Reflexión 283 Pío XII Doctrina Social abril 3 2014

El mensaje de Navidad de 1944

 

Vamos a continuar estudiando los aportes del papa Pío XII a la DSI. En el programa pasado nos referimos a su mensaje de navidad del 24 de diciembre de 1943. Fue un mensaje en estilo de homilía, en el cual consolaba a los que habían sufrido los horrores de la guerra y  las consecuencias de esos horrores  en su vida personal y familiar.

Hoy nos vamos a dedicar al mensaje de diciembre de 1944. Dijimos la semana pasada que cuando Pío XII dirigió el mensaje de la navidad de 1943, la segunda guerra mundial había tomado un camino que la acercaba a Roma. Los aliados invadían  a Italia, Mussolini había sido depuesto, pero Hitler, en un golpe de mano en los que era especialista el oficial comando Otto Skorzeni, de las SS, en septiembre de 1943 liberó al dictador italiano y lo trasladó a Alemania.  Sin embargo, la guerra parecía que no estaba lejos de su fin y que los aliados serían los triunfantes.

Sin duda pensando en la paz que se aproximaba, el tema escogido  por Pío XII para su mensaje en la  Navidad de 1944 fue el de las condiciones morales en los ciudadanos y en los que detectan el poder, para una sana democracia y la organización internacional con vistas a la paz.

En 1944 los ejércitos seguían entregados a una lucha feroz; las tropas alemanas incitadas por Hitler a luchar hasta el último hombre, eran sacrificadas inútilmente. En 1944, Francia fue liberada. Lo soldados alemanes que habían desfilado victoriosos por los campos elíseos, en París, tuvieron que salir  prisioneros, con los brazos en alto.

 Al comienzo de su mensaje se refirió Pío XII a estas circunstancias, lo mismo que a las reuniones de los jefes de estado de los aliados, que habían ido definiendo el nuevo mapa de Europa, acomodado a sus reclamaciones de territorios. Se reunieron en Teherán en 1943 y en 1944 en Yalta, en el Mar Negro, en territorio de la Unión Soviética. Esta última fue una reunión difícil; el presidente Roosevelt había hecho ese largo viaje a pesar de su precario estado de salud. Y parece que ese estado de salud había de veras minado el ánimo del presidente estadounidense, pues según historiadores creyó que Stalin era un verdadero demócrata (Cf Raymond Cartier, La Segunda guerra mundial).  El fuerte fue Churchill, pero Stalin estaba en su territorio y parece que se salió con sus pretensiones. Churchill no solo vio las ruinas de las ciudades arrasadas, sino, como dice el historiador francés Cartier, Churchill, como verdadero hombre de estado, vio las ruinas políticas, que tras el silencio del cañón, harían un vacío de Europa. Y recordemos que el presidente Roosevelt moriría antes del fin de la guerra.

Oigamos  la introducción del mensaje de navidad de Pío XII: el 24 de diciembre de 1944:

«Benignitas et humanitas apparuit Salvatoris nostri Dei» (Apareció la benignidad y humanidad de Dios nuestro salvador. (Tt 3, 4). Por sexta vez, desde el comienzo de la horrible guerra, la santa liturgia de Navidad saluda con estas palabras, que exhalan serena paz, la venida entre nosotros del Dios Salvador. La humilde y pobre cuna de Belén atrae, con aliciente inefable, la atención de todos los creyentes.

Hasta lo más profundo de los corazones, entenebrecidos, afligidos y abatidos  baja un torrente de luz y de alegría, invadiéndolos completamente. Vuelven a alzarse serenas las frentes inclinadas, porque Navidad es la fiesta de la dignidad humana, la fiesta del «admirable intercambio, por el cual el Creador del género humano, tomando un cuerpo vivo, se dignó nacer de la Virgen y con su venida nos donó su divinidad» (Ant. 1 in 1 Vesp. in Circumc. Dom.).

Pero nuestros ojos vuelan espontáneamente desde el esplendoroso Niño del portal al mundo que nos rodea, y la dolorida exclamación del Evangelista Juan sube a nuestros labios: «Lux in tenebris lucet et tenebrae eam non comprehenderunt » (Jn 1, 5): la luz resplandece en medio de las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.

Porque desgraciadamente también esta sexta vez la aurora de la Navidad se alza sobre campos de batalla cada vez más dilatados, sobre cementerios en donde se acumulan cada día más numerosos los despojos de las víctimas, sobre tierras desiertas en donde escasas torres vacilantes señalan con su silenciosa tristeza las ruinas de ciudades antes prósperas y florecientes y donde campanas derribadas o arrebatadas ya no despiertan a los habitantes con su alegre canto de Navidad. Son otros tantos testigos mudos, que denuncian esta mancha de la historia de la humanidad, que, voluntariamente ciega ante la claridad de Aquel que es esplendor y luz del Padre, voluntariamente alejada de Jesucristo, ha descendido y ha caído en la ruina y en la abdicación de su propia dignidad. Hasta la pequeña lámpara se ha apagado en muchos majestuosos templos, en muchas modestas capillas, donde, junto al Sagrario, había sido compañera en las vigilias del Huésped divino, mientras que el mundo dormía. ¡Qué desolación, que contraste! ¿No habría, pues, esperanza para la humanidad?

 

Jesús de Belén esperanza de una era nueva

 

A la desgarradora pregunta, de si no habría esperanza para la humanidad, la Navidad llevó a Pío XII a mirar a la luz de Cristo que iluminaba la oscuridad en que se envolvía el mundo en guerra, y continuó así su mensaje:

¡Bendito sea el Señor! Una aurora de esperanza se eleva de los lúgubres gemidos del dolor, del seno mismo de la angustia desgarradora de los individuos y de los pueblos oprimidos. Una idea, una voluntad cada día más clara y firme surge en una falange, cada vez mayor, de nobles espíritus: hacer de esta guerra mundial, de este universal desbarajuste el punto de partida de una era nueva, para la renovación profunda, la reordenación total del mundo. De esta manera, mientras siguen afanándose los ejércitos en luchas homicidas, con medios de combate cada día más crueles, los hombres de gobierno, representantes responsables de las naciones, se reúnen en coloquios y en conferencias, para determinar los derechos y los deberes fundamentales sobre los que se debería reedificar una unión de los Estados, para trazar el camino hacia un porvenir mejor, más seguro, más digno de la humanidad.

¡Extraña antítesis, la coincidencia de una guerra, cuya rudeza tiende a llegar al paroxismo, con el notable progreso de las aspiraciones y de los propósitos hacia el acuerdo para una paz sólida y duradera! Sin duda ninguna que se podrá discutir el valor, la posibilidad de aplicación, la eficacia de una o de otra propuesta; bien podría quedar en suspenso el juicio sobre ellas; pero siempre será verdad que el movimiento avanza.

No se conocían todavía los resultados de las conversaciones de las naciones vencedoras, pero Pío XII aparecía optimista y expresaba la necesidad de unas bases firmes para una democracia sana. Decía eso el papa, porque las intenciones de Stalin no las reconoció al principio ni siquiera una persona tan conocedora de la política internacional como el presidente Roosevelt, y el electorado inglés daría pronto la espalda a Churchill, quien  condujo a Inglaterra a la victoria, enseñándole a luchar en medio de sangre, sudor y lágrimas, como lo repetía en sus discursos.

 

Pensamiento de Pío XII sobre la democracia

 

Pío XII en la primera parte de su mensaje de navidad expuso su pensamiento sobre la democracia, que consideraba un derecho de los ciudadanos de hacerse escuchar y previno sobre el peligro de caer en el absolutismo.

Esto dijo el papa Pío XII:

(…) los pueblos, al siniestro resplandor de la guerra que les rodea, en medio del ardoroso fuego de los hornos que les aprisionan, se han como despertado de un prolongado letargo. Ante el Estado, ante los gobernantes han adoptado una actitud nueva, interrogativa, crítica, desconfiada. Adoctrinados por una amarga experiencia se oponen con mayor ímpetu a los monopolios de un poder dictatorial, incontrolable e intangible, y exigen un sistema de gobierno, que sea más compatible con la dignidad y con la libertad de los ciudadanos.

Estas multitudes, inquietas, trastornadas por la guerra hasta las capas más profundas, están hoy día penetradas por la persuasión —al principio tal vez vaga y confusa, pero ahora ya incoercible— de que, si no hubiera faltado la posibilidad de sindicar (denunciar) y corregir la actividad de los poderes públicos, el mundo no habría sido arrastrado por el torbellino desastroso de la guerra y de que, para evitar en adelante la repetición de semejante catástrofe, es necesario crear en el pueblo mismo eficaces garantías.

Siendo tal la disposición de los ánimos, ¿hay acaso que maravillarse de que la tendencia democrática inunde los pueblos y obtenga fácilmente la aprobación y el asenso de los que aspiran a colaborar más eficazmente en los destinos de los individuos y de la sociedad?

Apenas es necesario recordar que, según las enseñanzas de la Iglesia, «no está prohibido el preferir gobiernos moderados de forma popular, salva con todo la doctrina católica acerca del origen y el ejercicio del poder público», y que «la Iglesia no reprueba ninguna de las varias formas de gobierno, con tal de que se adapten por sí mismas a procurar el bien de los ciudadanos » (León XIII Encycl. «Libertas», 20 de junio de 1888, in fin.).

De manera que Pío XII estaba seguro de que gobiernos democráticos no arrojarían a sus pueblos a los horrores de otra guerra. A continuación el Papa Pío Pío XII se refirió al ser humano que debe ser el agente, fundamento y fin de la vida social. Recordemos que la dignidad del ser humano era pensamiento central en la doctrina social de Pío XII. Estas fueron sus palabras:

Si, pues, en esta solemnidad, que conmemora al mismo tiempo la benignidad del Verbo encarnado y la dignidad del hombre (dignidad entendida no sólo bajo el aspecto personal, sino también en la vida social), Nos dirigimos nuestra atención al problema de la democracia, para examinar según qué normas debe ser regulada para que se pueda llamar una verdadera y sana democracia, acomodada a las circunstancias de la hora presente; esto indica claramente que el cuidado y la solicitud de la Iglesia se dirige no tanto a su estructura y organización exterior —que dependen de las aspiraciones propias de cada pueblo—, cuanto al hombre como tal que, lejos de ser el objeto y como elemento pasivo de la vida social, es por el contrario, y debe ser y seguir siendo, su agente, su fundamento y su fin.

Supuesto que la democracia, entendida en sentido amplio, admite diversidad de formas y puede tener lugar tanto en las monarquías como en las repúblicas, dos cuestiones se presentan a nuestro examen: 1º) ¿Qué caracteres deben distinguir a los hombres, que viven en la democracia y bajo un régimen democrático? 2º) ¿Qué caracteres deben distinguir a los hombres, que en la democracia ejercitan el poder público?

Si nos preguntamos qué opina la DSI sobre la democracia, en este mensaje de Pío XII tenemos una fuente confiable. Sobre los caracteres propios de los ciudadanos en el régimen democrático, dijo Pío XII:

Manifestar su parecer sobre los deberes y los sacrificios que se le imponen; no verse obligado a obedecer sin haber sido oído: he ahí dos derechos del ciudadano que encuentran en la democracia, como lo indica su mismo nombre, su expresión. Por la solidez, armonía y buenos frutos de este contacto entre los ciudadanos y el gobierno del Estado se puede reconocer si una democracia es verdaderamente sana y equilibrada, y cuál es su fuerza de vida y de desarrollo. Además, por lo que se refiere a la extensión y naturaleza de los sacrificios pedidos a todos los ciudadanos —en nuestra época, cuando es tan vasta y decisiva la actividad del Estado—, la forma democrática de gobierno se presenta a muchos como postulado natural impuesto por la razón misma. Pero cuando se reclama «más democracia y mejor democracia», una tal exigencia no puede tener otra significación que la de poner al ciudadano cada vez más en condición de tener opinión personal propia, y de manifestarla y hacerla valer de manera conveniente para el bien común.

No hay duda de que estos derechos del ciudadano de tener su propia opinión y de ser escuchado, se derivan de su dignidad de ser humano y de su libertad. Luego, nos explica Pío XII, la diferencia entre pueblo y masa, como consecuencia de los derechos de los ciudadanos. Oigámoslo, que es muy claro. Dijo:

De esto se deduce una primera conclusión necesaria con su consecuencia práctica. El Estado no contiene en sí ni reúne mecánicamente en determinado territorio una aglomeración amorfa de individuos. Es y debe ser en realidad la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo.

Pueblo y multitud amorfa o, como se suele decir, «masa» son dos conceptos diversos. El pueblo vive y se mueve con vida propia; la masa es por sí misma inerte, y no puede recibir movimiento sino de fuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de los hombres que la componen, cada uno de los cuales —en su propio puesto y a su manera— es persona consciente de sus propias responsabilidades y de sus convicciones propias. La masa, por el contrario, espera el impulso de fuera, juguete fácil en las manos de un cualquiera que explota sus instintos o impresiones, dispuesta a seguir, cada vez una, hoy esta, mañana aquella otra bandera. De la exuberancia de vida de un pueblo verdadero, la vida se difunde abundante y rica en el Estado y en todos sus órganos, infundiendo en ellos con vigor, que se renueva incesantemente, la conciencia de la propia responsabilidad, el verdadero sentimiento del bien común. De la fuerza elemental de la masa, hábilmente manejada y usada, puede también servirse el Estado: en las manos ambiciosas de uno solo o de muchos agrupados artificialmente por tendencias egoístas, puede el mismo Estado, con el apoyo de la masa reducida a no ser más que una simple máquina, imponer su arbitrio a la parte mejor del verdadero pueblo: así el interés común queda gravemente herido y por mucho tiempo, y la herida es muchas veces difícilmente curable.

Con lo dicho aparece clara otra conclusión: la masa —como Nos la acabamos de definir— es la enemiga capital de la verdadera democracia y de su ideal de libertad y de igualdad.

En un pueblo digno de tal nombre, el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y de sus derechos, de su libertad unida al respeto de la libertad y de la dignidad de los demás. En un pueblo digno de tal nombre, todas las desigualdades que proceden no del arbitrio sino de la naturaleza misma de las cosas, desigualdades de cultura, de bienes, de posición social —sin menoscabo, por supuesto, de la justicia y de la caridad mutua—, no son de ninguna manera obstáculo a la existencia y al predominio de un auténtico espíritu de comunidad y de fraternidad. Más aún, esas desigualdades, lejos de lesionar en manera alguna la igualdad civil, le dan su significado legítimo, es decir, que ante el Estado cada uno tiene el derecho de vivir honradamente su existencia personal, en el puesto y en las condiciones en que los designios y la disposición de la Providencia lo han colocado.

Como antítesis de este cuadro del ideal democrático de libertad y de igualdad en un pueblo gobernado por manos honestas y próvidas, ¡que espectáculo presenta un Estado democrático dejado al arbitrio de la masa! La libertad, de deber moral de la persona se transforma en pretensión tiránica de desahogar libremente los impulsos y apetitos humanos con daño de los demás. La igualdad degenera en nivelación mecánica, en uniformidad monocroma: sentimiento del verdadero honor, actividad personal, respeto de la tradición, dignidad, en una palabra, todo lo que da a la vida su valor, poco a poco se hunde y desaparece. Y únicamente sobreviven, por una parte, las victimas engañadas por la fascinación aparatosa de la democracia, fascinación que se confunde ingenuamente con el espíritu mismo de la democracia, con la libertad e igualdad, y por otra, los explotadores más o menos numerosos que han sabido, mediante la fuerza del dinero o de la organización, asegurarse sobre los demás una posición privilegiada y aun el mismo poder.

La semana entrante continuaremos con el estudio del mensaje de Pío XII en la navidad de 1944. Después de exponernos los requisitos para una sana democracia de parte de los ciudadanos, veremos los requisitos de parte de los gobernantes para que pueda existir una sana democracia.