Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 45
Llamados a la santidad
Primero, una corta síntesis
En las reflexiones del año 2006 alcanzamos a estudiar la Introducción del Compendio, que lleva por título Un humanismo integral y solidario, y comenzamos el capítulo primero de la Primera parte, que se titula El Designio de Amor de Dios para la Humanidad. Allí reflexionamos sobre estos temas fundamentales:
La Acción Liberadora de Dios en la Historia de Israel; Jesucristo, cumplimiento del designio de amor del Padre; La Persona Humana en el Designio de amor de Dios.Vamos a comenzar ahora el Nº 45, que se refiere todavía a la Persona Humana en el designio o plan de Dios. Esta parte tiene como título: Trascendencia de la salvación y autonomía de las relaciones terrenas, y ocupa los números 45 a 48 del Compendio. Procedamos entonces, con calma.
Tengamos presente que estamos reflexionando sobre La Persona Humana en el Designio de Amor de Dios. Vimos ya que el origen y meta de la persona humana es Dios, que es Amor. En nuestro origen en el Amor, es decir en Dios, se fundamenta la sociabilidad del hombre. Fuimos creados a imagen de la Trinidad, que vive en una íntima relación de amor: del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que son, como nos enseña Benedicto XVI, siguiendo a San Agustín: el Amante, el Amado y el Amor.[1]
Por eso, porque somos imagen y semejanza de Dios, amar a los demás es de la esencia de la persona humana. Si nos aislamos, si a veces somos resentidos, si odiamos, no es porque el hombre haya sido creado con inclinación al mal, al resentimiento o al odio; esas malas inclinaciones son consecuencia del pecado original. Es una conducta de hombre viejo, como diría San Pablo. En cambio, si nuestro comportamiento es de bondad, de amor, de apertura hacia los demás, de perdón, entonces nos comportamos como nuevas criaturas, como debe hacerlo el hombre nuevo.
Reflexionamos también ya sobre la salvación cristiana, que es una iniciativa de Dios para todos los hombres, desde el momento mismo de la creación. Dios nos hizo para que participemos de su vida, por la gracia que recibimos en el bautismo, y un día en la gloria, por toda la eternidad. Finalmente, la Iglesia nos enseñó que la altísima vocación a que Dios nos llamó es posible, después del pecado original, gracias a Jesucristo, muerto y resucitado, que se encarnó para salvarnos; y que por el misterio pascual estamos llamados a transformarnos interiormente y a conformar nuestro actuar con las enseñanzas de Cristo. Es decir, gracias a la muerte y resurrección de Jesucristo, por el bautismo somos nuevas criaturas y estamos llamados a vivir como tales. Para ayudarnos a vivir como nuevas criaturas, tenemos la ayuda de los sacramentos, del Espíritu Santo que se nos da en ellos.
Estamos llamados también a perseverar en nuestro amor al prójimo, y como vimos en las dos reflexiones anteriores, nuestra relación con todo el universo tiene que ser purificada y perfeccionada por la cruz y resurrección de Cristo. Y sabemos que en este camino hacia la perfección, es necesaria la ayuda de la gracia; que nosotros solos no podríamos, pero que podemos andar este camino porque fuimos redimidos por Cristo y hechos nuevas criaturas por la acción del Espíritu Santo que nos fue dado.
Y ahora: la Trascendencia de la salvación y la autonomía de las realidades terrenas
Hasta allí una corta síntesis de lo que habíamos reflexionado antes sobre el hombre en los planes de Dios. Ahora, el Compendio nos enseña en el Nº 45 , la Trascendencia de la salvación y la autonomía de las realidades terrenas. Veamos qué quiere decir esto. Leamos completo el primer párrafo y luego lo tomamos por partes más pequeñas. Dice así:
Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre en el cual y gracias al cual el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad. El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo, que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte— muestra que lo humano cuanto más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad y en la misma libertad que le es propia. La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.
El hombre y el mundo alcanzan su realización plena, gracias a la Encarnación del Hijo de Dios
Tomemos el párrafo anterior por partes:
Comienza enseñándonos la Iglesia, que el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad, contemplados a la luz de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado. El hombre y el mundo alcanzan su realización plena, gracias a la Encarnación del Hijo de Dios. Es decir que, para comprender al hombre, hay que tener en cuenta los efectos que en él tuvo la Encarnación del Hijo de Dios. El mundo y el hombre no se comprenden plenamente, si no se tiene en cuenta a Jesucristo, el Dios encarnado. En Él y para Él fueron creadas todas las cosas.[2] Tratar de resolver de espaldas a Jesucristo o contra Jesucristo, las dificultades por las que pasan el mundo y el hombre, es una enorme equivocación. Jesucristo es necesario para comprender plenamente al mundo y al hombre. Es algo maravilloso, que nos permite entender la obra que en nuestro beneficio realizó Jesucristo, muerto y resucitado. Al meterse Dios en la humanidad, al hacerse hombre en las entrañas de la Virgen María, y luego por la muerte y resurrección de Jesucristo, la humanidad no fue ya la misma; fue elevada a una dignidad inimaginable para nuestro limitado entendimiento.
Según la explicación del Compendio, el hombre se conoce mejor en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. En este misterio conocemos los designios, los planes de Dios sobre el hombre. Quizás podamos comprender algo de este misterio del hombre, bajándonos mucho, a lo puramente terreno. Pensemos en cómo, si conocemos los planos que el arquitecto o el ingeniero han diseñado para una obra monumental, podemos conocer mejor lo que se pretende con esa obra y cómo se debe mantener, por ejemplo. Y si pasamos a algo más complejo, como es el organismo humano, trasladémonos al conocimiento que el médico adquiere, al estudiar la anatomía humana, su estructura, su organización, su fisiología, su funcionamiento interno y en contacto con el medio; con ese conocimiento, el médico puede comprender mejor al ser humano, su paciente.
En un plano infinitamente superior, como es el sobrenatural, porque el hombre no es sólo materia, podemos comprender bien al ser humano, sólo si nos adentramos en los designios de Dios sobre él. Y es asombroso; que la identidad y la libertad del hombre se comprenden en toda su dimensión, a la luz del misterio de la Encarnación, dice el Compendio. Como hemos visto, al encarnarse el Hijo de Dios, elevó a la humanidad a una dignidad más allá de la que le era propia.El Compendio utiliza las palabras: El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo. Repitamos: El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre.Y añade algo que parecería inaudito, y es que, lo que para los hombres sería infamante, es parte de la historia maravillosa del amor de Dios por el hombre: nos dice que la Encarnación del hijo de Dios llega hasta el abandono de la cruz y la muerte. Quizás estas reflexiones nos hagan comprender cómo la antropología cristiana, que considera al ser humano en todas sus dimensiones, incluyendo la sobrenatural, es infinitamente más incluyente, más completa, que las simples antropologías social o la física.
Cuando la fe nos habla de ser perfectos como el Padre Celestial, nos parece imposible, y humanamente lo es. Pero es la meta que nos pone la encarnación. Por el misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre, Dios se nos acercó tanto, que se hizo uno de nosotros. Por eso las exigencias para el cristiano son tan altas. Y para eso recibimos al Espíritu Santo, que actúa en nosotros por los sacramentos. No nos dé miedo esa invitación a la perfección; intentémoslo.
Qué bueno es poder acudir a las palabras de Juan Pablo II, quien nos marcó el camino con frases del Evangelio como: “No tengáis miedo”. Esta doctrina sobre la perfección a la que estamos llamados, no es nueva, es tan antigua como los Evangelios. Vamos a leer un poquito de las palabras de Juan Pablo II a los jóvenes, el 15 de agosto de 1990, en la solemnidad de la Asunción de María Santísima, con ocasión de la VI Jornada Mundial de la Juventud. Fueron palabras dirigidas a los jóvenes, pero igual nos deben llegar a los que ya no somos jóvenes…
¿En qué consiste la santidad?
Muy queridos jóvenes:
Como tema de la VI Jornada mundial de la juventud, he elegido las palabras de san Pablo: “Habéis recibido un espíritu de hijos” (Rm 8, 15). Son palabras que nos introducen en el misterio más profundo de la vocación cristiana: en efecto, según el designio divino hemos sido llamados a ser hijos de Dios en Cristo, por medio del Espíritu Santo.
¿Cómo no quedar asombrados ante esta perspectiva vertiginosa? ¡El hombre -un ser creado y limitado, más aún, pecador- es destinado a ser hijo de Dios! ¿Cómo no exclamar con san Juan: “Mirad cómo nos amó el Padre, quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente” (1 Jn 3, 1). ¿Cómo permanecer indiferentes ante este desafío del amor paternal de Dios que nos invita a una comunión de vida tan profunda e íntima?
Celebrando la próxima Jornada mundial, dejad que este santo asombro os invada e inspire, en cada uno de vosotros, una adhesión cada vez más filial a Dios, nuestro Padre.
El Espíritu Santo, verdadero protagonista de nuestra filiación divina, nos ha regenerado a una vida nueva en las aguas del bautismo. Desde ese momento él “se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm 8, 16).
¿Qué implica, en la vida del cristiano, ser hijo de Dios? San Pablo escribe: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14). Ser hijos de Dios significa, pues, acoger al Espíritu Santo, dejarse guiar por él, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo.
A todos vosotros, jóvenes, con ocasión de esta Jornada mundial de la Juventud, os digo: ¡Recibid el Espíritu Santo y sed fuertes en la fe! “Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad” (2 Tm 1, 7).
“Habéis recibido un espíritu de hijos…” Los hijos de Dios, es decir, los hombres renacidos en el bautismo y fortalecidos en la confirmación, son los primeros constructores de una nueva civilización, la civilización de la verdad y del amor: son la luz del mundo y la sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16).
Pienso en los profundos cambios que se están verificando en el mundo. Ante numerosos pueblos se abren las puertas de la esperanza de una vida más digna y más humana. A este propósito, vuelvo a pensar en las palabras, verdaderamente proféticas, del concilio Vaticano II: “El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución” (Gaudium et spes, 26).
Sí, el Espíritu de los hijos de Dios es fuerza propulsora de la historia de los pueblos. Él suscita en todo tiempo hombres nuevos que viven en la santidad, en la verdad y en la justicia. El mundo que, a las puertas del 2000, está buscando ansiosamente los caminos para una convivencia más solidaria, tiene urgente necesidad de poder contar con personas que, gracias al Espíritu Santo, vivan como verdaderos hijos de Dios.
Y “la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Ga 4, 6-7). San Pablo nos habla de la herencia de los hijos de Dios. Se trata de un don de vida eterna, y al mismo tiempo de un deber que tenemos que realizar ya hoy, de un proyecto de vida fascinante, sobre todo para vosotros, jóvenes, que en lo profundo de vuestros corazones lleváis la nostalgia de altos ideales.
La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida