Reflexión 55 Abril 19 2007

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Compendio de la D.S.I. Nº 52

La Iglesia de Dios y renovación de las relaciones sociales (II)

 

La Iglesia en los planes de Dios

En la reflexión pasada repasamos la parte del capítulo 1° del Compendio que lleva por título La Iglesia, signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana. En el estudio de los fundamentos de la Doctrina Social es muy importante que tengamos presente cuál es el papel de la Iglesia. Por otra parte, la condición de trascendencia de la persona humana es fundamental, cuando se toman decisiones que pueden afectar a las personas. Vamos a ver esto más despacio un poco más adelante.

El título general de esta parte del capítulo primero del Compendio de la D.S.I. es Designio de Dios y Misión de la Iglesia, es decir que se trata allí sobre la misión de la Iglesia, de acuerdo con los planes de su Fundador.

Repasemos algunos puntos:

La Iglesia es signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana.

El carácter trascendente de la persona humana significa, que el destino del ser humano no es sólo esta vida temporal. Por eso la Iglesia tiene que estar presente siempre que se trate de defender el carácter trascendente de la persona humana, frente a las pretensiones de quienes no aceptan la vinculación del hombre con una vida más allá de esta vida terrenal, frente a las pretensiones de quienes no aceptan una relación del hombre con Dios. La Iglesia señala ese más allá, que cambia completamente la perspectiva y la razón de ser de nuestra vida. Por ejemplo, los defensores de la eutanasia no aceptan la relación del hombre con Dios o se escudan en que, por lo menos los no creyentes tienen derecho a disponer de su vida; pero legislan para todos, y pretenden, ellos sí, que los médicos creyentes se sometan a lo que disponga una ley inicua, como sucede con el aborto a los médicos que trabajan en hospitales públicos. En vez de salvar vidas, que es lo propio de su profesión, los convierten en doctores de la muerte.

 

 

Creer en el Resucitado cambia la perspectiva de la vida

La reflexión anterior sobre la Pascua, nos dio la oportunidad de reflexionar sobre el sentido de la esperanza cristiana, que nos reafirma en la certeza de que también nosotros, sometidos a la muerte, un día resucitaremos. Que una persona crea o no en Dios, crea o no en Jesucristo Resucitado, cambia completamente la perspectiva de su vida. Sus ganas de vivir son distintas, si se siente partícipe del amor infinito de Dios; el dolor tiene un significado distinto, si la persona comprende que tiene una misión que trasciende lo que pueda hacer en unos años, cortos o largos de su vida terrena, si se siente comprometido con la misión de ser un obrero constructor del Reino de Dios, o si por el contrario cree que es pura materia, que se volverá polvo un día, y no vivirá para siempre, como sí estamos seguros los creyentes.

 

 La dimensión en que vive Dios y… viviremos nosotros

 

Nos hablan con frecuencia de trascendencia, del más allá, de la muerte y la resurrección. En un artículo en la revista El Mensajero del Corazón de Jesús, el teólogo jesuita de la Universidad Javeriana,  P. Alberto Múnera, nos aclara estos conceptos. Leamos algo de lo que tiene que ver con este tema.

“Y nuestro Dios humanado pasó por el terrible trance de la muerte. Ese momento indescriptible y misterioso en el que cesa nuestra pertenencia a estas dimensiones del tiempo y del espacio para sumergirse en el abismo insondable de la eternidad, esa realidad que intuimos, afirmamos desde la fe pero desconocemos en su contenido real. Sólo sabemos que es la misma dimensión en la que vive Dios y en la que el tiempo no transcurre y el ser no se ubica en espacio alguno pero subsiste vitalmente con los mismos elementos de cualquier vida humana pero ya sin ninguna limitación, sin ninguna interferencia, en la plenitud de una incorporación a la divinidad si la persona vivió en el amor y la entrega de sí a los demás.”

 

En plena comunión con Dios

 

“Pero esto último es lo que llamamos resurrección: el paso a la dimensión de Dios en la que acontece entonces el existir humano o en plena comunión con la divinidad o eternamente privado de la misma si se vivió tan sólo para sí mismo en el acentuado egoísmo del propio interés y beneficio con perjuicio del prójimo.”

“Nuestro Dios Jesús resucitó: esa humanidad que asumió por amor y que vivió intensamente con exceso de amor hasta la muerte en cruz, es elevada al nivel mismo de la divinidad en la trascendencia del más allá. En la humanidad glorificada de Jesús Dios Hijo, ubicada al mismo nivel de Dios Padre, es sublimado y divinizado todo lo humano como destino último. Mi humanidad y la de todo ser humano adquiere nivel de Dios en razón de que la divinización es el término previsto por Dios en su plan maravilloso sobre todos/as y cada uno/a de nosotros/as.”

“Esta nueva vida, la vida divina definitiva en Jesús y en nosotros/as es lo que celebramos en la resurrección / cuya memoria perpetuamos en el tiempo pascual.” [1]

La felicidad de los cristianos, que estamos llamados a compartir la vida de Dios en la eternidad, – la plena comunión con la divinidad a que estamos llamados, – no la puede entender el no creyente. Quisiera el no creyente tener pruebas materiales, pruebas físicas, de algo que aceptamos gracias al regalo de la fe, que infortunadamente, – aunque queramos, – no podemos pasar a los demás. Es Dios quien la da. Y es un regalo que podemos perder si no lo cuidamos. Por eso pedimos que el Señor nos conserve y aumente la fe, y claro, la podemos pedir para los demás. Continuemos con el tema de la misión de la Iglesia.

 

Razón de ser de la Iglesia Misionera

 

 

Vimos también, en la reflexión anterior, que Jesucristo fundó la Iglesia para anunciar y comunicar la salvación, para anunciar el reino de Dios, que es lo mismo que la comunión con Dios y entre los hombres. Tengamos presente esa afirmación, básica para comprender la Doctrina Social de la Iglesia: Jesucristo fundó la Iglesia para anunciar el reino de Dios, que es lo mismo que la comunión con Dios y entre los hombres. La Iglesia tiene que anunciar, hacer conocer el Reino de Dios. Es la razón de ser de la Iglesia Misionera. Es un anuncio de esperanza: que estamos llamados a la comunión con Dios. Y es una invitación al amor a los demás, porque el Reino se empieza a construir aquí en la tierra, haciendo posible la comunión entre los hombres.

Juan Pablo II en una de sus catequesis, recordaba las palabras de San Pablo, que se sentía urgido de predicar la Buena Nueva, con estas palabras:

“San Pablo pone de relieve la necesidad de esta predicación, añadiendo al mandato de Cristo su experiencia de Apóstol. En su actividad evangelizadora realizada en muchas regiones y en muchos ambientes, se había dado cuenta de que los hombres no creían porque nadie les había anunciado todavía la buena nueva. Aun estando abierto a todos el camino de la salvación, había comprobado que no todos habían tenido acceso a él. Por ello, daba también esta explicación de la necesidad de la predicación por mandato de Cristo: «¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?» (Rm 10, 14.15).[2]

 

 

¿Por qué la Iglesia predica tanto el amor?

 

 

Porque el Reino de Dios es la comunión con Dios y entre los hombres, la Iglesia nos habla tanto del amor, de la comunión entre los hombres; debe hacerlo para ser fiel a su misión, que es anunciar y comunicar la salvación, el Reino de Dios. Como bautizados, miembros de la Iglesia, es de nuestra misión contribuir a crear esa comunión entre los hombres. Si en vez de unir dispersamos, no cumplimos con la tarea que se nos ha encomendado. En nuestra relación con los demás, preguntémonos con sinceridad, si contribuimos a comunicar la comunión o la desunión. Y si hay algo que nos caracteriza como factores de desunión, pidámosle ayuda a Dios que nos ayude a cambiar. Y propongámonos hacerlo.


Se cree más a los testigos que a los maestros, a los hechos que a las teorías

Como miembros de la Iglesia por el bautismo, hemos recibido “la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos” (Lumen gentium 5) y Juan Pablo II nos aclaró que La primera forma de evangelización es el testimonio (Redemptoris missio, 42,43). Dijo estas palabras que debemos tener siempre presentes: “El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías. El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión.”

Otro punto muy importante, que nos quedó claro en las reflexiones anteriores, es que La Iglesia no se confunde con la comunidad política y no está ligada a ningún sistema político (Gaudium et spes 76) y que a la identidad y misión de la Iglesia en el mundo, según el proyecto de Dios realizado en Cristo, corresponde “una finalidad escatológica y de salvación que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente”. (Gaudium et spes 40). De manera que la finalidad de la Iglesia no es constituir aquí un Reino terreno, permanente. Estamos de paso, mi Reino no es de este mundo, dijo el Señor. (Jn 18,36)

 

 

¿Esperar la llegada del Reino cruzados de brazos?

 

 

Es muy importante considerar que el Reino de Dios, como acabamos de leer en el N°51 del Compendio, sólo se alcanzará plenamente al final de los tiempos, pero eso no significa, en absoluto, que nos debamos cruzar de brazos esperando su llegada, sino que tenemos que irlo construyendo. Parte esencial, de ese Reino de Dios, es la renovación de las relaciones sociales. Como vimos, el reino de Dios,  nos enseña la doctrina de la Iglesia, es lo mismo que la comunión con Dios y entre los hombres. Volvamos a leer el N° 52 del Compendio, que nos aclara las implicaciones de esta realidad, que el Reino de Dios sea lo mismo que la comunión con Dios y entre los hombres:

“Dios, en Cristo, no redime solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los hombres. Como enseña el apóstol Pablo, la vida en Cristo hace brotar de forma plena y nueva la identidad y la sociabilidad de la persona humana, con sus consecuencias concretas en el plano histórico:

« Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús » (Ga 3,26-28).

Des   Desde esta perspectiva, – sigue el Compendio, – las comunidades eclesiales, convocadas por el mensaje de Jesucristo y reunidas en el Espíritu Santo en torno a Él, resucitado (cf. Mt 18,20; 28, 19-20; Lc 24,46-49), se proponen como lugares de comunión, de testimonio y de misión y como fermento de redención y de transformación de las relaciones sociales. La predicación del Evangelio de Jesús induce a los discípulos a anticipar el futuro renovando las relaciones recíprocas.

La      La Iglesia como Pueblo de Dios y las comunidades eclesiales, – donde dos o tres se reúnan en el nombre del Señor[3], – tienen que ser “comunidades”, lugares de comunión, de testimonio y de misión. Es de gran importancia si queremos ser consecuentes con nuestra fe, que tengamos presente que, la vida de nosotros los cristianos tiene que ser una vida de testimonio, y que dar testimonio no es siempre ni solamente, darlo de palabra, sino que nuestro modo de vida, nuestro comportamiento, tienen que ser ese testimonio; con nuestro ejemplo, nuestra familia, nuestra comunidad en el trabajo, y por supuesto las comunidades apostólicas en las que participemos, deben llegar a ser lugares de comunión, de testimonio y de misión; y nuestra conducta debe ser un fermento de redención y de transformación de las relaciones sociales.

 

 

Cristo no redime solamente a la persona individual

 

 

  La Iglesia nos enseña en este N° 52 que estudiamos ahora, que Dios, en Cristo, no redime solamente a la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los hombres. Y la Iglesia es muy específica, para que no nos quedemos sólo en teorías. Nos dice que la vida en Cristo hace brotar de forma plena y nueva la identidad y la sociabilidad de la persona humana, con sus consecuencias concretas en el plano histórico. Es decir, con consecuencias concretas en nuestra vida práctica.

La nueva identidad y sociabilidad de la persona humana, de la que nos habla la Iglesia, tiene sin duda que ver con el hombre nuevo, del que habla San Pablo. [4] Por eso, con la coherencia que siempre tiene la doctrina de Jesucristo, nuestra conversión se refiere también a la relación con nuestros hermanos. Nuestro hombre viejo puede ser inclinado al desinterés, a la desconsideración, al maltrato a los demás, al resentimiento, al odio, y tenemos que convertirnos en el hombre nuevo, el que tiene como mandamiento nuevo el amor al prójimo. Para quien la nueva Ley de vida es la caridad, que, según San Pablo, es lo contrario de lo que rige al hombre viejo, porque

4. La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; 5. es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; 6. no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad.7. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta.[5]

En este contexto, la Iglesia, cita también a San Pablo en este N° 52 del Compendio, que nos advierte que tenemos que practicar el amor con todos, porque todos somos hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, que somos uno en Cristo, que no importa la raza, ni la nacionalidad, ni el estado, ni el género, pues todos somos uno en Cristo Jesús » (Ga 3,26-28). Hoy San Pablo añadiría que no importan las clases sociales ni los estratos.

 

 

Quien dice amar a Jesús pero no ama al prójimo es un mentiroso

 

 

La Iglesia es insistente desde su mismo nacimiento, en el puesto primordial del amor al prójimo, en la vida del cristiano. El Mandamiento Nuevo, en la noche del Jueves Santo, es incontrovertible, y así lo entendió San Juan, como leemos en su primera carta. Si decimos que amamos mucho al Señor, pero nuestro comportamiento no es de amor al prójimo, hay algo esencial al cristianismo que anda mal, y debemos corregir en nuestra vida. Juan Pablo II que fue tan maravilloso maestro, en una catequesis de sus audiencias generales, comenzó así, citando la conocida carta de San Juan:[6]

«Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él éste mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4, 20-21).

         Y más adelante, Juan Pablo II dijo estas palabras que nos deben hacer pensar y actuar:

“Sólo quien se interesa por el prójimo y sus necesidades muestra concretamente su amor a Jesús. Si se cierra o permanece indiferente al «otro», se cierra al Espíritu Santo, se olvida de Cristo y niega el amor universal del Padre.”

El significado cristológico del amor al prójimo resplandecerá en la segunda venida de Cristo. Precisamente entonces se constatará que la medida para juzgar la adhesión a Cristo es precisamente el ejercicio diario y visible de la caridad hacia los hermanos más necesitados: «Tuve hambre y me disteis de comer…» (cf. Mt 25, 31-46). Hasta aquí Juan Pablo II.

En los apartes del artículo del P. Alberto Múnera sobre la resurrección, que leímos más arriba, hubo una afirmación que se refiere a este pensamiento de la segunda venida del Señor, cuando, – como en las palabras de Juan Pablo II que acabamos de leer, – se constatará que la medida para juzgar la adhesión a Cristo es precisamente el ejercicio diario y visible de la caridad. Dice en su artículo el teólogo jesuita, que cuando pasemos a la eternidad, – que él llama allí “la dimensión de Dios”, – nuestra existencia será: en plena comunión con la divinidad, si la persona vivió en el amor y la entrega de sí a los demás o eternamente privado de la misma si se vivió tan sólo para sí mismo en el acentuado egoísmo del propio interés y beneficio con perjuicio del prójimo. Como vemos, el Evangelio es en esto tajante.

La insensibilidad: el mayor pecado del mundo pagano

       Dada la situación del mundo, la caridad con los pobres, con los que sufren y mueren de hambre es de importancia capital. La Iglesia, al seguir el camino que nos señaló Jesucristo  tiene que ser sensible al sufrimiento, orar y actuar en consecuencia. Benedicto XVI, al finalizar el Vía Crucis en el Coliseo romano el pasado Viernes Santo:[7]

Recordando que los Padres de la Iglesia consideraron siempre la insensibilidad «como el mayor pecado del mundo pagano», (…) evocó la profecía de Ezequiel, que anuncia la promesa de Dios. «Os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne». Y es que convertirse a Cristo, ser cristiano, – dijo – es «recibir un corazón sensible al sufrimiento de los demás».

«Nuestro Dios –
prosiguió el Papa– no es un Dios lejano, intocable en su beatitud. Nuestro Dios tiene un corazón. Aún más, tiene un corazón de carne. Se hizo carne, precisamente, para poder sufrir con nosotros y estar con nosotros en nuestros sufrimientos. Se hizo hombre para darnos un corazón de carne y despertar en nosotros el amor hacia los que sufren y hacia los necesitados».

Con dulce, profunda y apremiante firmeza, Benedicto XVI invitó a rezar por los que sufren en todo el mundo: «Roguemos en esta hora al Señor por todos los que sufren en el mundo. Roguemos al Señor para que nos dé verdaderamente un corazón de carne. Para que nos haga mensajeros de su Amor, no sólo con palabras, sino con toda nuestra vida. Amén».

Mensajeros de amor no sólo con palabras, sino con toda nuestra vida. Fueron palabras de Benedicto XVI para todos nosotros. Toda nuestra vida tiene que ser testimonio de amor a Dios y al prójimo. Por la situación de hambre en nuestro país y en el mundo, se menciona con particular énfasis el amor a los pobres. Esto es de esencial importancia. ¿Cómo podemos ser indiferentes o insensibles al hambre de nuestros hermanos? No debemos olvidar, sin embargo, que hay otros que sufren, a los que también debemos mostrar misericordia. También con ellos debemos ser misericordiosos: con los enfermos, del cuerpo o del espíritu. Hay dolores y heridas del alma que no se ven en la piel, pobreza espiritual que no se revela en el vestido. Soledades en los hospitales y en las cárceles, y también en los hogares, en las casas para ancianos y aun en medio de las muchedumbres. El Señor nos pide que seamos misericordiosos con los que sufren.

Si en nuestro nuestra sociedad las relaciones fueran según el corazón de Dios, rico en misericordia, habría menos dolor y menos lágrimas.

 

Fernando Díaz del Castillo Z.

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[1]El Mensajero del Corazón de Jesús, No. 1.390 II Época Año 2006 Tomo CXIX BOGOTÁ D.C.COLOMBIA. Puede encontrarse la edición virtual entre los enlaces en la columna “Blogroll” de este blog.

[2] Juan Pablo II, Audiencia general, miércoles 21 de abril, 1993. El celo por dar a conocer a Dios a los gentiles lo comparten los misioneros. Es famosa la carta de San Francisco Javier a sus hermanos jesuitas de Roma, desde la India: “Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la Universidad de París, diciendo en Sorbona, a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ¡cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por negligencia de ellos! ( Cfr José María Recondo, San Francisco Javier, BAC Biografías, Pg. 106)

[3]Mt 18,20: “Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.”

[4] Es insistente la llamada a los cristianos a«renovarse en el Espíritu (…) y a revestirse del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4, 23-24).

[5] 1 Cor, 13, 4-7

[6] Juan Pablo II, Catequesis en la audiencia general del miércoles 20 de octubre de 1999

[7] Viernes Santo 6 de abril 2007. Palabras tomadas de Radio Vaticano en internet