Doctrina Social de la Iglesia – Reflexión 102

Compendio Doctrina Social de la Iglesia N° 72

Naturaleza de la Doctrina Social

Fe y obligaciones con los demás – La compasión (II)

Hemos venido reflexionando sobre la responsabilidad, que como cristianos, tenemos con la comunidad, con la sociedad. Hemos visto que el cristianismo no se puede reducir al seguimiento de un código moral individual; como si el cristianismo fuera una religión exigente sólo en la moral individual, personal y no tuviera nada que ver con las responsabilidades con los demás. Responsabilidades con los demás, que se extienden también al manejo de la sociedad en lo económico y en lo político. El cristianismo abarca toda nuestra vida, no sólo algunos aspectos de ella.

Vimos en la reflexión anterior que, además de esa manera equivocada de ver el cristianismo que reduce la religión al cumplimiento personal de unas normas morales que se refieren sólo a la vida individual, hay otra manera incompleta de ver el cristianismo; es un enfoque que limita la práctica del cristianismo a afirmar que uno cree en Jesús. Y claro que los cristianos creemos en Jesús, nuestro Redentor, el Hijo de Dios que se hizo hombre, que murió por nuestra salvación y resucitó. Jesucristo resucitado es la piedra angular de nuestra fe. Pero la manera de creer en Jesús que no es suficiente, es la de los que, el creer en Jesús lo reducen a manifestar de palabra que Él nos salvará, sin que esa fe entrañe en la vida del creyente un compromiso de amor con los demás.

Para los que practican esa clase de cristianismo, es suficiente afirmar que aceptan como ciertas una serie de creencias sobre Jesús, y con eso se consideran miembros de la comunidad de creyentes que afirma tener así asegurada la salvación y la prosperidad material. Se trata en este caso, de una fe que se puede manifestar de palabra, con gran entusiasmo, como una adhesión emocional muy fuerte a la persona de Jesús, pero una adhesión a la persona de Jesús que no extiende ese amor a los demás, una adhesión a Jesús sin responsabilidades con la comunidad, como vamos a ver, no está de acuerdo con las enseñanzas del Evangelio. Se trata de una manera de entender el cristianismo, en que lo esencial se reduce a la relación personal de uno con Jesús. La fe es para ellos algo entre Él y yo. Si yo estoy bien con Él, con Jesús, estoy salvado y además me hará prosperar materialmente.

Una fe activa

Según nuestra fe católica, la fe en Jesús comporta un cambio de vida, una conversión. En el discurso de Benedicto XVI a los participantes en el Congreso internacional de radios católicas el pasado viernes 20 de junio dijo:

Al haberse encarnado en el seno de María, el Verbo de Dios ofrece al mundo una relación de intimidad y amistad – “ya no los llamo siervos… sino amigos” (Juan 15,15), (una relación) que se transforma en fuente de novedad para el mundo y se pone en medio de la humanidad como comienzo de una nueva civilización de la verdad y del amor. En efecto, “el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida” (Spe salvi, 2).

Citaba allí el Papa su encíclica Spe salvi, en la cual nos explica que el Evangelio no es simplemente la comunicación de una información importante de conocer, sino que es fuerza que penetra el mundo y lo transforma.[1]

Creer en Jesús no puede ser algo puramente intelectual y emocional, que no se convierte en vida, en acción. Nuestra fe en Jesús tiene que cambiar nuestra vida en relación con los demás. En esos dos enfoques del cristianismo, – el de la moral individual y el creer solo de palabra, las reformas sociales, el manejo de la economía y de la política, no tienen importancia en el seguimiento de Jesús. Les parece que esos no son asuntos que tengan que ver con la práctica de la religión. Para esas maneras de entender el cristianismo: la que lo reduce a seguir un código moral o la otra, a manifestar que uno cree en Jesús, la práctica de la religión se ve como un asunto personal; se trata de la relación individual de cada uno con el Señor, y los demás no tienen nada que ver. Esa forma de entender nuestra relación con el Señor convierte la fe en algo teórico, abstracto. Pero resulta que la predicación de Jesús nos muestra otra manera de entender la religión, otra manera de entender cómo debe ser nuestra relación con Dios.

Lo más importante según Jesús

Si para los judíos el cumplimiento de la Ley era la obsesión; sobre todo como lo entendían los fariseos, que ponían todo el énfasis del cumplimiento de la Ley, en el estricto cumplimiento de las minucias de la Ley, y se olvidaban de lo esencial, para Jesús, lo más importante de la Ley dijo que son la justicia, la misericordia y la fe! Como lo leemos en el capítulo 23 de Mateo:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, y descuidáis lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe! Esto es lo que hay que practicar sin descuidar aquello. Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello!

No es que Jesús no diera importancia al cumplimiento de la Ley, sino que vino a perfeccionarla, a darle su forma nueva y definitiva, sublimándola con el espíritu del Evangelio. Si leemos las palabras de Jesús en el capítulo 5 de Mateo desde el v. 20 en adelante, podemos entender la forma como Jesús vino a perfeccionar la Ley. Nos enseñó que no había que cumplirla como la entendían los escribas y fariseos:

Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos.

La manera de perfeccionar la Ley, como lo propuso Jesús, en los vv 43-48 del capítulo 5 de Mt, fue poniendo en primer lugar el amor al prójimo, que se debe extender inclusive a los enemigos. Podemos leer con provecho todos aquellos: Habéis oído que se dijo; pero yo os digo… Leamos una muestra:

Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos.[2]

La Biblia de Jerusalén observa que, eso de odiarás a tu enemigo (Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo) no se encuentra así en la Ley, ni podría encontrarse. Se trata de una expresión tomada del arameo, cuyo significado es más bien “No tienes por qué amar a tu enemigo”. Bueno, Jesús perfecciona la ley con un mandamiento que corrige eso de “No tienes por qué amar a tu enemigo”. Jesús dice: Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan.

De manera que la predicación de Jesús contrastaba claramente con lo que los fariseos estaban acostumbrados a defender sobre el cumplimiento de la Ley. Según la predicación de Jesús, la puerta de entrada al Reino no era el cumplimiento de las minucias de la Ley. Para Jesús sólo hay una puerta por la cual uno puede entrar al Reino de Dios – y esa puerta es la misericordia, la compasión.

La puerta de entrada en el Reino

En la reflexión pasada alcanzamos a ver dos pasajes del Evangelio, en los cuales nos enseña Jesús que la puerta de entrada al Reino de Dios es el amor activo al prójimo. Lo vimos en Mt 25, 31-46, que es la descripción del Juicio Final y en Lc 16, 19-31, en la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro. Si alguien no pudo escuchar por Radio María el programa anterior, le sugiero que lea la reflexión 101 en este ’blog’ para que la idea le quede completa. Aquí aparece al final de ésta, la 102. De todos modos, recordemos muy brevemente lo esencial.

En la escena del Juicio Final aparece muy clara la compasión como puerta de entrada en el Reino. Recordemos los vv. 34-36, del capítulo 25 de Mateo:

(…) ‘Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme’. (Mt 25, 34-36)

El mensaje es claro: la puerta de entrada en el Reino es la compasión: recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer… Recibid la herencia del Reino porque tuve hambre, y me disteis de comer… No dice: recibe la herencia preparada para ti desde la eternidad porque observaste estrictamente la Ley… sino porque me diste de comer cuando tuve hambre…

Recordemos también el pasaje del hombre rico y Lázaro, en Lc 16, 19-31. Es bueno repetir que, como comenta el jesuita irlandés, P. Peter McVerry, – en cuyo libro nos hemos basado para esta reflexión, – en esta historia, Jesús nos habla simplemente de un hombre rico; no se detiene el Evangelio a explicar en detalle cómo era la vida del hombre rico, cómo obtuvo sus riquezas, por ejemplo; ni se alude a cómo era su vida espiritual; sólo nos dice que era rico. No nos dice si era un buen o un mal judío; si iba a la sinagoga el sábado o no, si rezaba o no. Si observaba la Ley o no. En su lugar, Jesús solamente describe a sus oyentes la imagen de un hombre rico:

Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. (Lc 16,19)

Lo más importante a los ojos de Dios

En su comentario a esta parábola, se pregunta el P. McVerry: ¿Por qué Lucas no nos dice nada sobre la vida del hombre rico, o sobre su vida espiritual y sólo nos dice que era rico? Quizás porque eso no era importante – frente a saber lo que es lo más importante a los ojos de Dios: si había fallado en la compasión. Ese era el mensaje. No que la vida del hombre rico o su vida espiritual no fueran importantes, por su puesto que no. También su vida espiritual era importante. Pero eso se convierte en poco importante, si falla en lo que a los ojos de Dios es lo principal, a saber, la compasión.

Y siguiendo con la descripción que hace Lucas de Lázaro, el Evangelista nos cuenta que se trataba de un hombre pobre. Tampoco aquí nos dice nada de este hombre, fuera de que era un hombre pobre. Describe a sus oyentes esta imagen de pobreza:

Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico… (Lc 16, 20-21)

El Evangelista no se detiene a decirnos cómo llegó Lázaro a ese estado lamentable de pobreza. A lo mejor se bebió todo su dinero, o lo perdió en el juego, o quizás, como el hijo pródigo, lo malgastó en una vida licenciosa. ¿Por qué Lucas no se detiene a explicarnos cómo llegó ese hombre a un estado tan lamentable de pobreza? Quizás, de nuevo, porque, para lo que se pretendía enseñar, eso no tenía importancia. Según Lucas, para Dios, no hay diferencia entre el pobre que merece ayuda y el que no la merece.

Esta parábola tiene que ver con un hijo de Dios necesitado y otro hijo de Dios que podría haber extendido su mano para ayudar en esa necesidad y no lo hizo. Y por eso, no hubo lugar para él en el Reino de Dios. Cómo llegó el pobre a ese estado de necesidad era irrelevante.

Hasta allí alcanzamos a comentar en el programa anterior los pasajes del Evangelio sobre la compasión, como la puerta para entrar en el Reino. Nos faltó la parábola del Buen Samaritano que vamos a comentar ahora. El Buen Samaritano se encuentra en Lc 10, 25-37)

El Buen Samaritano

La parábola del Buen Samaritano es muy familiar para la mayoría de nosotros; – quizás tan familiar, que podemos correr el peligro de darla por sabida y meditada. Yo no creo que ésta sea una historia solamente para animarnos a ser buenos vecinos, dice el P. McVerry. No, esta parábola claro que nos exhorta también a tratar bien a nuestros vecinos, y a las personas que están cerca de nosotros en nuestra familia o en el trabajo, pero va más allá. Veamos:

La historia del Buen Samaritano empieza con dos preguntas, y aunque la más inmediata es, precisamente: ‘Y, ¿quién es mi prójimo?’, observemos que lo que lleva a Jesús a presentarnos esta historia es una pregunta anterior, formulada por un experto en la Ley, como leemos en Lc 10,25:

Maestro, ¿qué es lo que tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?’

Recordemos que Señor le respondió con otra pregunta: ¿Qué está escrito en la Ley”, y el doctor de la Ley como buen conocedor de esta materia le recitó : Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu; y a tu prójimo como a ti mismo. Jesús le dijo: Has respondido bien. Haz esto y vivirás. El experto en la Ley por lo visto no había pensado mucho en el significado de amar al prójimo, porque añadió la segunda pregunta: ¿Y quién es mi prójimo?

Una respuesta a dos preguntas

La historia del Buen Samaritano es una respuesta completa a esas dos preguntas: ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? Y, ¿quién es mi prójimo?

En la parábola, Lucas describe a dos personas que encuentran a un hombre tirado a la vera del camino, al que habían golpeado y robado unos salteadores. Esas dos personas que lo encontraron primero, lo vieron y pasaron de largo, eran un sacerdote y un levita. Dos personas dedicadas al servicio del templo. Dice el Evangelio que dieron un rodeo para no acercarse. Podríamos suponer, -aunque no lo dice el Evangelio, – que creyeron que la víctima del asalto estaba muerta y se podían contaminar, porque según el Levítico, 21, 1, a los sacerdotes les estaba prohibido el contacto con un cadáver, a no ser que se tratara de un pariente cercano. El levita no tenía esa prohibición, a no ser que estuviera de turno en su servicio en el templo. Supongamos que el levita estaba en camino a Jerusalén a servir en el templo.[3] Lo cierto es que después del sacerdote y del levita pasó un samaritano que sí reconoció en el herido a una persona que necesitaba ayuda, a diferencia de los otros dos que pasaron de largo.

Llama la atención que fueran escogidos un sacerdote y un levita como los dos personajes que pasaron de largo. ¿Fueron los dos personajes que casualmente se le ocurrieron al Señor? Seguramente no. Debieron de ser escogidos el sacerdote y el levita precisamente porque ellos eran lo que eran. Por su oficio debían ser observantes de la Ley. Eran personas que se consideraban rectas y eran respetadas por el resto de la sociedad, precisamente por su servicio al templo y por su observancia de la Ley. Eran considerados cercanos a Dios, sus amigos, que tenían de modo especial el favor de Dios. Pero según el pensamiento de Jesús, como lo expresa en la parábola del Buen Samaritano, no habría lugar para ellos en el Reino de Dios porque fallaron en la compasión.[4]

¿Y la tercera persona de la parábola, la que sería bienvenida en el Reino de Dios, ¿por qué fue escogida por Jesús para su explicación? Si nosotros hubiéramos sido parte del grupo que escuchaba a Jesús cuando contaba esta historia, antes de que presentara al tercer personaje, quizás habríamos alcanzado a cavilar: ‘Bueno, es comprensible que Jesús escogiera a un sacerdote y a un levita; quería dejar claro que todos podemos fallar; como seres humanos también los sacerdotes; pero la tercera persona, la que va a hacer lo correcto, ¿quién será?’ Pudimos pensar, que en contraposición al sacerdote y al levita, sin duda el Señor escogería para su ejemplo a una persona común y corriente, a un judío laico, buena persona.[5]

¿Por qué escogió Jesús a un samaritano?

Y resulta que Jesús escogió como su personaje a ‘un samaritano’. Si hubiéramos estado allí, podríamos haber oído el murmullo de la gente: ‘¡Un samaritano! ¡Ponernos de ejemplo a un samaritano!’ Es que los samaritanos no eran la clase de gente más apreciada por los judíos. Recordemos lo que le dijo la samaritana a Jesús cuando el Señor le pidió de beber: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos), anota Jn 4, 9. De manera que ¿cómo podría Dios querer algo con un samaritano? Pero era un samaritano de quien dijo Jesús en su parábola que sería bienvenido en el Reino de Dios, porque era compasivo. Fue de los tres, el que hizo lo que debía hacer para ganar la vida eterna.

Según esta reflexión que sugiere el Evangelio, no hacer nada, como el rico con Lázaro o el sacerdote y el levita con la persona abandonada en el camino, puede ser causa justa para ser excluido del Reino de Dios. Quedarnos quietos, no extender la mano pudiendo hacerlo, puede excluir del Reino de Dios…

Así como Jesús anunció que la puerta de entrada en el Reino de Dios era la compasión, de igual manera nos advirtió que ignorar el sufrimiento de aquellos que están alrededor nuestro, nos excluiría del Reino de Dios.

Veamos a continuación las reflexiones que sobre los tres pasajes del Evangelio que hemos revisado: el juicio final, el hombre rico y Lázaro / y el Buen Samaritano, nos ofrece el P. McVerry:

En la escena del Juicio Final, Jesús, el Hijo del Hombre, regresa de manera solemne, en su gloria, se vuelve a los que están a su izquierda y les dice:

‘Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis. (Mt 26,41-43)

Es una escena muy dura, si consideramos que en los Evangelios Jesús se describe siempre como alguien que perdona, que encuentra excusas para la gente, que nunca condena. Recordemos si no, la escena de la mujer adúltera a la que Jesús salvó de la muerte. De manera que nos podemos legítimamente preguntar: ¿qué cosa tan grave han hecho estos, para merecer semejante condenación de parte de alguien que nunca condena?: ‘Apartaos de mí, malditos’.

Consecuencias de no hacer nada

La respuesta es que no hicieron nada – ellos no hicieron absolutamente nada: ‘Tuve hambre y ustedes no hicieron nada. Tuve sed y ustedes no hicieron absolutamente nada – apártense de mí malditos.’

En la parábola del hombre rico y Lázaro, uno podría ser comprensivo con el hombre rico: al fin y al cabo Lázaro no estaba en esa situación por culpa del hombre rico. A lo mejor era por culpa del mismo Lázaro; o quizás era culpa de las ‘estructuras’, podríamos decir ahora, pero en todo caso no era culpa del hombre rico; la historia no lo acusa de ser el culpable del estado de pobreza de Lázaro. Sin embargo, fue excluido del Reino de Dios, no porque fuera personalmente responsable de la situación económica de Lázaro, sino porque no hizo absolutamente nada, pudiendo hacerlo.

En la historia del Buen Samaritano, dejemos volar la imaginación, y supongamos que Jesús hubiera esperado al sacerdote y al levita al final de su viaje, los hubiera llamado y les hubiera dicho: ¿‘Saben ustedes que hicieron algo tan terrible en su viaje, que por eso no puede haber lugar para ustedes en el Reino de Dios? Sin duda ellos, desconcertados, no hubieran sabido de qué hablaba Jesús. Se hubieran rascado la cabeza y hubieran pensado: A ver, ¿qué hice mal? Yo no he robado el dinero del templo. No me escapé con la hija del sumo sacerdote. ¿Será que se refiere a ese cadáver en la cuneta? Y por eso no había lugar para ellos en el Reino de Dios. Porque pasaron de largo. Porque no hicieron nada.

Es importante mencionar que Jesús nos enseña en estos pasajes cómo debe ser nuestra vida en este mundo, aquí y ahora, para merecer luego el Reino con su Padre. Lo que nos explican las parábolas que acabamos de ver es cómo es Dios, qué es importante para Dios aquí y ahora. Para comunicarnos quién es Dios, cuál es la pasión de Dios, Jesús utiliza un concepto que era central para la vida y el interés de los judíos: la entrada y la exclusión del Reino de Dios.[6]

El Dios que Jesús nos dio a conocer

La Figura de Dios que nos ofrece Jesús es la del Padre: Jesús nos dice que la pasión de Dios son sus hijos, no la observancia de las minucias de la Ley. Como cualquier padre, Dios es apasionado con sus hijos, especialmente con los que sufren. Dios es tan agradecido con nosotros, cuando extendemos la mano para ayudar a uno de sus hijos que esté sufriendo, y tratamos de aliviarles ese sufrimiento, que nos promete todo lo que Él nos puede dar: nada menos que su Reino. Y Dios siente tanto que nosotros ignoremos el sufrimiento de sus hijos, que la manera como Jesús expresa a los judíos que Dios siente profundamente esa indiferencia, es con la imagen de la pérdida del Reino que les ha sido prometido.

A las autoridades judías no les simpatizó la predicación de Jesús, sobre la compasión como la puerta de entrada al Reino, en vez del estricto cumplimiento de la Ley. Por lo visto los escribas y fariseos del tiempo de Jesús no tenían tan presentes las palabras del Salmo 103 que alaban al Señor porque es bueno, porque es eterno su amor, o las del salmo 106 que dice:

Clemente y compasivo es Yahveh, – tardo a la cólera y lleno de amor;

Cual la ternura de un padre para con sus hijos,- -así de tierno es Yahveh para quienes le temen; que él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo.

Tan no simpatizaron las autoridades judías con la predicación de Jesús, que llegaron los fariseos a calificarlo de aliado de Satanás. Recordemos la escena en Mt 12, 22-24:

Entonces le fue presentado un endemoniado ciego y mudo. Y lo curó, de suerte que el endemoniado hablaba y veía. Y toda la gente decía atónita: “¿No será éste el Hijo de David? Mas los fariseos, al oírlo, dijeron: “Éste no expulsa los demonios más que por Beelzebul, Príncipe de los demonios.”

El rostro de Dios que Jesús nos mostró fue el del Padre amoroso, misericordioso, clemente y compasivo. Y nos dijo que fuéramos como su Padre.

La próxima semana, Dios mediante, quisiera terminar este tema con una consideración sobre la necesidad del desprendimiento. Hay cosas que nos atan a la tierra y se convierten en obstáculos para ser compasivos. Y no se trata de desprendernos sólo de los bienes materiales. Otras cosas, no materiales, nos impiden ser libres, limitan nuestra capacidad de compasión y nos pueden cerrar o hacer estrecha la puerta del Reino.

Escríbanos a: reflexionesdsi@gmail.com


[1] Spe salvi,2 . Véase también Ratzinger, Jesús de Nazaret, Pg 74, sobre el significado de eficacia, de la palabra Evangelio.

[2] La Biblia de Jerusalén comenta: La segunda parte de este mandamiento no se encuentra así en la Ley, ni podría encontrarse. Esta expresión forzada de una lengua pobre en matices (el original arameo) equivale a: “No tienes por qué amar a tu enemigo”.

[3] Los levitas eran descendientes de Leví, hijo de Jacob. Yahveh los había reservado para su servicio. Cf Num 25,12

[4] Cf Peter McVerry, Jesus: Social Revolutionary?, Veritas Warehouse, capítulo 3°. Las reflexiones sobre este tema están inspiradas en este libro. Lo invito a entrar a esta dirección: http://www.jcfj.ie/jesussocialrevolutionary/ y hacer clic en Extracts. Allí se pueden leer algunos capítulos de este libro.

[5] El P. McVerry tiene un pensamiento distinto. Dice, con cierto sentido del humor, que el Evangelista escogió a un sacerdote y a un levita, porque “Jesús fue siempre un poquito anticlerical”.

[6] He tratado de seguir con fidelidad el pensamiento del P. McVerry, aunque no lo hago al pie de la letra.