Reflexión 57 Mayo 3 2007

Compendio de la D.S.I. Nº 54-55

La Transformación de la humanidad según el Evangelio

La Doctrina Social de la Iglesia como respuesta a cada época

 

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Las Reflexiones que se publican aquí son originalmente programas transmitidos por Radio María de Colombia. Usted puede escucharlos los jueves a las 9:00 a.m., hora de Colombia. También puede sintonizar la radio por internet en www.radiomariacol.org

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La ley fundamental de la perfección humana

 

En la reflexión pasada repasamos y ampliamos el N° 53 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia y avanzamos en el N° 54; los dos tratan sobre la transformación de las relaciones sociales según las exigencias del Reino de Dios. Repasemos el N° 54:

 

Jesucristo revela que «Dios es amor» (1 Jn 4,8) y nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles ».[1]Y continúa así:

 

Esta ley – (el mandamiento del amor) está llamada a convertirse en medida y regla última de todas las dinámicas conforme a las que se desarrollan las relaciones humanas. En síntesis, es el mismo misterio de Dios, el Amor trinitario, que funda el significado y el valor de la persona, de la sociabilidad y del actuar del hombre en el mundo, en cuanto que ha sido revelado y participado a la humanidad, por medio de Jesucristo, en su Espíritu.

 

El significado y el valor de la persona

 

De manera que, la Iglesia insiste en que es el amor la ley fundamental de la transformación del mundo. No hay estrategia para cambiar al mundo, que pueda superar al amor. Fijémonos en esas palabras terminantes, contundentes, sobre el valor del amor cristiano, en este N° 54; nos dice que la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor.Yo no recuerdo haber leído ni oído palabras iguales sobre el amor, fuera de éstas tomadas de la Gaudium et spes: la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Y añade que el amor está llamado a convertirse en medida y regla última de todas las dinámicas conforme a las que se desarrollan las relaciones humanas.Y continúa que el significado y el valor de la persona, de la sociabilidad y del actuar del hombre en el mundo es el Amor trinitario.

Un modelo que parece inalcanzable

 

Hay que leer y releer estas palabras: el amor está llamado a convertirse en medida y regla última de todas las dinámicas conforme a las que se desarrollan las relaciones humanas. Y nos pone la Iglesia un modelo que parece inalcanzable: el amor trinitario, que es el que se da en las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en cuanto ha sido revelado y participado a la humanidad, por medio de Jesucristo, en su Espíritu.Nuestro modelo es Jesucristo. Él nos enseñó cómo es el amor trinitario, y siendo hombre también, nos enseñó cómo vivirlo.

Repitamos esto que es inalcanzable sin la gracia: estamos llamados a una vida de amor, que no se entiende sino a la luz de la revelación, del Evangelio, de Jesucristo que dio la vida por nosotros y nos enseñó que no hay mayor amor que dar la vida por los amigos[2]. Una vida marcada por esta clase de amor no se puede vivir, sino en unión con Dios por la oración y los sacramentos. Es tan extraordinario lo que la doctrina de la Iglesia nos propone, que es necesario repetirlo, para que se nos grabe y para que no pasemos por encima, como huyendo de algo que nuestra naturaleza rechaza. La medida y regla en las relaciones humanas, la medida del actuar del hombre en el mundo, es el Amor de Dios, como se revela en la relación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Como nos enseñó Jesucristo:

 

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros.” [3]

 

¿Miedo de aceptar el reto?

 

 

Es tan alta esta meta del amor cristiano, que nos podemos sentir tentados a ni siquiera intentarlo. Somos tan débiles, tan poco humildes, tan sensibles a las ofensas de parte de los demás, que nos da miedo aceptar el reto. Es cierto que ese amor ha hecho a los santos que se distinguieron por su entrega al prójimo, como es el caso de la Beata Teresa de Calcuta, en su amoroso cuidado de los enfermos y de los más pobres; o el caso de los que han dado su vida para salvar la de otros, como san Maximiliano Kolbe que enfermo y débil por la tuberculosis, daba de sus escasas raciones de pan a sus compañeros en el campo de concentración nazi de Auschwitz y por solicitud suya, murió a cambio de otro prisionero condenado a muerte, que era esposo y padre de familia.

 

 

No esperemos momentos de heroísmo; empecemos ya

 

 

No esperemos que se nos presenten esos momentos heroicos, para entonces practicar el amor cristiano. Es poco probable que algún día nos encontremos en circunstancias de heroísmo como esas; nos piden menos, pero bien puede ser que para amar con verdadero amor cristiano a ciertas personas que nos pueden parecer desagradables o que hacen daño o nos han hecho daño, tengamos que superar con un esfuerzo grande la resistencia de nuestro amor propio. Pareciera que perdonar una falta de respeto, o lo que podamos considerar una ingratitud o una falta de consideración o una deslealtad, fuera más difícil para nosotros, que atender a un leproso, como lo hacía la Madre Teresa. Con frecuencia, en nuestra propia casa o en el trabajo hay personas que necesitan nuestro cuidado, y allí tenemos la oportunidad de probar nuestro amor cristiano.

Hay heroísmos que bien podrían ser argumentos valiosos para novelas y películas: bomberos, soldados, policías, médicos, enfermeras, voluntarios que arriesgan y están dispuestos a dar su vida por otros. Misioneros que lo dejan todo, para que, quienes no conocen a Dios compartan la gracia de la fe. Los sucesos de nuestra vida diaria en el trabajo, en el apostolado, en la familia, se ven tan pequeños, al lado de esos que exigen actos de heroísmo, que nos obligan a ser más humildes y aceptar, por lo menos la necesidad de un examen de conciencia sobre nuestra práctica del amor cristiano; ese amor, que si todos viviéramos como nos pide el Señor, transformaría el mundo, porque no hay duda, si se transformaran las relaciones sociales según las exigencias del Reino de Dios, se transformaría el mundo.

El Compendio de la D.S.I. se basa una vez más, en este N° 54, en la Gaudium et spes, para explicar la doctrina sobre la transformación de las relaciones sociales. Leamos el N° 38 de esa Constitución pastoral, que luego de la reflexión que acabamos de hacer, vamos a poder seguir sin dificultad:

 

El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho El mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. Él es quien nos revela que Dios es amor (1 Io 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles. Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria. Él, sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia. Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin. Mas los dones del Espíritu Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto con el anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, y así preparen la materia del reino de los cielos. Pero a todos los libera, para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se convertirá en oblación acepta a Dios.

La Ley del amor: ¿blandengue, sentimental, inútil?

 

 

Repitamos algunas frases de ese párrafo maravilloso de la Gaudium et spes. Nos dice que es Jesucristo quien nos revela que Dios es amor (1 Io 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor. Y añade que, abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles.

¿Por qué dirá esto: que instaurar la fraternidad universal no es algo inútil? ¿Es que alguien piensa así? No sé; a algunas personas he oído que la prédica de la Iglesia se refuce al amor, pero, ¿es que aunque sea esencial el amor en la vida cristiana, no se debe mencionar mucho? Yo diría más bien, que  no se habla lo suficiente de él, y quizás no sea porque sea innecesario, sino porque a algunos les puede parecer que esta es una doctrina blandengue, sentimental; pero si fuera blandengue no nos costaría practicarla; y vemos que la Iglesia le da la importancia de algo esencial, no de algo superfluo ni mucho menos de algo inútil. Si alguna vez se nos pasa por la cabeza ese pensamiento, no es sino que leamos el Evangelio, a ver qué dice el Señor, y que examinemos cómo lo entendió San Juan, por lo que nos transmite en su Primera Carta. Y acabamos de ver que según la Iglesia, el amor es la ley fundamental de la transformación del mundo.Y es muy interesante tener en cuenta, que al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria. ¿Qué tal si hacemos un examen de conciencia sobre nuestra práctica del amor, empezando por la casa y el trabajo?

 

Encontrarnos con nosotros mismos

 

 

 

¿Será eso lo que nos molesta: que la Iglesia nos pida que examinemos nuestra vida ordinaria, y veamos cómo anda nuestro amor cristiano allí, en la vida diaria? ¿Nos da miedo encontrarnos con nosotros mismos? ¿Será que para examinar nuestras relaciones con los demás, nos tenemos que salir de nuestra zona de comodidad, y preferimos distraer nuestra atención en lo que consideramos que es la verdadera perfección, con los ojos en la cumbre a la que quisiéramos llegar, pero sin pensar en los pedruscos, en las subidas y bajadas que tenemos que superar en el camino? A esa cumbre no se puede llegar sin recorrer el camino, como llevados por el aire en manos de los ángeles. Es bueno un examen de conciencia sobre nuestras relaciones con los que nos rodean. Vemos que es un asunto de importancia grande en la vida cristiana. Precisamente por la dificultad que puede significar para nosotros la vida ordinaria, el Señor nos dejó el remedio en algo aparentemente sencillo: en el pan y el vino de la Eucaristía. El sencillo fruto del trabajo del hombre, se convierte en pan de vida. Por eso termina así el N° 38 de la Gaudium et spes:

 

El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial.

 

La cena de la comunión fraterna. Eso es la Eucaristía. No nos quedemos entonces, sólo en el símbolo externo del saludo de paz, en la cena de la comunión fraterna. Ese saludo de paz, puede ser una invitación a que cambiemos en la relación con nuestros hermanos. Puede ser que nuestro saludo de paz en la Eucaristía, sea a una persona que ni siquiera conozcamos, sino que resultó nuestro vecino en la banca ese día. Pero en el fondo de nuestro corazón, mientras damos la paz al vecino, ¿no debería golpearnos un latido de paz hacia alguien, que no está allí, pero es muy cercano, en nuestra casa o en el trabajo?

Hay otras palabras que no debemos pasar por alto. Nos dice el Concilio en la Gaudium et spes, que los dones del Espíritu Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto con el anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, y así preparen la materia del reino de los cielos.

 

Es una clara alusión a las vocaciones diversas: la vocación a la perfección en la vida religiosa y al sacerdocio, de los que son llamados en especial, a dar un testimonio manifiesto con el seguimiento de los consejos evangélicos, y la vocación de los seglares, que nos debemos entregar al servicio temporal de los hombres, para preparar la materia del reino de los cielos. No olvidemos esta alusión a la transformación de las realidades terrenas, que tenemos como tarea.

El amor: fin histórico y trascendente de la humanidad

 

 

El N° 55 del Compendio termina el tema de la transformación de las relaciones sociales con estas palabras:

 

La transformación del mundo se presenta también como una instancia fundamental de nuestro tiempo. A esta exigencia, la doctrina social de la Iglesia quiere ofrecer las respuestas que los signos de los tiempos reclaman, indicando ante todo en el amor recíproco entre los hombres, bajo la mirada de Dios, el instrumento más potente de cambio, a nivel personal y social. El amor recíproco, en efecto, en la participación del amor infinito de Dios, es el auténtico fin, histórico y trascendente, de la humanidad. Por tanto, «aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, (es decir el progreso temporal) en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios».

 

El crecimiento temporal y el reino de Dios

 

 

Esas palabras no hacen sino confirmar lo que decía antes el Compendio: El amor recíproco, es decir, el amor cristiano de unos a otros, es el auténtico fin, histórico y trascendente de la humanidad. De manera que existimos aquí en la tierra y un día, en la eternidad, para amar. Fijémonos también en las últimas palabras, que dicen: que hay que distinguir entre progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, pero que el crecimiento temporal interesa en gran medida al reino de Dios, en cuanto puede ayudar a ordenar mejor la sociedad humana.

 

Cuánta profundidad en cada línea. No nos podemos desentender del progreso temporal, y recordemos que nuestro papel en el progreso temporal es ordenarlo según los planes de Dios, de manera que conduzca a una sociedad humana ordenada y por lo tanto justa. Un mundo injusto es necesariamente un mundo desordenado.

 

La constitución Gaudium et spes, se refiere en esta consideración sobre el ordenar mejor la sociedad humana, al pensamiento de Pío XI en su encíclica Quadragesimo anno. Para comprender esta idea, debemos dedicar un espacio a esta encíclica. Fue la segunda gran encíclica social, publicada a los 40 años de la Rerum novarum, de León XIII; por eso su nombre, que significa Año cuarenta. La Iglesia tiene que ir respondiendo a las circunstancias cambiantes de la historia, en permanente diálogo con el mundo. León XIII abordó en 1891, temas que antes no habían parecido tan importantes en la teología moral, que sí se había ocupado, en particular con Santo Tomás, sobre todo de los temas que tienen que ver con la justicia, pero no había parecido necesario aún, tratar con la misma profundidad los temas sociales, políticos y económicos.[4]

 

El mundo cambió y necesitaba respuestas nuevas

 

 

El mundo cambió. Los problemas de la justicia se volvieron más complejos. Cuando Pío XI escribió la Quadragesimo anno, en 1931, eran distintas las condiciones de vida en el mundo. Ya no se trataba sólo de una sociedad de agricultores, de comerciantes y de artesanos y del comienzo de la era industrial. Con los procesos de industrialización, las estructuras de la sociedad cambiaron. La injusticia con los trabajadores creció, pues eran tratados como instrumentos, no como personas que con su trabajo, eran parte esencial del proceso industrial. La gente empezó a organizarse para defender sus derechos, y fueron tomando más envergadura las fuerzas políticas. Hoy no hay ninguna duda sobre la importancia de estos temas para la Iglesia, y mucho menos después del Concilio Vaticano II, que nos hizo comprender mejor, que el hombre que hay que salvar es el hombre concreto, que vive hoy, en este mundo material.[5]

 

León XIII marcó el inicio de una doctrina social de la Iglesia, presente en este campo nuevo, de un modo estructurado, con documentos tan importantes como su encíclica Rerum novarum, en la que fijó el pensamiento de la Iglesia frente a las condiciones injustas en que vivía la clase obrera, como consecuencia de la evolución de la economía, que siguió a la revolución industrial, y a la respuesta inadecuada del socialismo materialista. La Iglesia desde entonces ha tenido que seguir ayudándonos con sus enseñanzas, para comprender cómo aportar desde el Evangelio a la solución de los problemas que sigue planteando a la sociedad de nuestro tiempo la industrialización, con su hija la globalización, por ejemplo, el capitalismo, y las ideologías que nacen del mismo capitalismo o como reacción a sus excesos.

 

Pío XI, como cabeza de la Iglesia, tenía que orientar a la sociedad en condiciones que habían cambiado desde la Rerum novarum: el capitalismo occidental había evolucionado, y el comunismo se había consolidado en Rusia. El capitalismo había mostrado su capacidad de crecimiento, pero al mismo tiempo habían aflorado sus contradicciones, que lo llevaron a la inmensa crisis, que desembocó en la quiebra de empresas y la consecuente desocupación. La crisis mayor llegó con el llamado ‘crack’ o quiebra de la Bolsa de Nueva York, el 19 de octubre de 1929. En esa crisis, los desempleados en los EE.UU. llegaron a 12 millones y a 5 millones y medio en Alemania.[6] Fue la época de la llamada Gran Depresión, que alcanzó a todo el mundo dependiente de la economía de los países capitalistas. Seconsidera a la Gran Depresión, como el episodio “más traumático en la historia del capitalismo”[7].

 

La Gran Depresión no sólo tuvo consecuencias económicas. Ante esa catástrofe, “La Gran Depresión confirmó tanto a los intelectuales, como a los activistas y a los ciudadanos comunes (…) que algo funcionaba muy mal en el mundo en que vivían[8] Los políticos y los economistas, empezaron a señalar caminos para salir de la crisis: unos veían en el comunismo marxista la solución, pues parecía que la Unión Soviética había quedado inmune a la crisis, por su política de planificación e industrialización acelerada. Otros pensaban en una opción capitalista, corrigiéndole los errores que había terminado por producir la Gran Depresión, y el tercer camino que empezó a abrirse, fue el del fascismo. El tiempo demostraría, con el desplome de la Unión Soviética, que no era solución el comunismo marxista, con sus iniciales éxitos económicos, obtenidos a costa del sufrimiento de la gente, especialmente del campo, y el régimen de terror para tener el control absoluto de la sociedad, que llegó a su máximo nivel con Stalin.Tampoco el fascismo fue solución, aunque tuvo también al principio éxitos en la reducción del desempleo, especialmente en Alemania, pero precipitó al mundo a la guerra, que ha sido quizás la más cruel de la historia. Y el capitalismo, que se ha impuesto, lo estamos viviendo también como una solución incompleta, porque la economía crece, pero no disminuye la pobreza. La ya larga crisis económica y financiera en los países más industrializados recuerda la Gran Depresión. El capitalismo no acepta cambiar; ¿tendrá que hacerlo a la fuerza?


La Iglesia denuncia esta situación en todas las formas a su alcance. Esta situación la podemos resumir en las palabras de Juan Pablo II, en su mensaje para la Cuaresma de 1998, que sigue igualmente actual en nuestros días:

 

Esta pobreza, que para muchos de nuestros hermanos llega hasta la miseria, constituye un escándalo. Se manifiesta de múltiples formas y está en conexión con muchos y dolorosos fenómenos: la carencia del necesario sustento y de la asistencia sanitaria indispensable; la falta o la penuria de vivienda, con las consecuentes situaciones de promiscuidad; la marginación social para los más débiles y de los procesos productivos para los desocupados; la soledad de quien no tiene a nadie con quien contar; la condición de prófugo de la propia patria y de quien sufre la guerra o sus heridas; la desproporción en los salarios; la falta de una familia, con las graves secuelas que se pueden derivar, como la droga y la violencia. La privación de lo necesario para vivir humilla al hombre: es un drama ante el cual la conciencia de quien tiene la posibilidad de intervenir  no puede permanecer indiferente.

 

Seguiremos en la próxima reflexión, si Dios quiere. Veremos que la solución a esta grave situación, no parece estar en la ciencias económicas, si se olvidan del hombre.

Fernando Díaz del Castillo Z.

Escríbanos a: reflexionesdsi@gmail.com


[1] Concilio Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, 38

[2] Jn 15, 13

[3]Jn. 13, 34-35

[4]Cfr. Ildefonso Camacho, Doctrina social de la Iglesia, un aproximación histórica, San Pablo, Capítulos 2, El Siglo XIX: La Consolidación de la Sociedad Industrial Moderna y 5, Pío XI y el Orden Social: La Quadragesimo anno.

[5] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 3 En nuestros días, el género humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de las cosas y de la humanidad. El Concilio, testigo y expositor de la fe de todo el Pueblo de Dios congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar con ella acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a seguir.

[6] Cfr. Ildefonso Camacho, Ib. 118

[7] Cfr. Eric Hobsbawm, Historia del Siglo XX, Crítica, Barcelona, Cap. III, El Abismo Económico

[8] Ib. Pg. 109