nueva tecnología informática, de algo tan común en el mundo como es ahora internet. Todavía parece un lujo el acceso a un computador.  Si de verdad se viera el progreso que significaría para el país el uso generalizado del computador y por ende de internet, se darían las mayores facilidades para conseguirlo y se promovería su uso. ERs verdad que se hacen avances, aunque insignificantes, frente a las necesidades. Se tiene miedo, se es miope. En vez de facilitar a los jóvenes el estudio y de animarlos a que aprovechen las oportunidades que el Estado les ofrece, ahora los amenazan con que si estudian en la universidad pública tendrán que pagar un impuesto.

ICETEX presta dinero a algunos, pero es una entidad tan dura como los bancos privados y empieza a cobrar cuando los nuevos profesionales todavía están buscando empleo, o empiezan apenas a devengar sus primeras mesadas. Aprenden muy pronto, los nuevos profesionales que estudiaron con crédito de ICETEX, lo que es recibir llamadas de firmas de abogados expertos en cobranzas. Los jóvenes de hoy ¿cómo pueden mirar el futuro con optimismo, si no pueden empezar con pie firme para progresar, si no pueden pensar en matrimonio, en fundar un hogar, ni en conseguir una vivienda digna, porque el producto de su trabajo, en buena medida, y demasiado pronto, lo tienen que utilizar para devolver al Estado, lo que les debería simplemente dar? Es verdad que el párrafo anterior se escribió en 2006. Hoy, en 2012, ICETEX ha mejorado las condiciones de los créditos.

Cuando el manejo económico no tiene en cuenta su efecto en las personas, solamente considerando si las medidas producen o no más dinero, son o no técnicamente adecuadas, el manejo no es humano, no cumple con su razón de ser.

 

¿Cómo sería si…?

 

Uno piensa qué distinto sería este país sin guerrilla y sin narcotráfico. Si en vez de emplear dinero en erradicar cultivos ilícitos, se pudiera invertir en ayudar al desarrollo de los campesinos y en la tecnificación de la agricultura. Si en lugar de reparar las torres dinamitadas, se pudieran extender nuevas redes eléctricas, si en lugar de tener que emigrar para huir de la violencia, los campesinos se pudieran dedicar a su tierra y a su familia. Si los corruptos no se apropiaran del dinero del presupuesto, que es dinero de todos, especialmente de los más pobres. Si los tecnócratas fueran más humanos y pensaran más en cristiano…Si los socialistas creyeran en Dios y buscaran soluciones de verdad humanas, porque como dijo Pablo VI: (…) el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero, al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano.[10]

Fernando Díaz del Castillo Z.

Escríbanos a: reflexionesdsi@gmail.com


[1]Sollicitudo rei socialis. 35ss

[2]Ibidem

[3]Populorum progressio, 42

[4]Ibidem, 37

[5] Reflexión 28, del jueves 7 de septiembre

[6] Ministro Alberto Carrasquilla

[7] El senador Luis Guillermo Vélez (R.I.P.)

[8]Tomado del blog http://fernandodiazdelcastillo.com/bitacora/?p=234

[9]El pensamiento oficial de las autoridades de la Universidad Nacional puede verse en http://fernandodiazdelcastillo.com/bitacora/?p=237 Véase también en UNPeriódico Nº 100, diciembre 10, 2006: “Sobre costo de matrículas y equidad”, por Moisés Wasserman, Rector Universidad Nacional de Colombia.

[10]Populorum progressio, 42, H. de Lubac, S.J., Le drame de l’humanisme athée, 3ª ed., (Paris, Spes, 1945) p. 10

Reflexión 38 Jueves 16 de noviembre 2006

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 42-43

Cambiar al hombre para que cambien las Instituciones

¿Cuál es el Papel de los Laicos?

 

Recordemos que en nuestras reflexiones estamos leyendo y comentando el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, el libro preparado por el Pontificio Consejo Justicia y Paz, por encargo de Juan Pablo II. En este libro, que es como el Catecismo Social de la iglesia, se recoge de manera estructurada la Doctrina Social católica, fundada en la Sagrada Escritura, en los documentos del Magisterio y en la Tradición; por lo tanto también en las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, que son muy importantes en la formación de la tradición. En la columna de la derecha se encuentran todas estas reflexiones transmitidas ya por Radio María de Colombia. Con un clic, usted escoge cuál desea leer.

En la reflexión anterior terminamos el estudio del Nº 42. Hoy, Dios mediante, terminaremos la consideración del  Nº 43.

En el 42 la Iglesia nos enseña que la verdadera renovación de las relaciones con los demás y los cambios necesarios en la sociedad, requieren un cambio interior de las personas y también un cambio en las instituciones y en las condiciones de vida que inducen al pecado. Recordemos que hay condiciones de vida que mueven a lo ilegal, inclusive al delito, con la pretensión, por ejemplo, de salir del estado de pobreza absoluta. Lo necesario es cambiar esas condiciones de injusticia, pero no apoyados en otro pecado. Hay que cambiar lo malo, pero no con otro mal.

Al hablar del cambio interior de las personas, lo que en realidad se nos dice es que se requiere una conversión, que nos lleve a pensar y a actuar con los criterios del Evangelio. Si se produce el cambio de las personas, se puede esperar con optimismo el cambio de las instituciones, pues son las personas las que las manejan. No es posible cambiar las instituciones, si las personas que las conforman no cambian primero.

También dedicamos algún espacio a terminar la reflexión sobre el papel de los laicos en estos cambios necesarios en el mundo. El laico vive en medio de esas instituciones que requieren cambio, tiene muchas veces cargos de responsabilidad en ellas, y cuando ocupa cargos de dirección, sus decisiones con frecuencia inciden definitivamente en la orientación de la organización.

Al tratar sobre el cambio de las instituciones y de las condiciones de vida, para conseguir que el mundo llegue a ser un mundo justo, manejado con los criterios y principios del Evangelio, era necesario referirnos a la vocación de los laicos, que estamos inmersos en el mundo, y por el bautismo estamos llamados a llevar la buena nueva de Jesucristo. Por eso vimos algo de tres documentos, esenciales para comprender nuestro papel en la Iglesia: el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen Gentium (Cristo luz de los pueblos), del Concilio Vaticano II, sobre la Iglesia. Esta constitución, en los Nº 39-42 trata sobre la “universal vocación a la santidad en la Iglesia”. Nos referimos también a otro documento esencial para conocer la vocación del laico: la exhortación apostólica Christifideles laici, de Juan Pablo II y finalmente, el decreto Apostolicam actuositatem, del Vaticano II, sobre el apostolado de los seglares.

Los laicos que participamos en alguna forma en la evangelización, debemos leer y meditar estos documentos para comprender nuestra vocación en la iglesia.

Hay otros documentos que se refieren al apostolado de los seglares, pero éstos que acabamos de nombrar son imprescindibles para comprender nuestra función en la Iglesia. La exhortación Christifideles laici, explica en el Nº 21 y siguientes, los ministerios y los carismas, dones del Espíritu Santo a la Iglesia, en cuanto corresponden a los diversos ministerios, oficios y funciones de los bautizados.

Recordemos a continuación algunos puntos esenciales sobre nuestra vocación como seglares.

 

La misión de los laicos en el mundo

 

La misión salvífica de la Iglesia en el mundo, es llevada a cabo no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por los fieles laicos. La razón de esta misión, como nos enseña la Iglesia, es que los laicos participamos en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo por gracia del bautismo, de la confirmación y en los casados por el matrimonio. Pero no nos equivoquemos; es necesario que tengamos claro que nuestra participación, como laicos, en la misión salvadora de la Iglesia, no es igual a la de los ministros que han recibido el sacramento del Orden. Nuestra participación es en nuestra propia medida.

El derecho Canónico, en particular el Canon 230, señala en qué funciones los laicos podemos suplir a los sacerdotes y a los diáconos por necesidad o conveniencia, como son los casos de participar en la Eucaristía como lectores o como acólitos o en la distribución de la comunión. Pero debemos tener en cuenta, como lo dijo Juan Pablo II en la misma exhortación Christifideles laici, que no es la tarea lo que constituye el ministerio sino la ordenación sacramental. De manera que podemos suplir a los ministros ordenados en algunos oficios, pero eso no nos convierte en pastores.

Como la Iglesia universal a la cual pertenecemos, se hace presente a través de las diócesis y de las parroquias, los laicos estamos llamados a vivir plenamente nuestra pertenencia a la Iglesia en nuestra Iglesia particular, es decir en nuestra diócesis y en nuestra parroquia. A través de ellas, estamos también llamados a extender nuestra labor apostólica a la atención de las necesidades de todo el Pueblo de Dios, en los ámbitos interparroquial, interdiocesano, nacional e internacional. Pertenecemos a la Iglesia Católica, es decir universal. Las obras de evangelización en los países de misión, por ejemplo, no se podrían llevar a cabo sin la unión de la Iglesia universal con ellas.

Los laicos son cada vez más tenidos en cuenta en la Iglesia. Algunos son llamados a participar en los Sínodos diocesanos y en los concilios particulares. Los Concilios Ecuménicos son los que reúnen a los obispos de toda la Iglesia. Los diocesanos y particulares reúnen a las Iglesias particulares. Son reuniones regionales.

El criterio general de la Iglesia sobre la labor del laico es fundamental y lo establece Juan Pablo II en Christifideles laici en el Nº 27. Dice allí: Dentro de las comunidades de la Iglesia su acción (de los laicos) es tan necesaria, que sin ella, el mismo apostolado de los Pastores no podría alcanzar, la mayor parte de las veces, su plena eficacia.

La misión del laico, la podemos concluir del estudio de los documentos del magisterio; nos enseñan que su misión se realiza en particular, en la gestión de las realidades temporales, en las actividades que son propias de la vida seglar, de manera que las ordenemos según Dios.

A este respecto nos viene bien recordar algo que aprendimos desde el primer programa sobre la Doctrina Social de la Iglesia, y es que tenemos el encargo de colaborar en la construcción del Reino de Dios en la tierra. Esa es la misión salvífica de la Iglesia. Como Dios vino a salvar al hombre de manera integral, y en el mundo en el que vivimos intervienen la economía y el trabajo, la técnica, las comunicaciones, la política, la comunidad internacional, los mercados, la cultura, la familia, en fin, todo lo que constituye la vida de la sociedad, allí tiene que estar la Iglesia llevando a Jesucristo, y por ser ese el medio natural de sus actividades, el laico tiene allí una labor importante que desarrollar: orientar hacia Dios esas actividades, que en sí mismas son neutras y que si no intervenimos, se pueden manejar, como pasa, prescindiendo de los principios del Evangelio.

 

Obreros en la construcción del reino

 

De manera que estamos llamados a ordenar el mundo en el que vivimos, que sólo impregnado del Evangelio puede llegar a ser el mundo como Dios, su Creador, lo quiere, un mundo de justicia, de amor y de paz. El plan de Dios, cuando creó el mundo, no fue hacer un mundo desgraciado. Nuestro encargo, nuestra vocación, de acuerdo con el plan de Dios, es ser instrumentos en la construcción del Reino, es decir de una sociedad justa y fraterna, una sociedad que viva una vida lo más parecida a la vida de Dios. Sabemos que a la perfección de esa vida en Dios, sólo se llegará al final, pero tenemos una misión que cumplir en el proceso de su construcción.

Tengamos presentes las palabras de Benedicto XVI en su primera audiencia del nuevo año 2006, cuando comentó el himno cristológico contenido en la Carta de San Pablo a los Colosenses, y explicó que el Apóstol nos indica una cosa muy importante: que la historia tiene una meta, tiene una dirección, la historia va hacia la humanidad unida en Cristo, va así hacia el hombre perfecto, va hacia el humanismo perfecto, hacia la humanidad divinizada, y por lo tanto realmente humanizada.

Hay progreso y evolución hacia Cristo en la historia

 

Benedicto XVI, continuó que san Pablo nos dice que hay verdaderamente progreso en la historia, que hay una evolución en la historia. El progreso es todo lo que nos acerca a Cristo y nos acerca de esta manera, a la humanidad unida al verdadero humanismo. Detrás de estas indicaciones se esconde además un imperativo para nosotros: trabajar por el progreso, cosa en la que creemos todos. Todos podemos trabajar por el acercamiento de los hombres a Cristo, podemos hacerlo conformándonos personalmente a Cristo y de esta manera caminar en la línea del verdadero progreso. También esas eran palabras de Benedicto XVI.

Si escuchamos esa voz autorizada del Papa, nos damos cuenta de que nos está invitando a la conversión: el camino es conformarnos personalmente a Cristo. En la práctica esto significa que el cristiano está llamado a acercar el mundo a Cristo: al mundo de la economía, de la política, al de los mercados, de la técnica, de la ciencia, del arte. Todo puede ser bueno si se utiliza para llevar a Cristo el universo.

Si consideramos el campo social, vemos que la tarea de la Iglesia es inmensa. Basta citar una vez más las palabras de Juan Pablo II, en su Carta Apostólica Novo millenio ineunte, Nº 50-51, en la cual presenta un panorama muy realista y muy triste, en el que tiene que trabajar el hombre, para cambiar su mundo. Dice así:

¿Cómo es posible que, en nuestro tiempo, haya todavía quien se muere de hambre; quien está condenado al analfabetismo; quien carece de la asistencia médica más elemental; quien no tiene techo donde cobijarse? El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las antiguas añadimos las nuevas pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sin sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la enfermedad, a la marginación o a la discriminación social… ¿Podemos quedar al margen ante las perspectivas de un desequilibrio ecológico, que hace inhabitables y enemigas del hombre vastas áreas del planeta? ¿O ante los problemas de la paz, amenazada a menudo por la pesadilla de guerras catastróficas? ¿O frente al vilipendio de los derechos humanos fundamentales de tantas personas, especialmente de los niños?

Cuál debe ser nuestro papel para cambiar ese panorama, lo expresa más adelante en el mismo documento el Santo Padre, cuando dice: El amor cristiano impulsa a la denuncia, a la propuesta y al compromiso con proyección cultural y social, a una laboriosidad eficaz, que apremia a cuantos sienten en su corazón una sincera preocupación por la suerte del hombre a ofrecer su propia contribución.

Volvamos ahora al Nº 43 que habíamos comenzado en la reflexión pasada. Leámoslo:

No es posible amar al prójimo como a sí mismo y perseverar en esta actitud, sin la firme y constante determinación de esforzarse por lograr el bien de todos y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos (esta frase final: todos somos responsables de todos, es una afirmación de Juan Pablo II en Sollicitudo rei socialis, en el Nº 38.) Y continúa el Compendio: Según la enseñanza conciliar, quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo. (Gaudium et Spes, 28)

Nos detuvimos a reflexionar sobre estas palabras. No es malo repetir que quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. A veces olvidamos el respeto y amor, cuando nos referimos a los que piensan distinto a nosotros. La caridad cristiana es exigente. De ese párrafo del Nº 43, entresaquemos otras ideas centrales:

Dice que: No es posible amar al prójimo como a sí mismo y perseverar en esta actitud, sin la firme y constante determinación de esforzarse por lograr el bien de todos y de cada uno. De manera que no se niega que sea difícil amar al prójimo como a uno mismo de modo perseverante. Es fácil amar a los amigos y a los que nos hacen bien. Qué difícil es amar a los que no nos caen bien, a los que nos han hecho algún mal. Y el Compendio nos dice que eso no es posible sin una firme y constante determinación; que no es posible sin esfuerzo. Se trata de hacer el bien a todos, no sólo a nuestros amigos. A este propósito, recordamos que la exigencia de amar al enemigo es una característica cristiana. Amar a los amigos lo hacen también los paganos. Ya hemos considerado que estas exigencias del Evangelio no las podemos cumplir sin la ayuda de la gracia, pero la gracia está para dársenos: pidámosla.

Cita el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia a Juan Pablo II, cuando afirma que todos somos responsables de todos. El Santo Padre se está refiriendo en esta cita de la encíclica Sollicitudo rei socialis, a la solidaridad necesaria para superar el mal moral, fruto de muchos pecados que llevan a «estructuras» de pecado en el desarrollo de los pueblos[1].

El capítulo V de la encíclica Sollicitudo rei socialis, se dedica a Una lectura teológica de los problemas modernos. Dice el Papa que no sólo por razones económicas y políticas no se ha dado el desarrollo de los pueblos, sino que hay causas de orden moral, es decir que tienen que ver con la conducta humana, que ponen un freno al desarrollo e impiden su realización plena.

Decisiones morales en economía y política

Cuando se ataca a la Iglesia por hablar de temas que se consideran sólo de índole técnica o política, hay que tener esto presente. No es cierto que el manejo de la política y de la economía no tenga que ver con la moral. Las decisiones que toman los economistas y los políticos, pueden afectar al hombre o al mundo creado, y entonces son decisiones esencialmente morales. Para nosotros, cristianos, esas decisiones se deben inspirar en los principios de la fe con la ayuda de la gracia divina.[2]

Los invito a leer con detención esta sección de la encíclica Sollicitudo rei socialis, del Nº 35 al 38. Juan Pablo II hace allí una esclarecedora presentación de las estructuras de pecado, que dominan la situación del mundo contemporáneo; entre otras razones por dos actitudes de pecado: el afán de ganancia exclusiva, y la sed de poder con el fin de imponer a los demás la propia voluntad, y estas dos actitudes «a cualquier precio».[3] Obtener ganancias y adquirir poder, sin pararse a pensar si los medios que se utilizan son o no inmorales. A algunos lo mueve sobre todo la codicia, a otros les es irresistible el ansia de poder. Hay personalidades que se caracterizan por estos motivadores de su conducta y son dos motivadores muy fuertes, que requieren la moderación de la fe y de la caridad. Algunas personalidades se caracterizan porque la fuerza que los mueve a actuar es el dinero, a otros los mueve el poder, para imponer a los demás su propia voluntad.

También los no creyentes

Y Juan Pablo II dice que no es suficiente diagnosticar el mal, sino que hay identificar el camino que se debe seguir para superarlo. El camino que hay que seguir reconoce el Papa que es largo y complejo, pero debe emprenderse decididamente. Los creyentes nos fundamos en la fe, para estar convencidos de la necesidad de que todos los hombres puedan vivir una vida digna. El Papa se dirige también a los no creyentes, porque sin su colaboración no será posible la construcción de unas condiciones dignas, justas, para todos. A ellos les dice el Papa:

Es de desear que también los hombres y las mujeres sin una fe explícita se convenzan de que los obstáculos opuestos al pleno desarrollo no son solamente de orden económico, sino que dependen de actitudes más profundas que se traducen, para el ser humano, en valores absolutos. En este sentido, es de esperar que todos aquellos que, en una u otra medida son responsables de una «vida más humana» para sus semejantes – estén inspirados o no por una fe religiosa – se den cuenta plenamente de la necesidad urgente de un cambio en las actitudes espirituales que definen las relaciones de cada hombre consigo mismo, con el prójimo, con las comunidades humanas, incluso las más lejanas, y con la naturaleza, y ello en función de unos valores superiores, como el bien común, o el pleno desarrollo de todo hombre y de todos lo hombres, según la feliz expresión de la encíclica Populorum progressio.[4]

¿Organizar la tierra sin Dios?

 

Esta cita que Juan Pablo II hace de la encíclica Populorum progressio, de Pablo VI, es muy interesante. En este documento el Papa concluye que cuando se emprende el desarrollo, lo que hay que promover es un humanismo pleno, un desarrollo integral de todo el hombre y de todos los hombres, y para lograr ese humanismo pleno, ese desarrollo integral, no se puede prescindir de Dios, pues, dice Pablo VI: Ciertamente el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero, –explica citando al P. Henri de Lubac, S.J. -: al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano.[5] No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto, en el reconocimiento de una vocación, que da la idea verdadera de la vida humana.

La solidaridad como la Iglesia la propone

Veíamos antes, en nuestra reflexión del Nº 42, que la verdadera renovación de las relaciones con las demás personas, y los cambios necesarios en la sociedad, – necesarios en el mundo,- requieren un cambio interior de las personas, y también un cambio en las instituciones y en las condiciones de vida que inducen al pecado. Cambio interior de las personas, cambio de las instituciones que inducen al pecado, nos decía el Compendio. Es que el Compendio de la D.S.I. habla el mismo lenguaje de los Papas; ahora Juan Pablo II, en Sollicitudo rei socialis habla de las estructuras de pecado que manejan el mundo, y habla por eso de la necesidad de cambio, de la necesidad de conversión. Leamos unas líneas más; dice el Santo Padre:

Para los cristianos, así como para quienes la palabra «pecado» tiene un significado teológico preciso, este cambio de actitud o de mentalidad, o de modo de ser, se llama en el lenguaje bíblico «conversión» (cf Mc 1,15; Lc 13,35; Is 30,15). Esta conversión indica especialmente relación a Dios, al pecado cometido, a sus consecuencias, y, por tanto al prójimo, individuo o comunidad. Es Dios, en «cuyas manos están los corazones de los poderosos»[6]

T  Tengamos presente que estamos reflexionando sobre la mención que de la necesidad de la solidaridad, hace el Nº 43 del Compendio. Volvamos a leer esta parte. Dice:

No es posible amar al prójimo como a uno mismo y perseverar en esta actitud, sin la firme y constante determinación de esforzarse por lograr el bien de todos y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos.

Veíamos que esa es una afirmación de Juan Pablo II en Sollicitudo rei socialis, esta actitud hacia el prójimo requiere nuestra conversión. Veamos cómo sigue Juan Pablo II en la misma encíclica Sollicitudo rei socialis:

En el camino hacia esta deseada conversión, hacia la superación de los obstáculos morales para el desarrollo, se puede señalar ya, como valor positivo y moral, la conciencia creciente de la interdependencia entre los hombres y entre las naciones. El hecho de que los hombres y mujeres, en muchas partes del mundo, sientan como propias las injusticias y las violaciones de los derechos humanos, cometidas en países lejanos, que posiblemente visitarán, es un signo más de que esta realidad es transformada en conciencia , que adquiere así una connotación moral.

Más adelante Juan Pablo II explica cómo es la solidaridad que propone, con estas palabras: (…) la solidaridad que proponemos es un camino hacia la paz y hacia el desarrollo. En efecto, la paz del mundo es inconcebible si no se logra reconocer, por parte de los responsables, que la interdependencia exige de por sí la superación de la política de los bloques, la renuncia a toda forma de imperialismo económico, militar o político y la transformación de la mutua desconfianza en colaboración.

Como vemos, el mundo anda lejos de la solidaridad como la Iglesia la propone: el mundo se sigue dividiendo en bloques, y las negociaciones comerciales son por bloques. Es difícil combatir así la inequidad. Cada país, cada región, cada bloque, busca solo que le vaya bien, así a los otros les vaya mal.

Para terminar este tema de la solidaridad, veamos cómo el Papa refuerza el pensamiento que ya habíamos estudiado, sobre nuestro papel como administradores de la creación. En el mismo número 39 de Sollicitudo rei socialis dice Juan Pablo II.

La interdependencia debe convertirse en solidaridad, fundada en el principio de que los bienes de la creación están destinados a todos. Y lo que la industria humana produce con la elaboración de las materias primas y con la aportación del trabajo debe servir igualmente al bien de todos.

En el Nº 40 de Sollicitudo rei socialis, afirma Juan Pablo II, que La solidaridad es sin duda una virtud cristiana y que se pueden vislumbrar numerosos puntos de contacto entre ella y la caridad, que es signo distintivo de los discípulos de Cristo (cf Jn 13,35). Eso explicaría por qué en el mundo, empeñado en ser cada vez menos cristiano, no es la solidaridad sino el egoísmo el que impera.

Terminemos la reflexión de hoy con las últimas líneas del Nº 43 que estamos estudiando. El panorama no parece muy optimista, pero el creyente cuenta con Dios. Oigamos estas últimas líneas:

quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo. (Gaudium et Spes, 28)

En este camino es necesaria la gracia, que Dios ofrece al hombre para ayudarlo a superar sus fracasos, para arrancarlo de la espiral de la mentira y de la violencia, para sostenerlo y animarlo a volver a tejer, con renovada disponibilidad, una red de relaciones auténticas y sinceras con sus semejantes.[7]


[1] Sollicitudo rei socialis. 35ss

[2] Ibidem

[3] Ibidem, 37

[4] Populorum progressio, 42

[5] H. de Lubac, S.J., Le drame de l’humanisme athée, 3ª ed., (Paris, Spes, 1945) p. 10

[6] Cf Liturgia de las Horas, Feria III, Semana III del Tiempo ordinario, Preces y Vísperas

[7] Cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1889

Reflexión 37 Jueves 9 de noviembre 2006

 

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 42


En este ‘blog’ presentamos reflexiones sobre la Doctrina Social de la Iglesia basados en el “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia” que se han transmitido por Radio María de Colombia. En la columna de la derecha las encuentra todas. Con un clic entra usted en la que desee.

 

Pongámonos al día

En nuestras reflexiones seguimos el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, el libro preparado por el Pontificio Consejo Justicia y Paz, por encargo de Juan Pablo II. En este libro, que es como el Catecismo Social de la iglesia, se recoge de manera estructurada la Doctrina Social católica, fundada en la Sagrada Escritura, en los documentos del Magisterio y en la Tradición, por lo tanto también en el pensamiento de los Padres de la Iglesia, que es muy importante en la formación de la tradición.

En la reflexión anterior continuamos estudiando el Nº 42, donde nos dice la Iglesia que una renovación real de las relaciones con las demás personas, y que los cambios necesarios en la sociedad requieren un cambio interior de las personas, y también un cambio en las instituciones y en las condiciones de vida que inducen al pecado. A este propósito dedicamos algún espacio a reflexionar sobre el papel de los laicos en estos cambios necesarios en el mundo. Al hablar del cambio interior de las personas, lo que en realidad se está diciendo es que se requiere una conversión que nos lleve a pensar y a actuar con los criterios del Evangelio. No es posible cambiar las instituciones, si las personas que las conforman no cambian primero.

Por esta razón, la última parte de la reflexión anterior la dedicamos a reflexionar sobre la santidad a la que estamos llamados todos los cristianos, y decíamos que no se trata de una santidad de aureola ni de figurar en el santoral, sino que estamos llamados a una vida de seguimiento de Cristo, que eso es una vida de santidad. A este propósito citamos a Juan Pablo II, quien nos recuerda en la exhortación Christifideles laici que, en sus palabras textuales,

(…) el Concilio Vaticano II pronunció palabras altamente luminosas sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un Concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana, que era lo que se buscaba en el Vaticano II.

Añadía el Papa que  Esta consigna no es una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia (…) y añadía a este propósito, que contamos con el eficaz auxilio del Espíritu Santo, y lo decía con unas palabras maravillosas, que exaltan la dignidad del bautizado. Estas son las palabras de Juan Pablo II, que leímos la semana pasada: El espíritu que santificó la naturaleza humana de Jesús en el seno virginal de María (cf. Lc 1,35), es el mismo Espíritu que vive y obra en la Iglesia, con el fin de comunicarle la santidad. No somos plenamente conscientes de la dignidad de que estamos revestidos, por regalo de la misericordia de Dios.

 

No somos plenamente conscientes de la dignidad de la que estamos revestidos, por regalo de la misericordia de Dios

 

Por el bautismo al que fuimos llamados sin mérito nuestro, hacemos parte del misterio de la Iglesia, participamos de la vida divina que se nos comunica por la gracia, y es el mismo Espíritu Santo que santificó la naturaleza humana de Jesús en el seno virginal de María (cf. Lc 1,35), el mismo Espíritu que vive y obra en la Iglesia, con el fin de comunicarle la santidad del Hijo de Dios hecho hombre. Son palabras de Juan Pablo II, como acabamos de oír. Por lo tanto es también el mismo Espíritu el que se nos comunica y obra en nosotros, por medio de los sacramentos.

¿Cómo no hemos de agradecer el don de ser cristianos, y cómo no vamos a comprender que estamos llamados a la santidad, por ser miembros de la Iglesia, del misterio de la Iglesia, como dice el Papa, miembros del Cuerpo Místico de Cristo? Es un reto al que sólo podemos responder con la ayuda del Espíritu que está presto a dársenos, en la Iglesia, por medio de los sacramentos.

Aprovechando la cercanía de la festividad de Todos los Santos, citamos en la reflexión pasada, algunas frases del capuchino predicador de la Casa Pontificia, el P. Raniero Cantalamessa, en la liturgia de esa solemnidad de Todos los Santos. Recordemos algunas de esas frases:

La santidad puede comportar fenómenos extraordinarios, pero no se identifica con ellos

 

Lo primero que hay que hacer cuando se habla de santidad, – dijo el P. Cantalemessa, – es liberar esta palabra del miedo que inspira, debido a ciertas representaciones equivocadas que nos hemos hecho de ella. La santidad puede comportar fenómenos extraordinarios, pero no se identifica con ellos. Si todos están llamados a la santidad es porque, entendida adecuadamente, está al alcance de todos, forma parte de la normalidad de la vida cristiana.

De manera que estamos llamados a la santidad, en la normalidad de la vida cristiana. No se requieren acciones extraordinarias; pero nos da miedo la santidad, porque eso sí, supone seguir a Jesús, supone renuncia, humildad, supone conversión, un cambio interior que se refleje en nuestro comportamiento. No un cambio de palabra solamente. Quizás a eso se refiere la expresión de que la santidad consiste en vivir, de modo extraordinario, la vida ordinaria, pero eso de extraordinario puede causar miedo. Lo expresó admirablemente el P. Cantalamessa, en estas palabras: 

La santidad no reside en las manos, sino en el corazón; no se decide fuera, sino dentro del hombre, y se resume en la caridad. Podríamos añadir en este mismo espíritu, que la santidad no reside sólo en las palabras, sino que se tiene que reflejar en la acción que debe que estar llena de la caridad. Sin caridad no puede haber santidad.

Fue muy importante en la homilía del P. Cantalemessa que, luego de mencionar el papel de la fe y de los sacramentos, medios fundamentales en la santificación, mencionó la necesidad del esfuerzo personal y de las buenas obras, y cómo se toman el esfuerzo personal y las buenas obras, como el único medio para manifestar la fe, traduciéndola en acto. De manera que las buenas obras son sencillamente manifestaciones de la fe. Y terminó su catequesis el P. Cantalamessa con estas palabras:

«No hay sino una tristeza: la de no ser santos», decía León Bloy, y tenía razón la Madre Teresa cuando, a un periodista que le preguntó a quemarropa qué se sentía al ser aclamada santa por todo el mundo, le respondió: «La santidad no es un lujo, es una necesidad».

Estamos viendo cómo, para que se realice la renovación de las relaciones con los demás, – es decir la transformación social, – se requiere la renovación interior de la persona humana, en su progresiva transformación con Cristo; y cómo se requiere también la renovación, el cambio de las instituciones y condiciones de vida, cuando éstas inducen al pecado. En otras palabras, estamos hablando de la necesidad de la conversión, para que se produzca el cambio social que el mundo necesita. Esto nos llevó a considerar la llamada que a la santidad tiene el cristiano, y el papel del laico en el cambio que requiere la sociedad.

Como es tan importante, continuemos un poco más con el desarrollo del tema de la vocación de los laicos. El capítulo V de la Constitución dogmática sobre la Iglesia, la Lumen Gentium (que comienza: Cristo luz de los pueblos), en los Nº 39-42 trata sobre la  “universal vocación a la santidad en la Iglesia”.

 

Ministerios, oficios y funciones propios de los laicos

 

Para que comprendamos nuestra función en la Iglesia, acudamos de nuevo a la exhortación Christifideles laici, que explica en el Nº 21 y siguientes, los ministerios y los carismas, dones del Espíritu Santo a la Iglesia, en cuanto corresponden a los diversos ministerios, oficios y funciones de los bautizados. Me parece que a veces se puede confundir nuestra misión de laicos, y algunos quisieran ejercer el oficio de los que fueron llamados a otros ministerios por el sacramento del orden. Por eso detengámonos un momento en los ministerios, oficios y funciones propios de los laicos, que se exponen en los Nº 23 y siguientes de Christifideles laici:

La misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por todos los fieles laicos.

De manera que los laicos tenemos también un llamado, a colaborar en la misión salvífica, la misión salvadora, de la Iglesia. Los laicos participamos en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo por la gracia del bautismo, de la confirmación; en los casados por el matrimonio,  y por nuestra vocación, pero, fijémonos en esta advertencia: en nuestra propia medida.

Esto quiere decir que “pastores” de la grey, son sólo los que han recibido el sacramento del orden, aunque ocasionalmente, por necesidad o utilidad de la Iglesia, según los prescrito en el derecho Canónico, (Canon 230) los laicos podamos suplir a los sacerdotes y a los diáconos, en algunas de sus funciones, como cuando nos invitan a participar en la Eucaristía como lectores o como acólitos. Inclusive el Canon 230 señala funciones que se pueden permitir, como ejercitar el ministerio de la palabra, presidir oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión.  Sin embargo, el ejercitar esas funciones no hace del fiel laico un pastor, pues como explica  Juan Pablo II en la misma Christifideles laici, no es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental. Esas tareas, que de suyo corresponden al ordenado, se encomiendan al laico en calidad de suplente.

El Papa advierte además allí mismo, que se evite un fácil y abusivo recurso a presuntas «situaciones de emergencia»o de «necesaria suplencia», allí donde no se dan objetivamente o donde es posible remediarlo con una programación pastoral más racional. De manera que si no es necesario, no se debe encargar a los laicos de las funciones propias de los ministros ordenados, que están permitidas para suplirlos en caso de necesidad o conveniencia. Bien, este tema es más propio del estudio del Catecismo, de modo que es suficiente lo dicho y más bien veamos, aunque sea brevemente, cuáles son nuestras funciones propias, en la participación en la vida de la Iglesia.

Empecemos por recordar que los fieles laicos pertenecemos a la Iglesia universal, que se hace presente a través de las diócesis y de las parroquias. Estamos llamados a vivir activamente nuestra pertenencia a nuestra Iglesia particular, es decir a nuestra diócesis y a nuestra parroquia.[1] A través de ellas estamos también llamados a tener en cuenta las necesidades de todo el Pueblo de Dios, esparcido por toda la tierra, ampliando nuestra cooperación al ámbito interparroquial, interdiocesano, nacional e internacional.

De acuerdo con el derecho de la Iglesia, los laicos participan en los Sínodos diocesanos y en los concilios particulares, provinciales y plenarios. Cada día se tiene más en cuenta a los laicos, para que participen en la vida de la Iglesia en los Consejos parroquiales y diocesanos, y su oportuno consejo es bienvenido por los pastores. Es interesante ver que en el Vaticano, desempeñan funciones importantes laicos, hombre y mujeres, por ejemplo la doctora Mary Ann Glendon, Directora de la Escuela de Derecho de la Universidad de Harvard es la presidenta de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales.

Sin embargo, – y es bueno decirlo, – a veces los laicos sentimos que no se nos tiene en cuenta lo suficiente, cuando quizás, por vivir inmersos en el mundo, podríamos aportar ideas sobre las necesidades espirituales de los fieles, que no parecen bien satisfechas por la labor de la Iglesia,  o sobre cómo mejorar los  instrumentos o recursos de llegar con la acción pastoral a nuestro medio. Los laicos no tenemos los conocimientos de la doctrina ni de la pastoral, que tienen los sacerdotes, pero sí, como es apenas natural, los fieles laicos por su profesión u oficio, tienen otros conocimientos en los asuntos temporales, que precisamente tenemos la misión de ordenar según Dios.

Apostolicam actuositatem: El dinamismo apostólico

 

La orientación del Concilio Vaticano II en el Decreto sobre el Apostolado de los laicos, dice que: Dentro de las comunidades de la Iglesia  su acción (de los laicos) es tan necesaria, que sin ella, el mismo apostolado de los Pastores no podría alcanzar, la mayor parte de las veces, su plena eficacia.[2]

Como no es posible estudiar a fondo en este programa cada documento, los invito a leer y estudiar en privado, tanto la exhortación apostólica Christifideles laici, de Juan Pablo II, como el decreto Apostolicam actuositatem, del Vaticano II sobre el apostolado de los seglares. En español, este decreto comienza con esta frase: El Concilio, con el propósito de intensificar el dinamismo apostólico del Pueblo de Dios… Éste es el documento fundamental sobre el apostolado de los seglares. Resumo solamente el tema de los capítulos en que se divide este decreto:

El capítulo 1º trata sobre la vocación de los seglares al apostolado. Trata allí sobre los fundamentos del apostolado de los laicos, la espiritualidad seglar en orden al apostolado.

El capítulo 2º trata sobre los fines que hay que lograr. El Nº 7, se refiere a la renovación cristiana de todo lo que constituye el orden temporal.

El capítulo 3º lo dedica a los diversos campos de apostolado: las comunidades de la Iglesia como la parroquia y la diócesis; dedica el Nº 11 al apostolado en la familia, el 12 al apostolado de y con los jóvenes, y al trabajo social; los Nº 13 y el 14 a los órdenes nacional e internacional.

El capítulo 4º se refiere a las diferentes formas de apostolado, tanto el apostolado individual como el apostolado que se desarrolla a través de organizaciones.

El capítulo 5º se dedica al orden que hay que observar y en este aspecto, a las relaciones con la jerarquía. Es importante también allí el tema de las relaciones de los sacerdotes y los religiosos con los laicos. Entre otras cosas pide a los sacerdotes que trabajan en las actividades apostólicas de los seglares: En diálogo continuado con los seglares, busquen con todo cuidado las formas que den mayor eficacia a la acción apostólica; promuevan el espíritu de unidad dentro de cada asociación y en las relaciones de unas con otras.

El capítulo 6º (Nº 28 y 29), trata de la Formación para el Apostolado, tema muy importante para estar en condiciones de desarrollar un apostolado eficaz. Menciona allí cómo, Además de la formación común a todos los cristianos, no pocas formas de apostolado requieren, por la variedad de personas y de ambientes, una formación específica y peculiar.

Dice el Concilio que, Además de la formación espiritual, se requiere una sólida preparación doctrinal teológica, moral, filosófica, según la diversidad de edad, condición y talento. No se descuide en modo alguno, añade el Concilio, la importancia de la cultura general unida a la formación práctica y técnica.

 

Cambio de las personas y de las instituciones y condiciones de vida

 

Recordemos que estamos viendo el Nª 42 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que trata sobre la necesidad del cambio, no sólo de las personas sino también de las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, para conseguir una renovación real de las relaciones entre las personas. Y el cambio social que necesita el mundo es eso: una renovación real de las relaciones entre las personas, en que todos nos tratemos como hijos del mismo Padre.

Leamos por última vez todo el Nº 42 del Compendio de la D.S.I., que concluye muy bien  el tema del cambio interior necesario en los cristianos, para a su vez conseguir el cambio en la sociedad:

La transformación interior de la persona humana, en su progresiva conformación con Cristo, es el presupuesto esencial de una renovación real de sus relaciones con las demás personas (de manera que para que se produzca una renovación real, de verdad, de las relaciones con los demás, se requiere una transformación individual). Y continúa, citando el Catecismo en el Nº 1888):

            Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la  persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para  obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio (Se refiere al servicio de los demás). La prioridad reconocida a la conversión del  corazón no elimina en modo alguno, sino al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida,  cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar  de oponerse a él.”

 

 Si nuestra conversión es genuina, se tiene que manifestar en nuestra relación con los demás

Antes de continuar con el Nº 43, insistamos en que, como nos dice la Iglesia en el Nº 42 que estamos terminando, no es suficiente intentar un cambio interior, trabajar por conformar nuestra vida personal con la de Cristo, si nos encerramos en nosotros mismos y nos dedicamos a trabajar sólo por nuestra conversión individual, sin efectos en nuestro entorno. Si nuestra conversión es genuina, se tiene que manifestar en nuestra relación con los demás, que tiene que ser en primer lugar, una relación de caridad y de justicia. Hay aquí una llamada a los cristianos que tienen bajo su responsabilidad la toma de decisiones en el Estado, y en las organizaciones privadas, para que su posición de creyentes sea operante, y no cohonesten leyes o normas injustas. Cohonestar quiere decir dar apariencia de justa o razonable a una acción que no lo es[3]. Es muy común que en las leyes y normas, que perjudican al más débil, se dé la apariencia de que son normas justas o razonables, pero sólo buscan de manera inequitativa, el bien de algunos con el perjuicio de los más.

Y continuemos ahora con el Nº 43, que amplía el mismo tema. Oigámoslo:

 No es posible amar al prójimo como a sí mismo y perseverar en esta actitud, sin la firme y constante determinación de esforzarse por lograr el bien de todos y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos. (Esta es una afirmación de Juan Pablo II en Sollicitudo rei socialis, en el Nº 38.) Continúa el Compendio: Según la enseñanza conciliar,

 quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo. (Gaudium et Spes, 28)

En este camino es necesaria la gracia, que Dios ofrece al hombre para ayudarlo a superar sus fracasos, para arrancarlo de la espiral de la mentira y de la violencia, para sostenerlo y animarlo a volver a tejer, con renovada disponibilidad, una red de relaciones auténticas y sinceras con sus semejantes. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1889)

 

El amor a los enemigos no es para que lo recomendemos a otros sino para que lo practiquemos también nosotros

 

Detengámonos un poquito a reflexionar sobre estas palabras. Lo que el Evangelio anuncia abarca toda la vida. No es para aplicar a veces sí y a veces no. Si nos dice que nos amemos, inclusive que amemos a los enemigos, eso es para que lo practiquemos. No es sólo para que lo recomendemos a los demás y “nosotros escurramos el bulto”. Es difícil perdonar, es difícil ver con buenos ojos al que nos ha tratado mal, es muy difícil amar al enemigo, pero todo eso es lo que se espera del cristiano. Que a los amigos también los aman los paganos, nos dice el Evangelio. Como quien dice,”eso no tiene gracia”. Amar a los que nos persiguen y calumnian es lo que es cristiano. Y eso no lo podemos conseguir sin la ayuda de la gracia.[4]

A este propósito, según las noticias internacionales, Sadam Hussein, el ex dictador de Irak, fue condenado a la pena capital. ¿Qué decimos los cristianos? ¿Aprobamos la pena de muerte o ¿estamos de acuerdo en que el único dueño de la vida es Dios?

La agencia ACIPRENSA trae algunos comentarios que nos ayudan en esta coyuntura. Según esa agencia, (06 Nov. 06 (ACI) al comentar la pena de muerte dictada contra Saddam Hussein, el Cardenal Renato Martino, Presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz, recordó que las sociedades actuales cuentan con los medios para evitar que un convicto vuelva a delinquir y “no hay necesidad de la pena capital“.

“La sociedad tiene numerosos medios para volver inofensivos a quienes cometan cualquier tipo de crimen. Por eso, no hay necesidad de la pena capital” ya que ésta no resuelve nada”, explicó el Cardenal.

El Cardenal Martino añadió que “esta sentencia podría agravar aún más la situación, que ya es trágica, en Irak” y “desafortunadamente, Irak es sólo uno de los pocos países que no han tomado la decisión civilizada de abolir la pena capital”.

En otra reacción,el P. Michele Simone, Subdirector del diario Civilta Cattolica, precisó que “salvar una vida – lo cual no significa aceptar todo lo que SaddamHussein ha hecho – es siempre algo positivo”.

“Ciertamente, la situación en Irak no será resuelta con esta sentencia de muerte. Muchos católicos, yo incluido, -dice el jesuita de la Civilta Católica -están en contra de la pena de muerte por una cuestión de principios”, explicó y manifestó que “incluso en una situación como Irak, donde hay cientos de sentencias de muerte de facto todos los días, agregar otra muerte (…) no servirá de nada”.

 

¿Amar y no saber perdonar?

 

La posición del cristiano debería ser de acuerdo con la del Padre de todos, que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta. De modo que a los enemigos no podemos desearles la muerte. ¿Nos parece dura la ley cristiana, que nos manda amar? Es difícil por nuestra condición de seres humanos, en quienes pesa el pecado original, y por eso odiamos y nos resentimos, y somos inclinados a la venganza, pero si nos vamos transformando en Cristo, que es el camino de santidad por el que estamos llamados a caminar, tendríamos que prepararnos para amar y amar de verdad. ¿Amor sin perdón? Parece que no…

El último párrafo del Nº 43 del Compendio de la D.S.I. es una perfecta conclusión para esta reflexión:

En este camino es necesaria la gracia, que Dios ofrece al hombre para ayudarlo a superar fracasos, para arrancarlo de la espiral de la mentira y de la violencia, para sostenerlo y animarlo a volver a tejer, con renovada disponibilidad, una red de relaciones auténticas y sinceras con sus semejantes.[5]

Fernando Díaz del Castillo Z.

Escríbanos a: reflexionesdsi@gmail.com


[1] Christifideles laici, 25ss

[2] Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, promulgado el 18 de noviembre de 1965, citado por Juan Pablo II en Christifideles laici, 27. No cita el Nº correspondiente del decreto.

[3] DRAE

[4] Sobre el amor a los enemigos cfr. Reflexión 15, del 18 de mayo, 2006 y John L. McKenzie, S.J., The Power and the Wisdom, An interpretation of the New Testament, Pg. 228s

[5]Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1889

Reflexión 36 Jueves 2 de noviembre 2006

Es éste un blog de estudio de la Doctrina Social de la Iglesia, que presenta en forma de reflexiones el libro “Compendio de la D.S.I.”. En la columna de la derecha encuentra todas las publicadas. Con un clic abre la que desee.

 

Compendio de la D.S.I. Nº 42

 

El discípulo de Cristo como nueva criatura

 

Estamos reflexionando sobre la tercera parte del capítulo 1º del Compendio de la D.S.I. que se titula: El Designio del Amor de Dios para la Humanidad. En la reflexión anterior continuamos el estudio del Nº 42, que sigue tratando el tema: El discípulo de Cristo como nueva criatura, y lo aplica a nuestras relaciones con los demás. Nos explica la Iglesia en este número, el cambio interior que necesitamos en nosotros mismos para que nuestras relaciones con los demás sean como deben ser las del seguidor de Cristo, y trata también sobre el cambio que se requiere en las instituciones y en las condiciones de vida cuando esas condiciones no permiten una vida digna e inducen al pecado. Leamos de nuevo el Nº 42 del Compendio de la D.S.I. Dicen así:

Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior  para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio (Se refiere al servicio a la sociedad). La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él.”

 

Necesidad del cambio, no sólo de las personas como individuos, sino también de las instituciones y condiciones de vida cuando inducen al pecado

 

Repasemos algunos puntos especialmente importantes:

Se plantea la necesidad del cambio, no sólo de las personas como individuos, sino también de las instituciones y condiciones de vida cuando inducen al pecado. Porque es claro que las instituciones y las condiciones de vida pueden ser tales, que induzcan al pecado. La pobreza extrema, por ejemplo, puede inducir al pecado. Por tratar de salir de esa situación extrema algunas personas llegan a caer en lo ilegal y en el delito. Y algunas instituciones pueden ser injustas de tal manera que lleven a tentar a la gente a buscarse justicia por su propia mano. Pueden inducir, es decir mover al pecado.

A este propósito, hablando sobre la interdependencia entre la persona humana y la sociedad, la Constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, dice en el Nº 25: (…) si la persona humana, en lo tocante al cumplimiento de su vocación, incluida la religiosa, recibe mucho de esta vida en sociedad, no se puede, sin embargo, negar que las circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su infancia, con frecuencia la apartan del bien y la inducen al mal. (…) cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia.

De manera que las circunstancias pueden estimular al pecado de tal manera, que se necesita un esfuerzo grande y la ayuda de la gracia, para no caer.

No es suficiente el cambio interior

 

Nos dice en este Nº 42 la Iglesia, que no es suficiente intentar el cambio interior, trabajar por conformar nuestra vida personal con la de Cristo, si nos encerramos en nosotros mismos y nos dedicamos a trabajar sólo por nuestra conversión individual, sin efectos en nuestro entorno. Si nuestra conversión es genuina se tiene que manifestar en nuestra relación con los demás, que tiene que ser en primer lugar una relación de caridad y de justicia.

Pienso que no hay disculpa para no tratar de mejorar nuestras relaciones con los demás, ni siquiera cuando nuestras actividades nos reducen el círculo de nuestros contactos sociales. También nuestro vínculo con otros puede ser intangible, como podría ser el vínculo espiritual por medio de la oración, en el caso de las personas consagradas a la vida contemplativa. No es indispensable el contacto de persona a persona, en esos casos.

Pero cuando la acción sea posible no la podemos omitir. Si de nosotros depende que alguna institución se conforme o no a la justicia y a la equidad; si de nosotros depende el que las condiciones de vida de alguien induzcan o no al pecado, no podemos quedar satisfechos con vivir privadamente una vida espiritual intensa, nosotros solos. Dependiendo de nuestro estado y de nuestras posibilidades, no es suficiente la conversión sin que actuemos. Especial responsabilidad cabe a las personas que trabajan en empresas o con el Estado, cuando de ellas dependen las políticas que se refieren a la justicia social, como son las condiciones laborales. Si de nosotros depende, en el ámbito de trabajo donde nos movamos, nos deberíamos oponer a toda clase de maltrato y de injusticia. A veces se despide a las personas con demasiada facilidad, por ejemplo, o se permite a algunos jefes que se excedan en el uso de su poder.

 

En algunos dirigentes políticos es clara su deficiente formación en la fe

 

Nuestra conversión individual la podemos conseguir con esfuerzo, siempre ayudados por la gracia. Se complica la situación cuando se trata de conseguir el cambio de las instituciones, porque allí entran en juego muchas voluntades. No es fácil que cambie la plana mayor de una empresa, cuando los que la dirigen sólo piensan en sus intereses económicos.

Tampoco es fácil cambiar a los políticos: parlamentarios, magistrados, al ejecutivo: presidente, ministros y otros altos funcionarios que tienen a su cargo la marcha de la nación. Porque no es suficiente que tengan voluntad política para inducir y realizar el cambio dando prioridad a la justicia social, como se requiere. En algunos altos dirigentes de la política, que hasta se llaman católicos, aparece claro en sus intervenciones que carecen de suficiente formación en la fe. Ni qué hablar de los que son claramente hostiles a toda manifestación religiosa. Antes de voluntad política, necesitan estos personajes orientación cristiana; a muchos les falta una sólida formación religiosa.

(Reviso estas notas en abril de 2012 y me llama la atención que la Corte Constitucional llamó la atención al Procurador General de la Nación y a los jueces que, según la Corte,  en sus decisiones citan una motivación religiosa. Es un asunto grave, porque el Procurador ha sido siempre muy cuidadoso en no mezclar su fe en Dios con las motivaciones de sus prinunciamientos, basados en la ética natural. Se trata de una verdadera persecución de algunos Magistrados de la Corte Constitucional, secundada por algunos medios de comunicación, porque conocen de la fe íntegra del Procurador y se sentirían más cómodos con un Procurador no creyente o uno débil).

¿Cómo cambiariar entonces las estructuras de injusticia? La Iglesia, que es Madre, y confía en la capacidad de conversión del ser humano, en el Nº 42 del Compendio que estamos estudiando, nos dice que hay que apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente al servicio de la sociedad. Tenemos que trabajar por esa conversión con los medios a nuestro alcance, comenzando por la oración.

 

Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito permanecer ocioso

 

Comentábamos la semana pasada, que los parlamentarios y gobernantes cristianos son primero individuos, responsables de hacer vida la fe que recibieron; de ayudar a la construcción del Reino de Dios, que es un reino de justicia y de amor. Sobre la vocación de los laicos recordamos algunos apartes de la exhortación apostólica “Christifideles laici” de Juan Pablo II. Es conveniente repetir algunos párrafos. En el Nº 3, refiriéndose a la llegada, que se acercaba entonces, al tercer milenio,[1] dice el Santo Padre:

Nuevas situaciones, tanto eclesiales como sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos. Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito permanecer ocioso.

Es bueno insistir en la importancia y urgencia de esa frase de Juan Pablo II que los laicos deberíamos tener presente siempre. Esta es la frase: Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito permanecer ocioso. Eran palabras de Juan Pablo II.

El Papa enumera y comenta algunas, entre la diversidad de situaciones y problemas que hoy existen en el mundo, y que además están caracterizadas por la creciente aceleración del cambio. Se detiene el Papa Juan Pablo en algunas de las tendencias preocupantes, como el secularismo; se detiene en la necesidad de lo religioso, en la dignidad de la persona humana que es despreciada o en el otro extremo, también exaltada. Enumera algunas de las formas como el ser humano es tratado como un mero instrumento, y lo convierten así en esclavo del más fuerte. Y dice:

…«el más fuerte» puede asumir diversos nombres: ideología, política, poder económico, sistemas políticos inhumanos, tecnocracia científica, avasallamiento por parte de los medios de comunicación. De nuevo nos encontramos frente a una multitud de personas, hermanos y hermanas nuestras, cuyos derechos fundamentales son violados, también como consecuencia de la excesiva tolerancia y hasta de la patente injusticia de ciertas leyes civiles: el derecho a la vida y a la integridad física, el derecho a la casa y al trabajo, el derecho a la familia y a la procreación responsable, el derecho a la participación en la vida pública y política, el derecho a la libertad de conciencia y de profesión religiosa.

 

Es por lo menos sospechoso que se defienda toda clase de libertades, pero se coarte la objeción de conciencia

 

Decíamos la semana pasada que nuestra patria no está exenta de las violaciones nombradas por Juan Pablo II, y en algunas cosas en vez de avanzar retrocedemos o avanzamos poco, como sucede con el derecho al trabajo, a la vivienda digna, a la educación. Y no se puede dejar de mencionar que, ¿cómo hablar de una Colombia defensora de la libertad, cuando ahora escuchamos declaraciones del Procurador (Maya Villazón) y de algunos Magistrados de la Corte Constitucional y otros funcionarios públicos, que atacan el derecho a la libertad de conciencia? ¿No es por lo menos sospechoso que se defienda toda clase de libertades, pero se coarte la objeción de conciencia? ¿Quién lo hubiera creído?, pero ahora hay que organizar foros para defender la objeción de conciencia, reconocida en la Constitución. Parece increíble, pero es que dependiendo del tema, se acomodan las interpretaciones…

Es bueno que repitamos también la denuncia que Juan Pablo II hace en Christifideles laici, de las violaciones de la dignidad de la persona humana:

¿Quién puede contar los niños que no han nacido porque han sido matados en el seno de sus madres, dice el Papa,  los niños abandonados y maltratados por sus mismos padres, los niños que crecen sin afecto ni educación? En algunos países, poblaciones enteras se encuentran desprovistas de casa y de trabajo; les faltan los medios más indispensables para llevar una vida digna del ser humano; y algunas carecen hasta de lo necesario para la subsistencia. Tremendos recintos de pobreza y de miserita, física y moral a la vez, se han vuelto anodinos (i.e. no nos preocupan) y como normales en la periferia de las grandes ciudades, mientras afligen mortalmente a enteros grupos humanos.

Recordamos en l a reflexión anterior, que ante el pesimismo que nos puede agobiar el panorama actual, el Papa, hombre de profunda fe en Dios y en el hombre, ve sin embargo signos de esperanza, pues añade: Una beneficiosa corriente atraviesa y penetra ya todos los pueblos de la tierra, cada vez más conscientes de la dignidad del hombre: éste no es una «cosa»o un «objeto»del cual servirse; sino que es siempre un «sujeto», dotado de consciencia y de libertad, llamado a vivir responsablemente en la sociedad y en la historia, ordenado a valores espirituales y religiosos.

 

Es papel de la Iglesia llevar a Jesucristo, que es la noticia

 

¿Qué papel puede desempeñar la Iglesia en el cambio que el mundo requiere con urgencia? Su papel, como lo dice enseguida Juan Pablo II, tiene como misión llevar a Jesucristo que es la «noticia» nueva y portadora de alegría. Y los laicos no podemos limitarnos a escuchar y esperar que la jerarquía actúe. Nos inclinamos a la crítica y se nos pasa por alto nuestra propia responsabilidad. Por eso es bueno volver a escuchar lo que nos dice Juan Pablo II en estas palabras:

En este anuncio y en este testimonio  los fieles laicos tienen un puesto original e irreemplazable:  por medio de ellos la Iglesia de Cristo está presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y amor.

 

La tarea de los laicos en que no nos pueden reemplazar ni los obispos ni los sacerdotes

 

No dejemos que estas palabras se las lleve el viento. Nos dice el Papa que tenemos una tarea en la que no nos pueden reemplazar los obispos ni los sacerdotes (Acabamos de oír que tenemos un puesto original e irreemplazable). Es bueno que meditemos sobre esa trascendental tarea que se nos encarga y tenemos que examinar si de verdad la cumplimos: la tarea es nada menos que estar presentes como signos y fuentes de esperanza y amor. ¡Qué examen de conciencia el que nos tenemos que hacer! ¿Es que podemos considerar que en el medio donde nos desenvolvemos, en la familia, en el trabajo, en el estudio, en nuestra vida social, somos signo y fuente de esperanza y amor? Es una responsabilidad muy exigente: ser signos y fuentesde esperanza y amor. Es la misión del cristiano: llevar a Cristo.

Aunque ya esa tarea sería suficiente, para no quedarnos sólo en generalidades y en bellos pensamientos y palabras, comenzamos a enumerar sólo algunas de las tareas que Juan Pablo II dice que son de los laicos. La primera tarea que nombra Juan Pablo es general, pero colosal. Oigamos:

…los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario, dice. Hemos repetido muchas veces que el laico tiene que trabajar en el desarrollo del Reino en la tierra. De manera que no nos podemos cruzar de brazos esperando la segunda venida del Señor. Tenemos trabajo que hacer. Todo lo que encierra esa sola frase de Juan Pablo II: dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Es decir volver la creación al diseño original…

Es una tarea tan enorme, que para eso se realizó la Encarnación del Hijo de Dios: para reconciliar al hombre y a toda la creación con el Creador y con ella misma, para que se dirijan armónicamente a Cristo y se restablezca el equilibrio roto por el pecado.[2] Y poniendo esta idea al alcance de nuestra comprensión nos dice el Papa en su encíclica Laborem exercens sobre el trabajo humano, que mediante nuestro trabajo, no sólo nos tenemos que ganar nuestro pan cotidiano, sino que debemos contribuir al continuo progreso de las ciencias y de la técnica y, sobre todo, a la incesante elevación cultural y moral de la sociedad.

Tenemos que utilizar para la extensión del Reino y para elevar la cultura y la moral de la sociedad las herramientas que la inteligencia humana desarrolla: la tecnología de la información y las comunicaciones, el mercadeo, la publicidad, las ciencias exactas, la biología, todas las ciencias y las técnicas son instrumentos buenos o malos, según el uso que se haga de ellas. Si las ignoramos, dejamos de aprovecharlas para el bien.

 

Llamados a ordenar lo creado al verdadero bien del hombre

 

El cristiano está llamado a colaborar en la construcción del Reino, ordenando la sociedad humana con una visión que sólo da la fe. En palabras de Juan Pablo II en Christifideles laici (Nº 14), estamos llamados a ordenar lo creado al verdadero bien del hombre. Las siguientes palabras de Juan Pablo II exaltan de modo maravilloso y hasta agobiante, la labor que puede desarrollar el laico. Dice: cuando los fieles laicos obran así (es decir ordenando lo creado al verdadero bien del hombre), participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en todos (cf Jn,12,32;1Cor 15,28).

El mundo, según Christifideles laici, es el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos. Allí, dice el documento, estamos llamados por Dios para contribuir, desde dentro a modo de fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico, y así manifiestan a Cristo ante los demás, principalmente con el testimonio de su vida y con el fulgor de su fe, esperanza y caridad.(…) Dios les manifiesta su designio en su situación intramundana, y les comunica la particular vocación de buscar el reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios.[3]

¿Qué es ordenar las realidades temporales según Dios, sino encauzar nuestro mundo según los planes de Dios? Para que eso sea realidad tenemos que empezar por encauzar nuestra propia vida según los designios de Dios. Por eso nuestra actitud tiene que ser siempre de apertura a la voluntad del Señor. ¿Señor, qué quieres que haga?, Señor, esto que estoy haciendo es lo que quieres o me estoy buscando a mí mismo, engañándome a mí mismo con la idea de que lo hago por seguir tus planes?

No dejemos de meditar en esas palabras comprometedoras, que nos recuerdan que debemos ser fermento; que tenemos que manifestar a Cristo con el testimonio de nuestra vida, con el fulgor de nuestra fe, esperanza y caridad… Se siente uno tan pequeño, cuando nos dicen que debemos dar testimonio con el fulgor de nuestra fe, esperanza y caridad…, pero una vez más, recordemos que no estamos solos, que está la fuerza del Espíritu Santo a nuestro alcance…,  sin olvidar que se requiere nuestro esfuerzo también.

Estamos estudiando el Nº 42, donde nos dice la Iglesia que una renovación real de las relaciones con las demás personas y los cambios sociales necesarios, requieren un cambio interior de las personas y en las instituciones y condiciones de vida. Estamos reflexionando sobre el papel de los laicos en estos cambios.

 

La santidad consiste en seguir a Jesucristo

 

En la última parte de la reflexión anterior, alcanzamos a mencionar que esta doctrina nos indica que estamos llamados a la santidad; no a una santidad de aureola, para tratar de figurar entre los privilegiados o en el santoral, sino que estamos llamados a una vida de seguimiento de Cristo, que eso es una vida de santidad.

Juan Pablo II nos recuerda en la exhortación Christifideles laici (16), que, en sus palabras textuales: El Concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un Concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana. Y añade el Papa que Esta consigna no es una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia (…) y podemos decir, como lo añade a continuación, que contamos con el eficaz auxilio del Espíritu Santo, pues El espíritu que santificó la naturaleza humana de Jesús en el seno virginal de María (cf. Lc 1,35), es el mismo Espíritu que vive y obra en la Iglesia, con el fin de comunicarle la santidad del Hijo de Dios hecho hombre.

Eran palabras de Juan Pablo II. ¿Nos habíamos imaginado lo grandioso de la dignidad del bautizado?

El 1 de noviembre celebramos la festividad de todos los santos. Voy a citar alguna frases de las palabras del capuchino predicador de la Casa Pontificia, el P. Raniero Cantalamessa, en la liturgia de la solemnidad de Todos los Santos. Dijo:

Los santos que la liturgia celebra en esta solemnidad no son sólo aquellos canonizados por la Iglesia y que se mencionan en nuestros calendarios. Son todos los salvados que forman la Jerusalén celeste (…) Es por lo tanto la ocasión ideal para reflexionar en la «llamada universal de todos los cristianos a la santidad».

Y continuó el P. Cantalamessa: Lo primero que hay que hacer cuando se habla de santidad, es liberar esta palabra del miedo que inspira, debido a ciertas representaciones equivocadas que nos hemos hecho de ella. La santidad puede comportar fenómenos extraordinarios, pero no se identifica con ellos. Si todos están llamados a la santidad es porque, entendida adecuadamente, está al alcance de todos, forma parte de la normalidad de la vida cristiana.

De manera que en la normalidad de la vida cristiana estamos llamados a la santidad. No se requieren acciones extraordinarias, pero nos da miedo la santidad porque eso sí, seguir a Jesús supone renuncia, supone conversión, cambio interior…

La santidad se resume en la caridad

 

Más adelante sigue el predicador pontificio: La santidad no reside en las manos, sino en el corazón; no se decide fuera, sino dentro del hombre, y se resume en la caridad.

Luego de mencionar el papel de la fe y de los sacramentos, medios fundamentales en la santificación, menciona la necesidad del esfuerzo personal y las buenas obras, y cómo no se toman el esfuerzo personal y las buenas obras como medios diferentes de la santidad, sino como el único medio para manifestar la fe, traduciéndola en acto. De manera que las buenas obras son sencillamente manifestaciones de la fe. Y terminó su catequesis el P. Cantalamessa con estas palabras:

«No hay sino una tristeza: la de no ser santos», decía León Bloy, y tenía razón la Madre Teresa cuando, a un periodista que le preguntó a quemarropa qué se sentía al ser aclamada santa por todo el mundo, le respondió: «La santidad no es un lujo, es una necesidad».

 

Fernando Díaz del Castillo Z.

Escríbanos a: reflexionesdsi@gmail.com

 


[1] Christifideles laici fue promulgada por Juan Pablo II el 30 de diciembre de 1988, en la Fiesta de la Sagrada Familia

[2] Cfr Reflexiones 25 y 26, del 17 y 24 de agosto, 2006; Pastor Gutiérrez, S.J. Comentario a Colosenses, BAC 211, Pgs. 828ss

[3] Cf Lumen Gentium 38