Reflexión 34 Jueves 19 de octubre 2006

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 41-42

 

En nuestro estudio seguimos el libro: Compendio de la Doctrina Social de la  Iglesia. Estamos reflexionando sobre la tercera parte del capítulo 1º que se titula: El Designio del Amor de Dios para la Humanidad. En la reflexión anterior terminamos la consideración del Nº 41, que nos explica cómo el ser humano, gracias a la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo fue reconciliado con Dios, consigo mismo y con el universo creado. Gracias a esa acción maravillosa de Jesucristo, el ser humano es una nueva criatura, un hombre nuevo, que está llamado a seguir los pasos de Jesús. Dice el Compendio, citando la Constitución Gaudium et Spes en el Nº 22, que con el seguimiento de Jesús, la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.

Para conectar con nuestra pasada reflexión, leamos la parte final del Nº 41 del Compendio, que dice:

El discípulo de Cristo se adhiere, en la fe y mediante los sacramentos, al misterio pascual de Jesús, de modo que su hombre viejo, con sus malas inclinaciones, está crucificado con Cristo. En cuanto nueva criatura, es capaz mediante la gracia  de caminar según “una vida nueva” (Rm 6,4). Es un caminar que

Vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos  la posibilidad de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.

 

La salvación se ofrece a todos, por caminos misteriosos

 

Estas palabras de la Constitución Gaudium et Spes en el Nº 22, que afirman de manera contundente la vocación universal del hombre a la salvación, las debemos considerar con todo cuidado. Es muy claro el Concilio. Afirma que debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos los hombres la posibilidad de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual. La salvación se ofrece pues, a todos. A todos es a todos, por los caminos que pueden ser desconocidos para nosotros, pero no para la misericordia del que todo lo puede. Más aún, refiriéndose a los no cristianos de buena voluntad, afirma, como acabamos de oír, que en su corazón obra la gracia de modo invisible. 

Eso sí, nadie nos puede quitar el privilegio del que gozamos los creyentes en Cristo, el privilegio de gozar del don, del regalo gratuito de la fe. De la fe que, como confesamos en público, después de recitar el Credo, nos gloriamos en profesar. Vamos a oír un poquito más adelante una frase de San Agustín que nos exhorta a regocijarnos en la fe.

 

El don de la fe implica no sólo agradecer sino también asumir responsabilidades

 

 Ahora bien, el don de la fe implica no sólo agradecer sino también responder; esto es, asumir responsabilidades. Vimos cómo se espera que sea la respuesta del cristiano al acontecimiento del Misterio Pascual. Como una ayuda, recordamos que el Catecismo Astete, que los mayores estudiamos de niños, a la pregunta ¿Qué quiere decir cristiano?, respondía: Cristiano quiere decir hombre de Cristo. Y comprendimos que lo que se espera suceda con el discípulo, con el hombre de Cristo, como nos dice el Concilio es que se adhiera al misterio Pascual de Jesús, en la fe y mediante los sacramentos. Así, el hombre viejo, con sus malas inclinaciones se crucifica con Cristo; participa de la muerte y resurrección de Cristo.

Y volvamos a las palabras del Concilio que acabamos de leer; fijémonos bien: dice que el cristiano, mediante la gracia, es capaz, como nueva criatura, de caminar según una vida nueva. Estamos llamados entonces, a vivir de otra manera a como viven los paganos. Pueden ser reiterativas estas reflexiones, pero sólo así vamos a interiorizar estas enseñanzas.

 

Adherir en la fe supone  trasladar nuestra fe a la vida

 

Tienen mucho fondo para meditar, estas palabras. Nos dicen que la manera de participar del misterio Pascual, de la obra de Cristo muerto y resucitado, es con nuestra adhesión a este misterio en la fe y mediante los sacramentos. Gracias a los sacramentos, el Espíritu Santo nos dará las gracias necesarias para caminar según una vida nueva. No es sólo decir que creemos y recibir los sacramentos. Sabemos que sin esta ayuda no podemos nada, con sólo nuestras fuerzas, pero con esa ayuda sobrenatural, estamos llamados a caminar una vida nueva.

Adherir en la fe a Cristo muerto y resucitado, no es solamente confesar de palabra que creemos, cuando recitamos el Credo. Adherir en la fe supone  trasladar nuestra fe a la vida.

Para quien tiene fe, la visión de la vida y del mundo es distinta a la manera que de ver el mundo tiene el no creyente. Cuando escuchamos o leemos a los no creyentes, vemos qué diferente es la vida, y qué poco ordenado es el mundo que  ellos desean. Es claro lo distantes que están del plan de Dios sobre el hombre y el mundo.

En la Eucaristía del domingo nos ponemos de pie para hacer nuestra profesión de fe. En algunas ocasiones, el celebrante nos va preguntando si creemos en las verdades que va enunciando y respondemos: “Sí creo”. Al final proclamamos todos juntos: esta es nuestra fe, es la fe de la Iglesia que nos gloriamos en profesar. No es difícil confesar en voz alta que creemos, en la Iglesia, cuando todos lo hacen. Es más difícil hacerlo en nuestro tiempo en la vida social y de trabajo. Nos hemos vuelto flojos. Y no me refiero a confesar la fe recitando el Credo en la oficina o en la reunión, claro está que no, sino a confesarla asumiendo una posición de creyentes, cuando hay que opinar o tomar decisiones. La fe se confiesa cuando obramos como creyentes, mejor que, cuando la confesamos solo de palabra.

La profesión de fe, en la fórmula del Credo, termina con la palabra hebrea Amén. El Catecismo nos enseña que En hebreo, «Amén» pertenece a la misma raíz que la palabra «creer». Esta raíz expresa la solidez, la fiabilidad, la fidelidad. Así se comprende por qué el «Amén» puede expresar tanto la fidelidad de Dios hacia nosotros como nuestra confianza en Él.[1] Es por eso no cambiar la palabra Amén, por Así sea.

De Dios sabemos que no nos falla. Nosotros quisiéramos no fallar. Nos damos ánimo afirmando que creemos, porque queremos ser consecuentes con lo que decimos creer, aunque sabemos que el hombre viejo está allí todos los días, y necesitamos que la mano de Dios, por medio de la mano de María nos sostenga, nos levante para seguir en la lucha.

El Catecismo continúa en el Nº 1064 con estas palabras: (…) el «Amén» final del Credo recoge y confirma su primera palabra: «Creo». Creer es decir «Amén» a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios,  es fiarse totalmente de Él, que es el Amén de amor infinito y de perfecta fidelidad. La vida cristiana de cada día será también el «Amén» al «Creo» de la Profesión de fe del bautismo: Fijémonos: la vida cristiana debe ser un “Amén” (A continuación el Catecismo cita estas palabras de San Agustín):

            Que tu símbolo sea para ti como un espejo. Mírate en él: para ver si  crees todo lo que declaras creer. Y regocíjate todos los días   en la fe.[2]

Qué bueno que en la práctica viviéramos esa vida nueva que nos mereció Jesucristo. Porque vemos y podríamos decir que sentimos la presencia de Dios en nuestra vida y en el mundo, sobre todo cuando todo nos resulta bien. Y  cuando aparece la noche y nos parece que Dios se hubiera ocultado, en el fondo sigue esa lucecita de la fe, y sabemos que en medio de la oscuridad también está Dios, y que la Aurora va a llegar. Nuestra fe está llena de esperanza, porque está llena de la luz del misterio pascual. La vida, el mundo, se ven distintos desde la perspectiva de la Pascua.

 

El cristiano puede encontrar llena de sentido  su vida y recibir también así a la muerte

 

Hemos visto que la fe implica una libre y entera adhesión a Dios; una aceptación de los planes de Dios, que siempre serán en nuestro bien, aunque a veces no los entendamos. Y como a veces nos sentimos miserables e incapaces de vivir nuestra fe, es bueno insistir en que, conocedor de nuestra flaqueza, el Señor nos mandó al Espíritu Santo que nos ilumina y nos da la fortaleza que necesitamos. Lo malo es que a veces se nos olvida que el Espíritu Santo está presente en la Iglesia, a través de los sacramentos. Y nos alejamos de ellos. Es increíble, pero si tenemos hambre, nos ofrecen pan y no lo recibimos. Nos sentimos débiles o enfermos, tenemos el medicamento y el alimento a nuestra disposición y los ignoramos. Y confesamos que creemos que en cada sacramento se nos comunica el Espíritu Santo, pero muchas veces  los tratamos, como si fueran sólo signos externos, ritos exteriores, sin contenido. Es muy triste el ejemplo, muy repetido hoy, de las parejas que contraen matrimonio civil, pudiendo hacerlo por medio del sacramento. Seguramente lo ven vacío…no ven la diferencia…

Entonces, los que hemos sido regalados con el don de la fe podremos vivir como las nuevas criaturas en que nos convirtió el bautismo, con la ayuda del Espíritu Santo, por medio de los sacramentos. Eso sí, los necesitamos. Necesitamos la ayuda del Espíritu Santo.

Vamos a repetir el comentario de la reflexión anterior sobre los sacramentos, que, como decíamos, están a nuestro alcance… Y no son simples ritos externos. El Catecismo (1210ss) nos enseña que mediante los sacramentos de la iniciación cristiana (Bautismo, Confirmación, Eucaristía), se ponen los fundamentos de la vida cristiana. Pasa un poco como con los cimientos de las casas: no se ven, pero siguen actuando. Si se quitaran los cimientos la casa se caería. Los sacramentos siguen actuando todo el tiempo en nuestra vida, y de qué manera. El Catecismo en el Nº 1212, cita a Pablo VI en la Constitución Apostólica “Divinae Consortium naturae”, donde dice:

“La participación en la naturaleza divina, que los hombres reciben como don mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la vida natural. Los fieles renacidos en el Bautismo se fortalecen con el sacramento de la Confirmación y finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna, y así, por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez con mas abundancia  los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad”.

El trato que muchas veces se da a los sacramentos no corresponde a lo que creemos sobre ellos. Los tratamos, por lo menos a veces, como si fueran sólo una ceremonia, que obrara de modo pasajero en nuestro estado de ánimo mientras participamos en ellos. Y resulta que a través de ellos el Espíritu Santo actúa en nosotros, y los necesitamos para vivir la vida nueva, como nuevas criaturas.

 Leímos en la reflexión pasada unas bellas palabras del Cardenal Ratzinger en sus libros “Dios y el Mundo” y en “El Espíritu de la Liturgia” sobre el significado de los signos externos en los sacramentos .Dice allí: La fe no es algo etéreo, sino que se adentra en el mundo material. A su vez, mediante los signos del mundo material entramos en contacto con Dios. Dicho de otra manera: los signos son expresión de la corporalidad de nuestra fe.

 Con otras palabras: los sacramentos son una especie de contacto con el mismo Dios. Demuestran que la fe no es puramente espiritual, sino que entraña y genera comunidad, e incluye la tierra y la creación…[3]

 Fe y sacramentos: lo espiritual y lo material; lo terreno y lo espiritual

 

Es muy bella esta explicación. De manera que fe y sacramentos con sus señales externas, son lo espiritual y lo material, lo terreno y lo celestial, que se unen. Siguen la misma línea del comportamiento de Dios, que para llegar a nosotros, que somos materia, carne,  se hace carne. Los seres humanos, carne y espíritu, necesitamos de lo externo, de los sentidos, para llegar a Dios. Por eso Dios nos dejó los sacramentos vinculados a lo material: al agua, al aceite, al pan, al vino; cosas materiales que podemos ver, sentir, palpar, gustar; y Dios actúa a través de ellos.[4]

Los sacramentos no obran como magia

Como toda acción de Dios quedan confiados a nuestra libertad

 

Tengamos también presentes, para que no creamos que los sacramentos obran como magia, estas última líneas del Cardenal Ratzinger: …como toda acción de Dios, quedan confiados a nuestra libertad; no actúan (los sacramentos) como el evangelio en general mecánicamente, sino en conjunción con nuestra libertad.[5]

Con esto terminamos nuestra reflexión sobre el Nº 41 y vamos a continuar ahora el Nº 42.

 

 El discípulo de Cristo como nueva criatura, y sus relaciones con los demás

 

 El Nº 42 continúa el mismo tema, es decir: El discípulo de Cristo como nueva criatura, ahora directamente aplicado a nuestras relaciones con los demás. Recordemos que estamos viendo los fundamentos de la doctrina social, que son precisamente la doctrina sobre nuestras relaciones con los demás. Empieza así el Nº 42:

 La transformación interior de la persona humana, en su progresiva conformación con Cristo, es el presupuesto esencial de una renovación real de sus relaciones con las demás personas:

 Nos acababan de explicar que gracias a la acción salvadora de Jesucristo, a su encarnación, vida, muerte y resurrección, el ser humano es una nueva criatura, un hombre nuevo, llamado a seguir los pasos de Jesús; y añadía el Compendio, citando la Constitución Gaudium et Spes en el Nº 22, que con el seguimiento de Jesús, la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.

Veamos la conexión de esa visión de la vida que debe vivir el hombre nuevo, con la doctrina social. Ahora nos dicen que La transformación interior de la persona humana, en su progresiva conformación con Cristo, es el presupuesto esencial  de una renovación real de sus relaciones con las demás personas: Entendámoslo bien: una real renovación de nuestras relaciones con los demás, presupone nuestra transformación interior, es decir nuestra conversión. Nuestras malas relaciones con otros, el rencor, por ejemplo, necesitan nuestra transformación interior.

 Se supone que el cristiano se esfuerza para, con la ayuda de la gracia, conformar progresivamente su vida con Cristo. Utilizando una palabra que gusta ahora mucho, podemos decir que el cristiano está siempre “en el proceso” de conformar su modo de vida con el Evangelio; es decir en  proceso de aprender a vivir de acuerdo con Cristo; estamos siempre en proceso de conversión. Eso no se consigue con lavados cerebrales, ni con fusiles ni minas antipersona ni cilindros bomba. Empieza si, con agua, con el agua del bautismo y con el fuego del Espíritu Santo.

 Por eso afirmamos que la doctrina social no se funda en la sociología, ni en la política ni en la economía. El fundamento de unas relaciones sanas, buenas, con los demás,  como deben ser, de acuerdo con lo que somos: creados a imagen y semejanza de Dios, que es Amor, es nuestra conformación con Cristo, y a eso es imposible llegar sin una transformación interior. Esa clase de hombre nuevo, no se hace a la fuerza, como pretendió hacerlo el comunismo, con los lavados cerebrales ni como pretende el socialismo, amedrentando, asustando, o con solo leyes, que no siempre son justas ni equitativas, olvidándose de lo que es el hombre, creado por Dios.

 Una ley puede obligar al rico a dar como impuesto parte de su patrimonio, o como confiscación a dar todo lo que tiene;  pero seguirá tratando, con todo derecho, a formar un patrimonio nuevo o a incrementar el que tiene, pensando sólo en sí. El rico no va a entender que no es dueño absoluto de su riqueza, sino cuando comprenda y acepte que Dios lo puso de administrador. El poderoso no va a dejar de utilizar su fuerza para dominar a los otros, si no entiende que su vocación es de servicio y no de que los demás le sirvan a él. Y el guerrillero, que hoy secuestra y asesina, va a dejar de hacerlo, cuando entienda que los demás son sus hermanos y los debe tratar como a tales. Necesitamos todos la transformación interior que nos acerque a Cristo.

 Dios Santo, qué lejos estamos…¿Entonces qué esperanza hay de que el mundo cambie?…? Veamos cómo sigue el Nº 42:

 

Los genuinos cambios sociales requieren una conversión del corazón

Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior  para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio (Se refiere al servicio de los demás). La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él.”

El párrafo que acabo de leer lo toma el Compendio del Nº 1888 del Catecismo de la Iglesia Católica.

Ni es suficiente la conversión individual

 

Plantea la Iglesia nada menos que el cambio de las instituciones y condiciones de vida cuando inducen al pecado. Nos dice que no es suficiente intentar el cambio interior, el trabajar por conformar nuestra vida con la de Cristo, si eso lo entendemos sólo como trabajar por la conversión individual, sin efectos en nuestro entorno. Nuestra conversión se tiene que manifestar en nuestra relación con los demás. Si de nosotros depende que alguna institución se conforme o no a la justicia y a la equidad; si de nosotros depende el que las condiciones de vida de alguien induzcan o no al pecado, no podemos quedar satisfechos con vivir privadamente una vida espiritual intensa, nosotros solos. Dependiendo de nuestro estado y de nuestras posibilidades, no es suficiente la conversión sin acción.

No es fácil conseguir la transformación interior de todos los legisladores, o por lo menos de la mayoría de ellos, la del ejecutivo; presidente y ministros, para que todos ellos opten por introducir en las instituciones y en las condiciones de vida de los compatriotas puestos a su cuidado, las mejoras convenientes para que su vida sea digna, conforme a las normas de la justicia. Y ¿cómo transformar los corazones de los violentos que han optado más bien por la sangre y el fuego?

Sobre este tema del cambio de las instituciones y de las condiciones de vida sigue el Nº 43 que comentaremos en la próxima reflexión, si Dios quiere.


[1] Catecismo Nº 1061ss

[2] S. Agustín, serm. 58, 11,13: PL 38, 399

[3] Joseph Ratzinger, Dios y el Mundo, Galaxia Gutemberg-Círculo de Lectores, Pg. 376s

[4] Cf Joseph Ratzinger, El Espíritu de la liturgia, San Pablo, Pg. 182

[5] Ratzinger, Dios y el Mundo,  ibidem