Reflexión 33 Jueves 12 de octubre 2006

 

 

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 41

 

Estamos estudiando el primer capítulo del Compendio de la D.S.I. que nos enseña cuál es el designio o plan de Dios para la humanidad. En la reflexión  pasada continuamos el estudio del Nº 41. Este número y los tres siguientes se dedican al tema: El discípulo de Cristo como nueva criatura. Nos explica allí el Compendio que

La vida personal y social así como el actuar humano en el mundo están siempre asechados por el pecado, pero Jesucristo, “padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además, abrió el camino, con cuyo seguimiento  la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido”.

 

El ser humano, gracias a la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo fue reconciliado con Dios, consigo mismo y con el universo creado

Desde el pecado original, el universo no es como el Creador lo quería, como Él lo diseñó; el hombre empañó en sí mismo la imagen y semejanza de Dios, como fue originalmente creado. Por eso nuestro actuar en el mundo, nuestra vida personal y social, están permanentemente amenazados por el pecado. Sin embargo, gracias a la misericordia de Dios, la situación del hombre no está perdida, porque la vida, pasión y resurrección de Jesús, como nos enseña la  Constitución Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, en el Nº 22, ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado.

Leamos de nuevo con atención esa frase del Concilio: Jesucristo, por medio de su vida, pasión, muerte y resurrección ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida,[1] ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual.

De manera que el Hijo de Dios al hacerse hombre tomó, sin destruirla, la naturaleza humana y la dignificó con una dignidad a la que sólo Él podía elevar. El mundo cambió cuando Dios se hizo parte de él.

Y continúa luego el Concilio: El Hijo de Dios  con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado.[2] Hasta allí las palabras del Concilio.

Para  comprender cómo es eso de la reconciliación que nos mereció Jesucristo, reconciliación con el Padre, con nosotros mismos y con toda la creación, leímos dos textos de San Pablo: en la 2ª Carta a los Corintios, capítulo 5º, los vv. 18 y siguientes, y en Colosenses 1, 20-22 . Leámoslos de nuevo.

…el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el misterio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las trasgresiones de los hombres, sino poniendo en nuestros labios las palabras de la reconciliación.

Es San Pablo, el que escribió esto. Es palabra revelada.

Recordemos las notas de la Biblia de Jerusalén sobre estos textos, pues nos ayudan a comprender mejor lo que Cristo hizo por nosotros. Dice que Dios que había creado todas las cosas por Cristo, (Cfr Jn 1,3), restauró su obra, desordenada por el pecado, re-creándola en Cristo (Col1-15-20). El centro de esta “nueva creación”, que afecta a todo el universo, (Col 1,19s; Cf 2 P 3,13; Ap 21,1), es aquí el “hombre nuevo”, creado en Cristo (Ef 2,10), para una vida nueva, (Rm 6,4) de justicia y santidad (Ef 2,10; 4,24; Col 3,10).

Repitamos ahora la lectura del primer capítulo de Colosenses, desde la segunda parte del v. 18 al 23: Él (Cristo) es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos.

 

Todo el universo estaba asociado con el hombre en el pecado. Al ser Cristo la cabeza de todo el universo, lo asocia también a la salvación

 

Ya en otra oportunidad habíamos reflexionado sobre la salvación de todo el universo, y nos habíamos referido a este texto de San Pablo. Como la Biblia de Jerusalén nos explica, “Para Pablo, la Encarnación, coronada por la Resurrección, ha puesto a la naturaleza humana de Cristo no sólo a la cabeza del género humano, sino de todo el universo creado, asociado en la salvación, como lo había estado en el pecado.” De manera que todo el universo estaba asociado con el hombre en el pecado. Ahora, al ser Cristo la cabeza de todo el universo, lo asocia también a la salvación. La salvación del hombre, que había caído, y con él todo el universo, ha sido conseguida por la muerte y resurrección de Jesucristo

Continúa la anotación de la Biblia de Jerusalén con estas palabras: “Esta reconciliación universal engloba a todos los espíritus celestes, lo mismo que a todos los hombres. Pero no significa la salvación individual de todos, sino la salvación colectiva del mundo por su vuelta al orden y a la paz en la sumisión perfecta a Dios.”

 

La salvación que nos mereció Jesucristo es la vuelta al orden de todo el mundo pero individualmente tenemos que hacer nuestra parte

 

Como decíamos en la reflexión pasada, es importante tener en cuenta que la salvación que nos mereció Jesucristo, como nos aclaran las palabras de la Biblia de Jerusalén, es la vuelta al orden de todo el mundo; pero  individualmente tenemos que hacer nuestra parte, lo cual podremos conseguir, no solos, sino con la ayuda de la gracia. Por eso necesitamos acudir a la oración, al sacrificio, a los sacramentos… Pero sin la muerte y resurrección de Jesucristo, esto no hubiera sido posible.

 

Misión de los laicos: buscar el Reino de Dios, tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios

 

Viene bien insistir que, el volver las cosas todas al orden perfecto en Cristo, se completará al final de los tiempos. Mientras tanto tenemos la misión de ayudar en la edificación de este Reino de justicia, de amor, de armonía, de paz. Nosotros, individualmente, tenemos que trabajar en la construcción del reino en nosotros mismos. Tenemos que seguir el camino que abrió Jesucristo. Ese proceso comenzó en nuestro nuevo nacimiento, en el bautismo. Y los laicos tenemos además la misión de buscar el Reino de Dios, tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios,  como nos enseñó Juan Pablo II en Christifideles laici (Nº 15). O como dice el mismo Papa en el mismo documento: Dios ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio, el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales.

Sepultados por el bautismo en la muerte de Cristo

A propósito del nuevo nacimiento en el bautismo, recordemos la necesidad de este nuevo nacimiento, del que Jesús habló a  Nicodemo en el capítulo 3º de Juan: …”el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios”, le dijo el Señor, era una clara alusión a la recepción del Espíritu Santo, por medio del sacramento del bautismo,.

Para terminar esta parte de nuestra reflexión, volvamos a leer el comienzo del Nº 41 del Compendio, que estamos comentando:

La vida personal y social así como el actuar humano en el mundo están siempre asechados por el pecado, pero Jesucristo, “padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además, abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido”.

El discípulo de Cristo se adhiere, en la fe y mediante los sacramentos, al misterio pascual de Jesús, de modo que su hombre viejo, con sus malas inclinaciones, está crucificado en Cristo. En cuanto nueva criatura, es capaz mediante la gracia  de caminar según “una vida nueva”.

Cita aquí el Compendio a Rm 6,4, que dice: Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.

Nos explica la citada Biblia de Jerusalén, el sentido de esta figura utilizada por San Pablo: “sepultados por el bautismo en la muerte”; la inmersión en el agua del bautismo es figura de la acción de sepultar al pecador en la muerte de Cristo; el bautizado sale de esa muerte, como nueva criatura, como hombre nuevo,  por la resurrección con él, como miembro de un único Cuerpo, animado del único Espíritu. 

Significado del agua en el bautismo

 

El Cardenal Ratzinger en su libro: Introducción al espíritu de la liturgia[3], nos ofrece esta bella explicación sobre el significado del agua en el bautismo, y esta idea de la muerte y la resurrección:

La tradición eclesial distingue un doble simbolismo atribuido al agua. El agua salada del mar es símbolo de la muerte, es amenaza y peligro; el agua salada evoca el mar Rojo que fue mortal para los egipcios y del cual fueron salvados los israelitas. El Bautismo es una suerte de paso del mar Rojo. Incluye un acontecimiento de muerte. Es algo más que un baño o una ablución. Sus raíces se hunden en lo más profundo de la existencia hasta tocar la muerte. El Bautismo es una comunidad en la cruz con Cristo. He aquí lo que la imagen del Mar Rojo quiere proponernos: que el Bautismo es un misterio de muerte y resurrección (cf Rm 6,1-11). Por el contrario, el agua, que fluye de una fuente, es señal de la fuente de la que toda vida brota. Es un símbolo de vida. Por eso, era una norma de la antigua Iglesia  que se administrara el Bautismo con “agua viva”  con agua de una fuente. De este modo se podía experimentar el Bautismo como inicio de una nueva vida. Los Santos Padres vieron en el fondo de todo ello la conclusión de la historia de la Pasión, tal como refiere Juan. El cuarto evangelio dice que del costado abierto del Señor brotaron sangre y agua. El Bautismo y la Eucaristía nacen del corazón perforado de Jesús. Ese Corazón se ha convertido en una fuente viva que nos hace vivir (cf Jn 19,34s; 1Jn 5,6). En la fiesta de los Tabernáculos profetizó Jesús, que de aquel que venga a Él y beba, brotarán torrentes de agua viva.

El cuarto evangelio añade que “esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él” (Jn 7,38). El bautizado se convierte en fuente. Cuando recordamos a los grandes santos de la historia, de los que verdaderamente brotaron corrientes de fe, esperanza y caridad, podemos entender mejor lo que Jesús nos dejó dicho; entonces se nos vuelve inteligible en que consiste la dinámica del Bautismo al considerar la promesa y la misión que entraña.

 Es bellísimo cómo, todo lo que nos explican de nuestra fe, encaja perfectamente, es perfectamente coherente.

Terminamos nuestra reflexión del Nº 41, que nos explica cómo el ser humano, gracias a la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo fue reconciliado con Dios, consigo mismo y con el universo creado. Es una nueva criatura, un hombre nuevo, que está llamado a seguir los pasos de Jesús. Dice el Compendio, citando la Constitución Gaudium et Spes en el Nº 22, que con el seguimiento de Jesús, la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.

Leamos la parte final del Nº 41 del Compendio, que dice:

El discípulo de Cristo se adhiere, en la fe y mediante los sacramentos, al misterio pascual de Jesús, de modo que su hombre viejo, con sus malas inclinaciones, está crucificado con Cristo. En cuanto nueva criatura, es capaz mediante la gracia de caminar según “una vida nueva” (Rm 6,4). Es un caminar que

Vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.

 

Vocación universal del hombre a la salvación

 

Esta palabras de la Constitución Gaudium et Spes en el Nº 22, que afirman de manera contundente la vocación universal del hombre a la salvación, las debemos considerar con todo cuidado.

Veamos en qué forma se refiere el Concilio al cristiano, el discípulo de Cristo, como lo llama aquí. El Catecismo Astete, a la pregunta ¿Qué quiere decir cristiano, respondía: Cristiano quiere decir hombre de Cristo. Lo que se espera pase con el discípulo, con el hombre de Cristo, nos dice el Concilio que es, su adhesión al misterio Pascual de Jesús, en la fe y mediante los sacramentos. Así, el hombre viejo, con sus malas inclinaciones se crucifica con Cristo; participa de la muerte y resurrección de Cristo. Y fijémonos bien: mediante la gracia, es capaz, como nueva criatura, de caminar según una vida nueva. Estamos llamados a vivir de otra manera a como viven los paganos.

Tenemos mucho que meditar de estas palabras. De manera que la manera de participar del misterio Pascual, de la obra de Cristo muerto y resucitado, es con nuestra adhesión a este misterio por la fe y mediante los sacramentos. Gracias a ellos, el Espíritu Santo nos dará las gracias necesarias, para caminar según una vida nueva. Sin esta ayuda no podemos.

 

¿Qué significa adherir al misterio Pascual en la fe?

 

Parece que a los cristianos se nos pasaran por alto estas verdades tan importantes: porque nos hablan de adherir al misterio Pascual en la fe, y parece que nuestra profesión de fe en Jesucristo muerto y resucitado, se redujera a confesar, sólo de palabra, que creemos, cuando recitamos el Credo, pero sin trasladar nuestra fe a la vida, y la fe, que nos es concedida por la gracia de Dios, supone una respuesta nuestra.

Para quien tiene fe, la visión de la vida y del mundo es distinta de la manera de ver el mundo que tiene el no creyente. Basta escuchar o leer a los no creyentes lo que opinan de la vida, y el mundo desordenado que  ellos quisieran, para comprender lo distantes que están del plan de Dios.

Y nosotros deberíamos vivir esa vida nueva que nos mereció Jesucristo. Vemos, y podríamos decir que sentimos, la presencia de Dios en nuestra vida y en el mundo, sobre todo cuando todo nos resulta bien. Pero aun cuando se oscurezca el horizonte, cuando parece que Dios se hubiera escondido, en el fondo sigue esa lucecita de la fe y sabemos que en medio de la oscuridad también está Dios. Nuestra fe está llena de esperanza, porque está llena de la luz del misterio pascual. La vida, el mundo, se ven distintos desde la perspectiva de la Pascua.

Alguien me envió por internet uno de tantos pensamientos que vuelan por el ciberespacio, y me llegó cuando preparaba esta reflexión. Creo que vale la pena compartirlo con ustedes. Dice:

Cierta vez, un hombre pidió a Dios una flor…y una mariposa.

Pero Dios le dio un cactus… y una oruga.

El hombre se puso triste, pues no entendió por qué su pedido había llegado equivocado.

Luego pensó: “Bueno, es que tiene tanta gente que atender…” Y resolvió no preguntar.

Pasado algún tiempo, el hombre fue a examinar el pedido que había dejado olvidado.

Para su sorpresa, del espinoso y feo cactus había nacido la más bella flor roja. Y la oruga se había transformado en una bellísima  mariposa.

La moraleja que añaden es la que podíamos esperar: Dios hace siempre lo correcto, aunque a nuestros ojos parezca que todo está equivocado.

No siempre lo que deseas es lo que necesitas. Dios nunca falla en sus entregas. La espina de hoy… será la flor de mañana. Nosotros podríamos añadir que, el cactus y la oruga, parecen un símbolo de muerte y resurrección…

Volvamos a nuestro estudio. La fe implica una libre y entera adhesión a Dios; una aceptación de los planes de Dios, que siempre serán en nuestro bien, aunque a veces no los entendamos. Por eso, conocedor de nuestra flaqueza, el Señor nos mandó al Espíritu Santo que nos ilumina y nos da la fortaleza que necesitamos. A veces parece que se nos olvidara que el Espíritu Santo está presente en la Iglesia, a través de los sacramentos. Y nos alejamos de ellos. Tenemos hambre, nos ofrecen el pan y no nos acercamos a tomarlo. Estamos débiles o enfermos, tenemos el medicamento y el alimento a nuestra disposición y los ignoramos. En cada sacramento se nos comunica el Espíritu Santo y los tratamos como si fueran sólo signos externos, ritos exteriores sin contenido. Hoy por ejemplo, hay parejas que contraen matrimonio civil, pudiendo hacerlo por medio del sacramento. Seguramente lo ven vacío, sólo como una ceremonia social…no ven la diferencia…

Para comprender los fundamentos de la Doctrina Social de la Iglesia, el Compendio nos ha puesto a repasar nuestra fe y qué bien nos viene el repaso. De modo que los que hemos sido regalados con el don de la fe, podremos vivir como las nuevas criaturas en que nos convirtió el bautismo, con la ayuda del Espíritu Santo, por medio de los sacramentos. De verdad que este mundo necesita que lo llene el Espíritu Santo. ¡Qué distinto sería!

 

Fe y sacramentos con sus señales externas, son lo espiritual y lo material, lo terreno y lo celestial, que se unen

Los sacramentos son una especie de contacto con el mismo Dios

 

Los sacramentos, están a nuestra mano… Y no son simples ritos externos. El Catecismo (1210ss) nos enseña que mediante los sacramentos de la iniciación cristiana (Bautismo, Confirmación, Eucaristía), se ponen los fundamentos de la vida cristiana. Pasa un poco como con los cimientos de las casas: no se ven, pero siguen actuando. Si se quitaran los cimientos la casa se caería. Los sacramentos siguen actuando todo el tiempo en nuestra vida, y de qué manera. El Catecismo en el Nº 1212, cita a Pablo VI en la Constitución Apostólica “Divinae Consortium naturae”, donde dice:

“La participación en la naturaleza divina, que los hombres reciben como don mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la vida natural. Los fieles renacidos en el Bautismo se fortalecen con el sacramento de la Confirmación y finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna, y así, por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad”.

El trato que muchas veces se da a los sacramentos no corresponde a lo que creemos sobre ellos. Los tratamos, a veces, como si fueran sólo una ceremonia que obrara de modo pasajero en nuestro estado de ánimo mientras participamos en ella. Y resulta que a través de ellos el Espíritu Santo actúa en nosotros y los necesitamos para vivir la vida nueva, como nuevas criaturas.

 Sobre el significado de los signos externos en los sacramentos, el Cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI, tiene estas bellas palabras: La fe no es algo etéreo, sino que se adentra en el mundo material. A su vez, mediante los signos del mundo material entramos en contacto con Dios. Dicho de otra manera: los signos son expresión de la corporalidad de nuestra fe. Y continúa:

 Con otras palabras: los sacramentos son una especie de contacto con el mismo Dios. Demuestran que la fe no es puramente espiritual, sino que entraña y genera comunidad, e incluye la tierra y la creación…[4]

De manera que fe y sacramentos con sus señales externas, son lo espiritual y lo material, lo terreno y lo celestial, que se unen. Siguen la misma línea del comportamiento de Dios, que para llegar a nosotros se hace carne. Los seres humanos, carne y espíritu, necesitamos de lo externo para llegar a Dios. Por eso Dios  nos dejó los sacramentos vinculados a lo material: al agua, al aceite, al pan, al vino; cosas materiales que podemos ver, sentir, palpar, gustar; y Dios actúa a través de ellos.[5]

 Para que no creamos que los sacramentos obran como magia, es bueno leer  estas última líneas del Cardenal Ratzinger: …como toda acción de Dios, quedan confiados a nuestra libertad; no actúan (los sacramentos) –como el evangelio en general – mecánicamente, sino en conjunción con nuestra libertad.[6]


[1]Para comprender en qué consiste la naturaleza humana de Cristo, Cfr. Catecismo Nº 467, El Concilio Vaticano cita en la Gaudium et Spes, 22, los Concilio II y III de Constantinopla  y el de Calcedonia. Cfr. Reflexión 25 de agosto 17, 2006. El Concilio Vat. cita el Constantinopolitano III: “ita et humana eius voluntas deificata non est perempta”(Denz. 29)1, que podemos traducir: “de esta manera su voluntad humana deificada no pereció (no fue destruida)

 [2] Cf Hebr 4,15

[3] Joseph Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, San Pablo, Pg.183

[4] Joseph Ratzinger, Dios y el Mundo, Galaxia Gutemberg, Círculo de Lectores, Pg. 376s

[5] Cf Joseph Ratzinger, El Espíritu de la liturgia, San Pablo, Pg. 182

[6] Ratzinger, Dios y el Mundo,  ibidem