Reflexión 27, 31 de agosto 2006

Reflexión 27 Jueves 31 de agosto de 2006

Repasemos la reflexión anterior

 

En la reflexión anterior empezamos el estudio del Nº 39 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Recordemos que estamos estudiando el primer capítulo de la primera parte del libro, que nos enseña cuál es el designio, o sea, el plan de Dios para la humanidad. Este número 39 amplía y profundiza el tema sobre la salvación cristiana: nos enseñaque la salvación es para todos los hombres y de todo el hombre. De manera que el plan de Dios sobre el hombre, desde su creación,  ha sido ofrecerle la salvación, que es lo mismo que ofrecerle gozar un día de la vida divina en la gloria. Vimos que la Historia de la salvación comienza en el momento mismo de la creación; fuimos creados para participar de la vida de Dios. En el programa anterior alcanzamos a reflexionar sobre la primera parte de ese número 39, que dice así:

La salvación que Dios ofrece a sus hijos requiere su libre respuesta y adhesión. En eso consiste la fe, por la cual “el hombre se entrega entera y libremente a Dios”[1], respondiendo al Amor precedente y sobreabundante de Dios (cf Jn 4,10) con el amor concreto a los hermanos y con firme esperanza , “pues fiel es el autor de la Promesa” (Hb 10,23).

Para recordar las conclusiones a que nos llevó nuestro estudio del párrafo que acabamos de leer, enumeremos por lo menos algunos puntos clave:

Veíamos que Dios nos ofrece, en su infinita generosidad, la salvación. Nos llama a ser sus hijos adoptivos, partícipes de la naturaleza divina, de la vida eterna, como nos enseña el Catecismo en el Nº 1996. Es una llamada, una invitación de Dios, que podemos no aceptar, pues Dios respeta nuestra libertad. La frase de San Agustín que citamos hace una semana resume de manera clara esta verdad. Dice: El que te salvó a ti, sin ti, no te salvará a ti sin ti. El hombre se puede resistir y decir: NO. Representa muy bien esta verdad aquel cuadro, cuyo autor desconozco, en el que aparece el Señor golpeando a una puerta. “He aquí que estoy a la puerta y llamo”, dice. Detrás estamos nosotros, que podemos abrir o no esa puerta. El Señor no entrará a la fuerza.

 

La fe es nuestra respuesta

 

También comprendimos que nuestra respuesta a la invitación divina es la fe; y que la fe consiste en una entrega entera y libre a Dios. Es decir , a Dios. La fe es una virtud que viene de Dios; por eso se llama virtud teologal. Tiene su inicio en Dios, que llama. Las palabras teología y teologal, tienen origen en la palabra griega: Theos, que quiere decir dios. De manera que teologal quiere decir divina; de esa misma raíz procede la palabra teología, que es la ciencia sobre Dios. La fe es una virtud que viene de Dios, que Él nos da. Por eso pedimos al Señor que nos la aumente: Señor, aumenta mi fe. La fe no se puede adquirir sin una previa intervención de Dios.

En este mismo número nos enseña la Iglesia que nuestra respuesta a su llamada,  si es sincera,  es una fe con obras, una fe activa, una fe viva, que se manifiesta en el amor a nuestros hermanos. No podemos afirmar que creemos en Dios, que decimos sí a la invitación de Dios, si no amamos a nuestros hermanos. Nuestra respuesta a la llamada de Dios se hace vida con el amor concreto a los hermanos.

 

La fe y una firme esperanza, que se funda en quien no puede fallar

 

Otra característica de nuestra fe es que va acompañada de una firme esperanza. Veíamos que el fundamento de nuestra esperanza es de una solidez indestructible: porque su fundamento es Dios, que no nos puede fallar. La esperanza puramente humana, que es la que puede tener el no creyente, es débil, porque se basa en lo humano, y lo puramente humano es deleznable, se deshace fácilmente, no garantiza certeza. Leímos en la reflexión anterior estas palabras, del Cardenal Martini, sobre la esperanza: esperar es vivir totalmente abandonados en los brazos de Dios, que engendra en nosotros la virtud, la nutre, la acrecienta, la conforta…la esperanza es solamente de Dios, está fundada en su fidelidad.

Vimos también en la misma reflexión anterior, que la esperanza, como la fe cristiana, es una virtud divina, es también una virtud teologal; es una virtud cuyo origen es Dios que nos la da. Por eso, así como pedimos al Señor que nos aumente la fe, debemos pedir también que nos afiance en la esperanza, que nos aumente la esperanza, porque en la vida tenemos que atravesar por momentos de incertidumbre y de oscuridad.

Las tres son inseparables

Al final sólo permanecerá la caridad

Terminemos nuestro breve repaso del programa anterior, con la explicación del Cardenal Martini sobre, por qué las tres virtudes teologales son inseparables. Comenzaba por decir el Cardenal, que estas tres virtudes constituyen la respuesta global al Dios trinitario que se revela en Jesucristo; de manera que se trata de virtudes unidas a la revelación sobrenatural. Añadía el Cardenal, que sin la unión de las tres virtudes, la “trinidad” de esas virtudes, la llama él,  fe, esperanza y caridad,  no tendría sentido la fe, que es el sí a Dios que se revela; ni tendría sentido la esperanza, que se apoya en las promesas de Dios sobre la vida eterna; ni tendría posibilidad de existir la caridad, que significa amar como ama Dios mismo. Tengamos presente que, como nos enseña San Pablo, cuando se haga realidad nuestra esperanza, al encontrarnos con Jesucristo, el Señor de la gloria, al final de nuestro camino terrenal, sólo permanecerá el Amor. Ya la esperanza quedará cumplida al encontrarnos con Dios. La caridad, no acabará nunca…dice el Apóstol, sino que llegará a su plenitud, cuando veamos a Dios cara a cara. Los invito a leer, en el recogimiento de su casa el Himno a la Caridad, en la 1ª Carta de San Pablo a los Corintios, en el capítulo 13. En esas palabras del Apóstol se resume maravillosamente el significado de la caridad.

No nos trata Dios como a menores de edad

 

Continuemos ahora con la lectura de las últimas líneas del Nº 39 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Dice así: El plan divino de salvación no coloca a la criatura humana en un estado de mera pasividad o de minoría de edad respecto a su Creador, porque la relación con Dios, que Jesucristo nos manifiesta y en la cual nos introduce gratuitamente por obra del Espíritu Santo, es una relación de filiación: la misma que Jesús vive con respecto al Padre. (cf Jn 15-17; Ga 4,6-7)

Tengamos presente que estamos reflexionando sobre los designios, sobre los planes de Dios con nosotros los hombres. Hemos visto que Dios nos llamó a participar de su vida en la eternidad. Que nos llamó desde el momento mismo de la creación. Que la historia de salvación empezó en el momento de la creación. Ahora nos dice el Compendio, que ese plan de Dios no nos coloca en un estado de mera pasividad o de minoría de edad con respecto a nuestro Creador.

No leamos esto de corrido, sin detenernos. Ya vimos que Dios nos hizo libres, por lo tanto con capacidad de actuar o no, según nosotros lo decidamos. Ahora el Compendio va más allá; avanza en su presentación de nuestro papel, cuando Dios nos ofrece la salvación. Dice que no somos como unos menores de edad, y basa su afirmación en que Jesucristo nos manifiesta que nuestra relación con Dios es una relación de hijos con el Padre. Nosotros, por ser padres, no consideramos inferiores a nuestros hijos. Tampoco Dios nos disminuye al considerarnos sus hijos. Y para que comprendamos cómo es esa relación nuestra con Dios, en la cual nos introduce Jesucristo por obra del Espíritu Santo, nos remite el Compendio al Evangelio según San Juan, en los capítulos 15 a 17.

Para nuestras reflexiones en esta parte, nos vamos a guiar por los comentarios del P. Juan Leal, en la Sagrada Escritura, Nuevo Testamento, publicado por la Biblioteca de Autores Cristianos, en el tomo 207.[2]

Estos capítulos de San Juan, del 15 al 17, reúnen algunas de las más bellas páginas del Evangelio. Es como para tomarlos de tema de meditación por meses, por años… Situémonos en la Última Cena. Ya ha transcurrido el lavatorio de los pies, la proclamación del mandamiento nuevo, el discurso de despedida, en el cual el Señor pidió a sus discípulos que no se pusieran tristes, pues se iba a la Casa del Padre, a prepararles un lugar. Ante el desconcertado Tomás que le dijo que no conocía el camino para poder seguirlo, el Señor le respondió: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, y le explicó que seguir sus enseñanzas es seguir el Camino. También les anunció que no los dejaría huérfanos, porque les enviaría al Espíritu Santo.

 

La alegoría de La Vid verdadera

 

Empieza el capítulo 15 con la presentación de la alegoría de La Vid verdadera: Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia para que dé más fruto. Nos explica así el Señor que somos miembros de su Cuerpo Místico, que fue la figura utilizada por San Pablo, con la imagen del Cuerpo y de la Cabeza, y que es presentado por Jesús en esta oportunidad con la alegoría de la vid.

La unidad de los cristianos con Él trasciende todo este capítulo 15 de San Juan. Los vv. 12 a17 hablan de la unión de los miembros entre sí y de la caridad mutua, como exigencia vital y mandamiento propio de Cristo: “Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. No cabe en nadie amor más grande que éste de dar la vida propia por sus amigos. Vosotros seréis mis amigos si hacéis las cosas que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no conoce qué hace su señor, pero os he llamado amigos, porque os he revelado todo lo que he oído de mi Padre.

La fe, como la presenta San Juan no es sólo una aceptación intelectual del mensaje ni tampoco es sólo una aceptación entusiasta, que se manifiesta sólo en explosiones afectivas, sobre la persona de Cristo; la fe es un constante y vital permanecer en Él. Es la fe que vive por la caridad y se manifiesta en ella. Sabemos que la gracia nos une a Jesucristo. Permanecer en gracia es permanecer unidos a Él, como la rama necesita permanecer unida a la vid para no secarse.

 

Unidos a Cristo por solo la fe y el bautismo es estar muertos

 

Me llama la atención este comentario del P. Leal, que hemos citado: Hay dos maneras de estar en Cristo: a) por la mera fe y el bautismo; b) por la fe, el bautismo y la caridad. Quien está en Cristo sólo por la fe y el bautismo, sin la caridad, está muerto. Se puede estar en Cristo por la fe, el bautismo y aun la misión, y estar muerto. El fruto, pues, de que habla aquí Cristo no es el fruto de los milagros ni el apostolado, sino un fruto vital, personal. Esta explicación es perfectamente coherente con lo que el mismo San Juan dice en su primera carta.

Y cómo debe ser el amor cristiano, con el que Jesús nos amó, lo explica Él mismo, cuando dice que debe ser como el amor del Padre: “Como me amó el Padre, así os he amado yo. Y concluye: Permaneced en el amor mío”. A su vez, el amor de Cristo a sus discípulos se considera aquí como (…) el clima en el que viven los discípulos y Cristo los exhorta a que sigan dentro de ese clima de amor. El amor del Padre nos lo explica la Escritura cuando nos dice que de tal manera nos amó Dios, que entregó a su Hijo por nosotros. El amor de Cristo a sus discípulos, su amor por nosotros, es un amor activo, que no se quedó en palabras, en entusiastas declaraciones de amor y fidelidad, sino que se manifestó hasta el final, dando la vida. Nuestro amor sincero a Dios se tiene que reflejar en nuestro amor a los demás o es pura palabrería.

Es muy interesante detenernos un poquito en considerar que la alegoría[3] de la vid y los sarmientos y la del Cuerpo Místico y sus miembros, son equivalentes y complementarias. De la idea fundamental de la unión de los sarmientos, (las ramas) con la vid, se pasa a la unión de los sarmientos entre sí. “Como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mí.

Permanecer unidos a la vid, unidos al Señor, no simplemente para poder vivir y crecer, para ser más grande y tener más hojas, sino para dar fruto: El que permanece en mí y yo en él, éste da mucho fruto…En otra parte había dicho: Por sus frutos los conoceréis…¿De qué frutos se habla? Sin duda de los mismos frutos que produce el árbol al cual estamos unidos. Por eso el fruto característico del cristiano es el amor. Tenemos que producir frutos de caridad, de amor cristiano.

A este respecto comenta el P. Juan Leal, de quien estoy tomando muchos de estos comentarios: El fundamento (ontológico) de la caridad fraterna cristiana lo puede dar la misma alegoría de la vid. Los cristianos pertenecemos, por singular y graciosa elección de Cristo, al mismo tronco, que es él. Estamos llamados a dar el mismo fruto; vivimos de la misma vida. Tenemos un mismo destino en el tiempo y en la eternidad. Motivos son todos estos para amarnos.

Estamos unidos al mismo tronco, somos miembros del mismo Cuerpo, de Cristo. San Juan en su Evangelio y San Pablo en sus cartas hablan de lo mismo: San Pablo hace el elogio de la caridad fraterna, después de haber insistido en que todos somos miembros del mismo cuerpo (1 Cor, 12-12s). Amar a la mujer es amarse a sí mismo. Nadie odia a su propio cuerpo, sino que loalimenta y acaricia (Ef 5,28,s) El fondo de la alegoría de la vid nos da, pues, la razón (intrínseca y objetiva) de la caridad fraterna entre cristianos.

Terminemos esta consideración con el v. 16 del capítulo 15 del evangelio de San Juan sobre el que hemos reflexionado. Dice: Vosotros no me escogisteis, sin que yo os escogí a vosotros y os destiné para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca. Los comentaristas y los Santos Padre interpretan estas palabras como dirigidas no sólo a los 12 Apóstoles sino a todos los cristianos llamados a seguir la vida de Cristo. Todos los cristianos tenemos el mismo destino, la misma misión.

 

Fernando Díaz del Castillo Z.

Escríbanos a: reflexionesdsi@gmail.com


[1]Concilio Vaticano II, Cons. Dogmática Dei Verbum, 5

[2] B.A.C., Tomo 207, Pgs 1027ss Las palabras textuales del P.Leal están en cursiva

[3]Alegoría: es una comparación, la presentación de una idea en sentido figurado.