Reflexión 44 Jueves 25 de enero 2007

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 45

 

El mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad, contemplados a la luz de Jesucristo

 

La semana pasada terminamos nuestra reflexión sobre la primera parte del Nº 45 del Compendio de la D.S.I. Leámoslo y repasemos las principales conclusiones. Luego avanzamos. Dice así:

 

Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre en el cual y gracias al cual el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad. El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo, que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte— muestra que lo humano  cuanto más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad y en la misma libertad que le es propia. La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad  y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.

De manera que el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad, contemplados a la luz de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado. Eso, dicho en palabras simples quiere decir que para comprender al hombre en toda su dimensión, hay que verlo a la luz de Jesucristo. Es que el hombre y el mundo alcanzan su realización plena, gracias a la Encarnación del Hijo de Dios. La encarnación del Hijo fue el camino que Dios escogió para redimirnos, luego del pecado original. Si Dios no hubiera intervenido en nuestro favor y hubiera dejado el hombre solo, confiado únicamente a su limitada capacidad, por causa del pecado original no habría podido nunca lograr su realización plena. Habría quedado un ser mutilado, reducido.

Veíamos que de acuerdo con estas consideraciones, para comprender al hombre en toda su dimensión, hay que tener en cuenta los efectos que en él tuvo la Encarnación del Hijo de Dios. El mundo y el hombre no se comprenden plenamente, si no se tiene en cuenta a Jesucristo, el Dios encarnado. Jesucristo es necesario para comprender plenamente al mundo y al hombre. Es algo maravilloso, que nos hace comprender mejor la obra que en nuestro beneficio realizó Jesucristo, muerto y resucitado. Al meterse Dios en la humanidad, al hacerse hombre en las entrañas de la Virgen María, y luego por la muerte y resurrección de Jesucristo, la humanidad caída no fue ya más la misma; fue elevada a una dignidad inimaginable para nuestro limitado entendimiento.

Según la explicación del Compendio, el hombre se conoce mejor en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. En este misterio conocemos los designios, los planes de Dios sobre el hombre. Podemos comprender bien al ser humano, sólo si nos adentramos en los designios de Dios sobre él.

 

En Jesucristo, la naturaleza humana asumida ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo el hombre

Nos enseña, entonces la Iglesia, que la identidad y la libertad del hombre, es decir todo lo que es el ser humano y la libertad de que está dotado, se comprenden en toda su dimensión, a la luz del misterio de la Encarnación. Si sacamos a Jesucristo de nuestro medio nos quedamos sin comprender al hombre y al mundo en toda su dimensión. No nos cansemos de repetirlo; al encarnarse el Hijo de Dios, elevó a la humanidad a una dignidad más allá de la que le era propia.El Compendio utiliza las palabras: El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo. – El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre. El hombre solo, por su cuenta, no podía acercarse así a la divinidad. Fue Dios el se acercó por esa acción de su misericordia: El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre. La encarnación es un misterio del amor de Dios, que es más grande de lo que puede nuestra comprensión.

Recordábamos la semana pasada, que el Concilio Vaticano II nos había hablado sobre el efecto que en el hombre tiene la encarnación del Hijo de Dios, en el Nº 22 de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, donde dice: El que es imagen del Dios invisible (Col 1,15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, (…), ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo el hombre.

Veíamos también que la santidad a la cual nos invita El Evangelio, es una consecuencia de esta cercanía de Dios con nosotros, por la encarnación. No es otra cosa la invitación a la santidad, que el llamamiento a ser perfectos como el Padre Celestial. Esa es la meta que el Señor nos propone y que parece humanamente imposible de alcanzar, si no fuera porque el mismo Señor nos da los medios, por la acción del Espíritu Santo. Sí, la meta que nos pone la encarnación, por el misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre, es nada menos que la santidad. Al acercarse Dios tanto a nosotros, haciéndose un hombre como nosotros, elevó a la humanidad a una inmensa dignidad y así también las exigencias para el cristiano.

 

La acción del Espíritu Santo antecede a nuestra acción, pero no obra contra nuestra voluntad. Y los sacramentos no actúan como magia

Comentábamos que este reto no nos debería asustar; porque para ayudarnos en este difícil camino recibimos al Espíritu Santo, que actúa en nosotros por los sacramentos. No nos dé miedo esa invitación a la perfección, intentémoslo. Y tengamos claro también, que sin nuestra colaboración con la gracia, no podemos avanzar en el camino de la perfección. Se necesita nuestra voluntad, nuestra acción para lograrlo. La acción del Espíritu Santo antecede a nuestra acción, pero no obra contra nuestra voluntad. Y los sacramentos no actúan como magia. No es cuestión de orar sólo con los labios, de recibir la Eucaristía con aparente gran devoción y suponer que de modo automático todo lo que hagamos es obra del Espíritu. Podemos ser muy imperfectos, así oremos con los labios y recibamos la Eucaristía, si no ayudamos poniendo nuestra parte con nuestro comportamiento [1] y si ponemos obstáculos a la obra del Señor en nosotros.

La semana pasada acudimos a las palabras de Juan Pablo II, quien nos señaló el camino con frases del Evangelio como: “No tengáis miedo”, para comprender mejor nuestra vocación a la perfección, a la que estamos todos llamados.

 

Ser hijos de Dios significa dejarse guiar por el Espíritu Santo, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo

 

Las palabras de Juan Pablo II en su mensaje a los jóvenes, con ocasión de la VI Jornada Mundial de la Juventud nos ayudan mucho a comprender la invitación a la santidad, que nos hace el Señor a todos los cristianos.Decía el Papa:

¿Qué implica, en la vida del cristiano, ser hijos de Dios? (…) Ser hijos de Dios significa, (…), acoger al Espíritu Santo, dejarse guiar por él, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo.

Y ¿qué significa la santidad en nuestra vida, eso de estar abiertos a la acción del Espíritu Santo, en nuestra historia personal? No creamos que se trata de una invitación a que seamos santos de aureola y con un nicho en nuestro templo parroquial. La santidad, – dijo Juan Pablo II en ese mensaje a los jóvenes, – es la esencial herencia de los hijos de Dios. Cristo dice: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida. Es el camino maestro que Jesús mismo nos ha indicado: “No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7, 21).

Estas otras palabras de Juan Pablo II complementan la idea sobre la santidad a la que estamos llamados: La herencia de los hijos de Dios – dijo el Papa – exige también el amor fraterno a ejemplo de Jesús, primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29): “Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 15, 12). Invocando a Dios como “Padre” es imposible no reconocer en el prójimo -quienquiera que él fuere- a un hermano que tiene derecho a nuestro amor Y el amor al prójimo no puede ser solamente de palabras. Es muy fácil decir “Los quiero mucho”, como permanentemente dicen algunos locutores y actores en la TV. O decirle a alguien: “Te estimo mucho”, pero actuar con esa persona sin caridad.

A este propósito, ese sabio librito “La Imitación de Cristo”, dedica el capítulo quinto a “Reflexionar acerca de uno mismo”, y dice: A menudo obramos mal y nos disculpamos peor. A veces nos mueve la pasión y creemos que es celo por bien de los demás.

Reprendemos y criticamos las pequeñas faltas de otros y pasamos por alto nuestras enormidades sin advertir que son más graves que las faltas de ellos.

Con facilidad y prontitud nos resentimos y hablamos de lo que nos hacen sufrir los demás, pero no nos damos cuenta de cuánto los hacemos nosotros sufrir a ellos.

Nos vendría bien, dedicar de vez en cuando un rato a meditar en las verdades que nos trae ese librito tan estimado por santos como San Ignacio de Loyola y San Juan Bosco y también por el Beato Juan XXIII. La Imitación de Cristo es el libro católico más editado, después de la Biblia.

Al final de la reflexión pasada dejamos algunas de las ideas de Juan Pablo II, para que las sigamos meditando, porque son esenciales en nuestra vida cristiana. Recordémoslas brevemente. Nos dijo Juan Pablo II que:

Ser hijos de Dios significa (…) dejarse guiar por el Espíritu Santo, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo. De manera que deberíamos preguntarnos siempre, qué quiere el Señor que hagamos; si el camino que estamos siguiendo es Su camino o es el de nuestro capricho, el de nuestro apego. Estar abiertos a la acción del Espíritu, es saber escuchar, es cuestionarnos a nosotros mismos. Pidamos al Señor que nos enseñe a escucharlo con humildad. Él habla de muchas maneras y ¿por qué no?, a través de diversas personas.

Ojalá, entonces, se nos grabe muy hondo este otro pensamiento de Juan Pablo II, que: La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida.

Y otra enseñanza, que tiene mucho que ver con la Doctrina Social de la Iglesia (DSI): La herencia de los hijos de Dios –añadió Juan Pablo II – exige también el amor fraterno a ejemplo de Jesús, “primogénito entre muchos hermanos” (cf. Rm 8, 29): “Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 15, 12). Invocando a Dios como “Padre” es imposible no reconocer en el prójimo -quienquiera que él fuere- un hermano que tiene derecho a nuestro amor.

Recordemos también que el amor a los demás, como Cristo nos lo enseñó, es sin límites. Alcanza también a los enemigos. Trajimos a cuento, la semana pasada, algunas palabras del predicador pontificio, el P. Cantalamessa, en su predicación sobre la pasión del Señor, el Viernes Santo del año 2006. Sobre el amor a los enemigos el P. Cantalamessa hizo esta reflexión muy esclarecedora:

«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos», había dicho Jesús en el cenáculo (Jn 15,13). Se desearía exclamar: Sí que existe, oh Cristo, un amor mayor que dar la vida por los amigos. ¡El tuyo! . (…) Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros»; «Cristo murió por los impíos en el tiempo señalado» (Rm 5,6-8).

Sin embargo no se tarda en descubrir que el contraste es sólo aparente. La palabra «amigos» en sentido activo indica aquellos que te aman, pero en sentido pasivo indica aquellos que son amados por ti. Jesús llama a Judas «amigo» (Mt 26,50) no porque Judas lo amara, ¡sino porque Él lo amaba! [2] No hay mayor amor que dar la propia vida por los enemigos, considerándolos amigos: he aquí el sentido de la frase de Jesús. Los hombres pueden ser, o dárselas, de enemigos de Dios; Dios nunca podrá ser enemigo del hombre. Es la terrible ventaja de los hijos sobre los padres (y sobre las madres).

Volvamos a nuestro libro de texto. Continuemos la lectura del Nº 45 del Compendio de la D.S.I., que estamos comentando. Dice:

El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo, que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte— muestra que lo humano cuanto más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad y en la misma libertad que le es propia. La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.

 

Diversos caminos a la santidad

No es posible terminar estas consideraciones sobre el modo de participar en la vida de Cristo que libera nuestra verdadera identidad, – que es la de los planes originales de Dios, – sin una última mención al camino de perfección al que estamos llamados. Participar en la vida filial de Cristo, decíamos, es participar en la vida de Cristo como Hijo de Dios Padre, encarnado. Vivir la vida como Él la vivió. Ese camino de vida nos lo indica el Evangelio, que es su palabra. Jesucristo es el Camino y seguirlo es seguir el Evangelio, que nos hace más libres, más auténticos, más humanos.

En ese seguir el camino de Cristo, cada uno encuentra su propio senderito, si está atento a la voluntad que le indique el Señor. Por eso es tan importante la oración que no sólo habla, con plegarias, sino que está también atenta para escuchar respuestas…

Y hablando de senderito, ¿cómo no recordar a Santa Teresita del Niño Jesús, que hablaba de su “caminito”? Las palabras de Juan Pablo II: La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida, las había comprendido muy bien Santa Teresita, que en la Historia de un Alma escribió: “La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos…”[3] A veces nos empeñamos en ser lo que nosotros queremos ser, y no lo que Él quiere que seamos.

 

Teresita sentía vocación a muchas cosas a la vez, pero…

 

Y también nos inquieta descubrir el camino de la santidad al que estamos llamados porque somos tan poca cosa, que nos asustamos ante las solas palabras: santidad, perfección… También Santa Teresita pasó por esas preocupaciones, porque ella, en su inmensa generosidad aspiraba a las grandes alturas. Antes de descubrir el camino de la “infancia espiritual”, Santa Teresita sentía muchas vocaciones al tiempo: de Carmelita, de Esposa y Madre, – todas como religiosa, – pero además sentía las vocaciones de Guerrero (de Dios, claro), de Sacerdote, de Apóstol, de Doctor, de Mártir. “Siento, – escribió, – en una palabra, la necesidad, el deseo de realizar, por ti, Jesús, todas las obras más heroicas…”

Sus aspiraciones eran heroicas, y si no, oigámoslas:

A pesar de mi pequeñez, querría iluminar las almas como los Profetas y los Doctores; tengo la vocación de ser Apóstol… querría recorrer la tierra, predicar tu nombre y plantar tu Cruz gloriosa en tierra de infieles. Pero, Amado mío, una sola misión no me bastaría: querría anunciar el Evangelio al mismo tiempo en las cinco partes del mundo y hasta en las islas más remotas. Querría ser misionera, no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y serlo hasta la consumación de los siglos. Pero sobre todo, querría, mi Amado Salvador, derramar mi sangre hasta la última gota.[4]

 

El caminito espiritual de Teresita

Teresita, descubrió en la oración que lo que Dios quería de ella era una vida sencilla: como religiosa de clausura no iba a tener la oportunidad de ser misionera para predicar el Evangelio en tierras de infieles, ni iba a morir mártir, confesando la fe ante sus perseguidores. Leamos algo de esa bella Historia de un Alma.

…”siempre he deseado ser santa, pero ¡ay! Siempre he constatado, cuando me he comparado a los santos, que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en las alturas y el oscuro granito de arena pisoteado por los caminantes. En vez de desalentarme, me dije: Dios no podría inspirar deseos irrealizables, por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Agrandarme es imposible. Debo soportarme tal como soy, con todas mis imperfecciones; pero quiero buscar el medio de ir al cielo por un camino muy derecho, muy corto, un caminito enteramente nuevo.”[5]

En su transparente sencillez, comenta luego Santa Teresita que quiere subir el camino de la perfección en ascensor y no tomarse el trabajo de trepar por una escalera, porque se considera muy pequeña para ese esfuerzo. Y buscó ese ascensor en la Sagrada Escritura y encontró la solución en Proverbios 9,4, que dice: Si alguno es pequeñito, que venga a mí. Y dirigiéndose al Señor, le dice: El ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús mío.

La solución que encontró Teresita para alcanzar la santidad, fue aceptar su vida ordinaria y vivirla cumpliendo la voluntad de Dios; el camino de la infancia espiritual, el camino de la pobreza espiritual, de la confianza sin limites y de la entrega al amor misericordioso.

No le fue fácil. Lo sencillo no siempre es fácil, puede ser difícil y heroico. Su vida religiosa, acompañada a veces de incomprensión, de una enfermedad dolorosa que la condujo a la muerte a los 24 años de edad, su entrega a las demás con amor sacrificado, fue el camino de la perfección. Pero no tuvo que realizar actividades reconocidas públicamente como heroicas. Tan fue así, que, una religiosa, compañera de Teresita, comentó antes de su muerte, que su vida había sido tan común y corriente que sus superioras no encontrarían qué destacar de ella cuando muriera.

Terminemos esta consideración sobre la santidad de Teresita de Lisieux, con las siguientes líneas tomadas de la introducción a la Historia de un Alma de la Editorial San Pablo: Todo santo tiene la virtud de ser “muy particular”. Dios no estandariza a los hombres; Dios no estandariza su relación de amor con nadie, y menos con los más santos. Cada santo hace visible a Cristo y hace experiencia el amor de Dios por la humanidad. Pero cada santo lo hace desde su propio contexto humano, histórico, sicológico, ambiental, familiar… En cada santo tenemos un amigo diferente que de múltiples maneras nos ilumina el camino de seguimiento de Cristo… ¡para que cada uno de nosotros haga su propio camino!

 

Fernando Díaz del Castillo Z.

Escríbanos a: reflexionesdsi@gmail.com

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[1] Sobre la necesidad de nuestra colaboración libre en el camino de la santidad, véase la Reflexión 26, del 24 de agosto 2006, sobre el Nº 39 del Compendio.

[2] Cfr. Mt, 26,50: El P. Severiano del Páramo, S.J. en su comentario al Evangelio de Mateo en BAC 207, Pg. 330, comenta: Jesucristo contesta a aquel saludo traidor con unas palabras llenas de mansedumbre. Con la palabra ‘amigo’ le recuerda los estrechos lazos que con élle han unido hasta aquel momento y le insinúa que por su parte está dispuesto a admitirle de nuevo en su amistad si hiciera penitencia por su pecado.

[3] Teresa de Lisieux, Historia de un Alma, San Pablo, Cap. I, Pg. 15

[4] Teresa de Lisieux, Historia de un Alma, San Pablo, Ibidem, Cap. IX, Pgs 310s

[5] Ibidem, Pg 335