Reflexión 52 Marzo 22 2007

Compendio de la D.S.I. Nº 50

 

Misión de la Iglesia y el Reino de Dios

 

Antes de comenzar, recojámonos un momento; agradezcamos al Señor que nos da esta oportunidad de estudiar y conocer así mejor su doctrina. Ofrezcámosele este rato de estudio y reflexión, y pidamos al Espíritu Santo, por intercesión de la Virgen María, que ilumine nuestro entendimiento y mueva nuestra voluntad, para que comprendamos y amemos su doctrina, y pidámosle que nos dé su gracia para vivir de acuerdo con ella.

Designio de Dios y Misión de la Iglesia

La Iglesia, signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana

 

En la reflexión anterior continuamos el estudio de la cuarta y última parte del primer capítulo del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que tiene como título Designio de Dios y Misión de la Iglesia y que comienza con el tema: La Iglesia, signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana. De manera que estamos estudiando el papel de la Iglesia según los planes de Dios, y en particular cómo nos ayuda a vivir de acuerdo con el fin para el cual fuimos creados: para la vida eterna, con Dios.

Terminamos ya la reflexión sobre el Nº 49, que vamos a leer antes de continuar con el número 50 y nos detendremos sólo en algunos puntos, que pueden requerir ampliación. Los que no pudieron escuchar por la radio el programa anterior o no han leído la reflexión 51, podrán leerla con provecho, antes de continuar, para comprender mejor lo que sigue. Leamos entonces el Nº 49 del Compendio de la D.S.I.:

La Iglesia, comunidad de los que son convocados por Jesucristo Resucitado y lo siguen, es «signo y salvaguardia  del carácter trascendente de la persona humana». La Iglesia «es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano». Su misión es anunciar y comunicar la salvación realizada en Jesucristo, que Él llama «Reino de Dios» (Mc 1,15), es decir la comunión con Dios y entre los hombres. El fin de la salvación, el Reino de Dios, incluye a todos los hombres y se realizará plenamente más allá de la historia, en Dios. La Iglesia ha recibido «la misión de anunciar el reino de Cristo y de Diose instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino».

Es interesante resaltar la frase: la Misión de la Iglesia es anunciar y comunicar la salvación realizada en Jesucristo, que Él llama «Reino de Dios» (Mc 1,15), es decir la comunión con Dios y entre los hombres. Detengámonos aquí.

¿Qué es el Reino de Dios?

 

 

Nos dice la Iglesia que anunciar la salvación, es lo mismo que anunciar el Reino de Dios; que Jesucristo llama a la salvación «Reino de Dios». De manera que afirmar que ha llegado el reino de Dios [1] es lo mismo que afirmar que ha llegado la salvación. Y fijémonos con atención en la última parte de la frase, que explica lo que significa el Reino de Dios: Reino de Dios » (Mc 1,15)[2], es decir la comunión con Dios y entre los hombres.

Grabémonos entonces, que la salvación, que es lo mismo que el Reino de Dios, es también lo mismo que la comunión con Dios y entre los hombres. La salvación, el Reino de Dios y la comunión con Dios y entre los hombres son lo mismo. Ahora entendemos cómo, la construcción del Reino, un Reino de comunión, de unidad, de amor, de justicia, en lo que tenemos que trabajar durante nuestra vida en la tierra, no es sólo la comunión con Dios, que empieza cuando recibimos la vida divina en el bautismo, y que llegará a su plenitud en el cielo, sino que tenemos que construir también la comunión con nuestros hermanos. El Reino de Dios, nos dice la Iglesia, es la comunión con Dios y entre los hombres. Lo que hagamos por construir la comunión entre los hombres, es una colaboración en la construcción del Reino de Dios. Y al contrario; también lo que hagamos contra la comunión entre los hombres es impedir o retrasar el Reino…

Cuando estudiamos estas maravillas de nuestra fe, tan coherente por donde se mire, tenemos que quedar admirados con la riqueza de nuestra doctrina católica, con lo maravilloso que es ser cristianos, y así mismo nos tenemos que hacer conscientes de la tarea enorme que tenemos que hacer, para que el Reino de Dios sea una realidad en nosotros mismos y en el mundo. A eso se refieren las últimas líneas del Nº 49. Leámoslas:

El fin de la salvación, el Reino de Dios, incluye a todos los hombres y se realizará plenamente más allá de la historia, en Dios. La Iglesia ha recibido «la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino». Estas últimas palabras son de la Constitución dogmática Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, en el Nº 5.

Algo más sobre el Reino: Jesús nos enseñó en el Padre Nuestro el significado del Reino, cuando nos enseñó a pedir “Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Es decir que pidamos que el cielo empiece aquí en la tierra y eso sucederá si hacemos la voluntad de Dios aquí como se hace en el cielo, donde se vive la vida divina, que es una vida de Amor.

El Reino de Dios incluye a todos los hombres

 

 

Para ahondar en este punto, acerca de la misión de la Iglesia, de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, podemos acudir con provecho, a la encíclica Redemptoris missio, de Juan Pablo II, sobre la permanente validez del mandato misionero. Acabamos de leer que El fin de la salvación, el Reino de Dios, incluye a todos los hombres. A este propósito, la carta encíclica Redemptoris missio dice en el Nº 14:

El Reino está destinado a todos los hombres, dado que todos son llamados a ser sus miembros. Para subrayar este aspecto, Jesús se ha acercado sobre todo a aquellos que estaban al margen de la sociedad, dándoles su preferencia, cuando anuncia la «Buena Nueva». Al comienzo de su ministerio proclama que ha sido «enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4, 18). A todas las víctimas del rechazo y del desprecio Jesús les dice:«Bienaventurados los pobres» (Lc 6, 20). Además, hace vivir ya a estos marginados una experiencia de liberación, estando con ellos y yendo a comer con ellos (cf. Lc 5, 30; 15, 2) [3], tratándolos como a iguales y amigos (cf. Lc 7, 34), haciéndolos sentirse amados por Dios y manifestando así su inmensa ternura hacia los necesitados y los pecadores (cf. Lc 15, 1-32).

Los marginados de que habla aquí la Iglesia no son sólo los marginados por la pobreza material, sino también los necesitados de la misericordia de Dios por ser pecadores. Jesús manifestó su inmensa ternura por los pecadores. Recordemos, si no, el pasaje de la mujer adúltera. Y los fariseos le preguntaban: ¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?

Sobre la afirmación de que el Reino de Dios es (…) la comunión con Dios y entre los hombres, la misma encíclica Redemptoris missio dice en el Nº 15:

El Reino tiende a transformar las relaciones humanas y se realiza progresivamente, a medida que los hombres aprenden a amarse, a perdonarse y a servirse mutuamente. Jesús se refiere a toda la ley, centrándola en el mandamiento del amor (cf. Mt 22, 34-40)[4] ; Lc 10, 25-28). Antes de dejar a los suyos les da un «mandamiento nuevo»: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12; cf. 13, 34). El amor con el que Jesús ha amado al mundo halla su expresión suprema en el don de su vida por los hombres (cf. Jn 15, 13), manifestando así el amor que el Padre tiene por el mundo (cf. Jn 3, 16). Por tanto la naturaleza del Reino es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios.

Fijémonos en las últimas palabras, que son de Juan Pablo II: la naturaleza del Reino  es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios. Y continúa el Santo Padre explicándonos lo que es el Reino de Dios y lo que significa para el mundo:

El Reino interesa a todos: a las personas, a la sociedad, al mundo entero. Trabajar por el Reino quiere decir reconocer y favorecer el dinamismo divino, que está presente en la historia humana y la transforma. Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la manifestación y la realización de su designio de salvación en toda su plenitud. 

No olvidemos tampoco esta frase: Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus formas. Más adelante veremos el alcance que tiene.

Continuemos ahora con el estudio del Nº 50 del Compendio de la D.S.I., que sigue desarrollando el tema del papel de la iglesia en la salvación, en el Reino de Dios. Leamos la primera parte:

La Iglesia se pone concretamente al servicio del Reino de Dios, ante todo anunciando y comunicando el Evangelio de la salvación y constituyendo nuevas comunidades cristianas. Además, sirve al Reino difundiendo en el mundo los “valores evangélicos”, que son expresión de ese Reino y ayudan a los hombres a acoger el designio de Dios.

¿Cómo sirve la Iglesia al Reino de Dios?

Ante todo anunciando y comunicando el Evangelio de la salvación, constituyendo nuevas comunidades cristianas,esa es la labor misionera entre los que no han oído todavía hablar de Dios.  La otra manera de estar al servicio del Reino de Dios es difundiendo en el mundo los “valores evangélicos”, que son expresión de ese Reino y ayudan a los hombres a acoger el designio de Dios. De manera que si aceptamos los valores evangélicos y vivimos de acuerdo con ellos, hacemos realidad en nosotros los designios, los planes de Dios, su Reino.

Hay mucho para meditar en esta parte. ¿A qué se refiere el Compendio cuando habla de los valores evangélicos, que la Iglesia difunde y son expresión del Reino de Dios? Ante todo no se pueden ignorar los valores evangélicos señalados por Jesús en las Bienaventuranzas y que encontramos en Mateo 5, 1-12. Ese es todo un plan de vida de acuerdo con los designios de Dios. Para no hablar por nosotros mismos, lo mejor es acudir al Maestro, al Santo Padre Juan Pablo II, quien trata este asunto también en la encíclica Redemptoris missio. El Papa nos previene frente a ciertas tendencias, en el anuncio del Reino, que se apartan del sentir de la Iglesia. Dice así en el Nº17 de su encíclica:

Hoy se habla mucho del Reino, pero no siempre en sintonía con el sentir de la Iglesia. En efecto, se dan concepciones de la salvación y de la misión que podemos llamar «antropocéntricas», en el sentido reductivo del término, al estar centradas en torno a las necesidades terrenas del hombre.

(Concepciones del Reino en sentido reductivo, es decir que reducen el Reino a sólo las necesidades terrenas del hombre). – Continúa Juan Pablo II:

En esta perspectiva el Reino tiende a convertirse en una realidad plenamente humana y secularizada, en la que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y también cultural, pero con unos horizontes cerrados a lo trascendente. Aun no negando que también en ese nivel haya valores por promover, sin embargo tal concepción se reduce a los confines de un reino del hombre, amputado en sus dimensiones auténticas y profundas, y se traduce fácilmente en una de las ideologías que miran a un progreso meramente terreno. El Reino de Dios, en cambio, «no es de este mundo, no es de aquí» (Jn 18, 36).

Esto es muy importante: el Reino de Dios que se debe instaurar, que debemos ayudar a construir en la tierra, no lo podemos reducir sólo a la solución o más bien, sólo a la satisfacción, de las necesidades terrenas del hombre. ¿Por qué? Porque si el Reino se reduce sólo a lo terreno, se cierra el horizonte de lo importante, que es lo trascendente, y se puede acudir a soluciones que encierran una contradicción con los valores del Evangelio, como pueden ser los medios violentos. Siguiendo esa corriente, el Evangelio lo podemos convertir en política, en una ideología, como sucede en algunos seguidores de la llamada “teología de la liberación”.

Volvamos a leer las palabras del Papa: En esta perspectiva el Reino tiende a convertirse en una realidad plenamente humana y secularizada, en la que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y también cultural, pero con unos horizontes cerrados a lo trascendente.

Nos dice el Papa muchas veces, en diversas ocasiones, que hay que trabajar por mejorar las condiciones económicas, que hay que luchar contra la pobreza y la injusticia social, por la libertad política y cultural, pero sin cerrar el horizonte de lo trascendente. El Reino de Dios no es el reino de la abundancia material. Hoy se quiere enfocar todo por el lado del bienestar material, por las satisfacciones puramente humanas, y se quiere prescindir del sacrificio, del esfuerzo. Por eso se promueven prácticas como el divorcio, como el aborto, como la eutanasia. Se pretende que eso es lo actual, lo moderno, lo humano, lo que el mundo exige, para hacer la vida más fácil. Se quiere cambiar el mundo sin que el hombre cambie por dentro.

La liberación que anuncia el Evangelio

 

 

Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, en el Nº 33, refiriéndose a la liberación que anuncia el Evangelio, dice que debe abarcar al hombre entero, en todas sus dimensiones, incluida su apertura al Absoluto, que es Dios. Y más adelante, en el Nº 36, añade:

La Iglesia considera ciertamente importante y urgente la edificación de estructuras más humanas, más justas, más respetuosas de los derechos de la persona, menos opresivas y menos avasalladoras; pero es consciente de que aun las mejores estructuras, los sistemas más idealizados se convierten pronto en inhumanos  si las inclinaciones inhumanas del hombre no son saneadas, si no hay conversión de corazón y de mente  por parte de quienes viven en estas estructuras o las rigen.

Esto nos indica que nuestra conversión es indispensable, para que el Reino de Dios pueda ser una realidad. Una sociedad que se oriente sólo a los cambios materiales: al cambio de estructuras sociales, políticas y económicas, sin el cambio interior del hombre, ara sobre el mar. La injusticia, la discriminación, el resentimiento, que lleva también a la violencia y al odio, son consecuencias del pecado. Jesucristo nos ofrece la salvación completa del hombre; no sólo nos libera del pecado como realidad nuestra, íntima, personal, sino que vino a liberarnos de las consecuencias del pecado en el orden social, estructural, político, comunitario.[5] Es decir, Jesucristo nos libera de nuestras injusticias, de nuestro odio, de nuestra violencia, que impiden que el Reino se instaure en la tierra. Ser injustos es impedir el Reino, que es de justicia. Nuestros pecados personales contra la caridad tienen un alcance social, que dañan a la comunidad. Por eso, el cambio social requiere nuestra conversión.

Recordemos que la naturaleza del Reino es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios, como acabamos de leer en Redemptoris missio.

Valores del Reino y Valores del Evangelio

Finalmente, cuando se pretende un Reino sólo terrenal, se llega a negar a Jesucristo junto con el Reino que Él anunció. Oigamos estas palabras de Juan Pablo II, en la misma encíclica Redemptoris missio, que nos aclaran muchas actitudes, inclusive de católicos, que piden un Reino distinto del que encontramos en el Evangelio, que piensan en un Reino sólo circunscrito a lo terrenal. Dice el Papa que se presentan algunas concepciones equivocadas sobre la Iglesia. Estas son sus palabras, en el Nº 17 de la encíclica Redemptoris missio:

Se describe el cometido de la Iglesia, como si debiera proceder en una doble dirección; por un lado, promoviendo los llamados «valores del Reino», cuales son la paz, la justicia, la libertad, la fraternidad; por otro, favoreciendo el diálogo entre los pueblos, las culturas, las religiones, para que, enriqueciéndose mutuamente, ayuden al mundo a renovarse y a caminar cada vez más hacia el Reino.

De los que llaman Valores del Reino: la paz, la justicia, la libertad, la fraternidad, nos dice el Papa que son positivos. Lo negativo es reducir sólo a esos los valores del Reino y olvidar a Cristo y al Reino como Él lo anunció. Así dice el Papa:

Junto a unos aspectos positivos, estas concepciones manifiestan a menudo otros negativos. Nos dice el Papa que los defensores de esa concepción del Reino dejan en silencio a Cristo, con la excusa de que Cristo no puede ser comprendido por quien no profesa la fe cristiana, mientras que pueblos, culturas y religiones diversas pueden coincidir en la única realidad divina, cualquiera que sea su nombre. Por el mismo motivo, conceden privilegio al misterio de la creación, que se refleja en la diversidad de culturas y creencias, pero no dicen nada sobre el misterio de la redención. Además el Reino, tal como lo entienden, termina por marginar o menospreciar a la Iglesia, como reacción a un supuesto «eclesiocentrismo» del pasado y porque consideran a la Iglesia misma sólo un signo, por lo demás no exento de ambigüedad.[6]

Juan Pablo II nos explica enseguida, que ese Reino, sin Cristo, sin la Iglesia, no es el que conocemos por la revelación. Esto dice en el Nº 18 de la encíclica Redemptoris missio:

Ahora bien, no es éste el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, el cual no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia.

El Reino de Dios no es un cocepto ni una doctrina ni un programa, es una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible

 

 

Como ya queda dicho, Cristo no sólo ha anunciado el Reino, sino que en él el Reino mismo se ha hecho presente y ha llegado a su cumplimiento: «Sobre todo, el Reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino “a servir y a dar su vida para la redención de muchos” (Mc 10, 45) ».El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible. Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no existe ya el reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino —que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano o ideológico— como la identidad de Cristo, que no aparece ya como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Cor l5,27).

Asimismo, –continúa el Papa, – el Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es fin para sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos. Cristo ha dotado a la Iglesia, su Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación; el Espíritu Santo mora en ella, la vivifica con sus dones y carismas, la santifica, la guía y la renueva sin cesar. De ahí deriva una relación singular y única que, aunque no excluya la obra de Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la Iglesia, le confiere un papel específico y necesario. De ahí también el vínculo especial de la Iglesia con el Reino de Dios y de Cristo, dado que tiene «la misión de anunciarlo e instaurarlo en todos los pueblos».

Volvamos al texto del Nº 50 del Compendio, que estamos estudiando y que dice:

La Iglesia se pone concretamente al servicio del Reino de Dios, ante todo anunciando y comunicando el Evangelio de la salvación y constituyendo nuevas comunidades cristianas. Además, sirve al Reino difundiendo en el mundo los “valores evangélicos”, que son expresión de ese Reino y ayudan a los hombres a acoger el designio de Dios.

Es verdad, pues, que la realidad incipiente del Reino puede hallarse también fuera de los confines de la Iglesia, en la humanidad entera, siempre que ésta viva los “valores evangélicos” y esté abierta a la acción del Espíritu, que sopla donde y como quiere (cf. Jn 3,8); pero además hay que decir que esta dimensión temporal del Reino es incompleta si no está en coordinación con el Reino de Cristo, presente en la Iglesia y en tensión hacia la plenitud escatológica.[7]

Fijémonos en la afirmación: la realidad incipiente del Reino puede hallarse también fuera de los confines de la Iglesia, en la humanidad entera, siempre que ésta viva los “valores evangélicos” y esté abierta a la acción del Espíritu, que sopla donde y como quiere.

El mejor comentario sobre este asunto de la salvación fuera de la Iglesia lo encontramos en la encíclica Redemptoris missio. Esto dice en el Nº 10:

La salvación es ofrecida a todos los hombres

 

 

La universalidad de la salvación no significa que se conceda solamente a los que, de modo explícito, creen en Cristo y han entrado en la Iglesia. Si es destinada a todos, la salvación debe estar en verdad a disposición de todos. Pero es evidente que, tanto hoy como en el pasado, muchos hombres no tienen la posibilidad de conocer o aceptar la revelación del Evangelio y de entrar en la Iglesia. Viven en condiciones socioculturales que no se lo permiten y, en muchos casos, han sido educados en otras tradiciones religiosas. Para ellos, la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo: ella permite a cada uno llegar a la salvación mediante su libre colaboración.

Por esto mismo, el Concilio, después de haber afirmado la centralidad del misterio pascual, afirma: «Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual ».[8]

Como vimos, otro asunto que menciona el Nº 50 y que merece toda nuestra atención, es que la dimensión temporal del Reino es incompleta, si no está en coordinación con el Reino de Cristo, presente en la Iglesia y en tensión hacia la plenitud escatológica.

Ya antes tratamos este punto. El Reino de Dios que nos anuncia el Evangelio no es temporal, como dice la encíclica Redemptoris missio, en el Nº 18, que leímos antes: el Reino de Dios no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia.

Para terminar hoy, leamos el último párrafo del Nº 50 del Compendio de la D.S.I. que cierra muy bien la reflexión sobre la misión de la Iglesia en el Reino. Dice así:

De ahí deriva, en concreto, que la Iglesia no se confunda con la comunidad política y no esté ligada a ningún sistema político.[9] Efectivamente, la comunidad política y la Iglesia, en su propio campo, son independientes y autónomas, aunque ambas estén, a título diverso, «al servicio de la vocación personal y social del hombre».[10] Más aún, se puede afirmar que la distinción entre religión y política y el principio de la libertad religiosa —que gozan de una gran importancia en el plano histórico y cultural— constituyen una conquista específica del cristianismo.

Fernando Díaz del Castillo Z.

Eacríbanos a: reflexionesdsi@gmail.com

 


[1]Lc 11,20; Mt 12,28

[2] Mc 1,15: El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva

[3 ]Lc 5,30: ¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?

[4] En Mt.: Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?, etc.; En Lc.: Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?, etc.

[5] Este punto nos hace pensar necesariamente en la teología de la liberación. Para ahondar en él podemos ir al discurso del Santo Padre en la inauguración de la Conferencia de Puebla. Nos ayuda también: Carlos Ignacio González, S.J., La Teología de la Liberación a la luz del magisterio de Juan Pablo II en América Latina, en “Cuestiones Actuales de Cristología y Eclesiología”, Curso de actualización teológica organizado por el Episcopado Colombiano, Secretariado Permanente del Episcopado Colombiano, Bogotá, 1990

[6] Redemptoris missio, 17

[7] Juan Pablo II, Redemptoris missio, 20

[8] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 22

[9] Gaudium et spes, 58; Catecismo de la Iglesia Católica, 2245

[10] Gaudium et spes, 76