Reflexión 259 , septiembre 5, 2013 Amar a nuestra madre la Iglesia

 


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¿Amar a la Iglesia deber ciudadano?

 

En la reflexión anterior seguimos estudiando las enseñanzas del papa León XIII sobre los deberes del ciudadano cristiano, en su encíclica Sapientiae christianae, de la Sabiduría cristiana.

 

¿Por qué los deberes del ciudadano cristiano hacen parte de la DSI? Porque la DSI se ocupa de las enseñanzas del evangelio sobre la administración de la sociedad, de acuerdo con los planes de Dios para la humanidad; es decir, de las enseñanzas de la Iglesia sobre la ciudad terrena, a la que podemos llamar la ciudad de Dios en construcción, pues la ciudad futura, a la que estamos llamados en la eternidad, – donde viviremos la vida de Dios, – la vamos haciendo realidad en nuestra vida en la ciudad terrena. Aquí construimos la vida futura del pueblo de Dios, si vivimos nuestra vida en sociedad con amor, con justicia, en paz, que son elementos indispensables para que nuestra vida en sociedad empiece a ser como será  la vida futura, en la ciudad de Dios.

 

 Vamos hoy a ampliar lo que nos enseña León XIII sobre nuestra obligación de amar a la Iglesia, nuestra madre. Nos enseñó el Papa que si es un deber amar a la patria terrena, también lo es amar a la patria espiritual. Entendamos lo que esto significa y por qué amar a la Iglesia como a madre. Recordemos las palabras de León XIII:

 

…se ha de amar a la patria donde recibimos esta vida mortal, pero más entrañable amor debemos a la Iglesia, de la cual recibimos la vida del alma, que ha de durar eternamente; por lo tanto, es muy justo anteponer a los bienes del cuerpo los del espíritu, y frente a nuestros deberes para con los hombres son incomparablemente más sagrados los que tenemos para con Dios.

 

Nos dijo León XIII que si debemos estar preparados hasta para dar la vida por la patria terrena, con mayor razón debemos tener esa actitud con la Iglesia. Sus palabras en Sapientiae christianae son:

 

…estamos obligados a amar especialmente y defender a la sociedad en que nacimos, de manera que todo buen ciudadano está dispuesto a arrostrar aun la misma muerte por su patria, deber es, y mucho más apremiante en los cristianos, hallarse en igual disposición de ánimo con la Iglesia.

 

La historia conserva el recuerdo de numerosos cristianos que han dado su vida por amor a la fe, pero hoy, a veces oye uno a católicos hablar sin respeto de la Iglesia, su madre. No es que no se puedan reconocer los pecados de los miembros de la Iglesia; todos reconocemos las virtudes y fallas humanas de nuestras madres aunque les tengamos inmenso amor y respeto. En el caso de la Iglesia, nos hace falta conocerla más para respetarla como merece esta madre santa. Es que nadie ama lo que no conoce. De la madre terrena nadie habla mal aunque reconozca las limitaciones humanas que tiene, como todos los humanos las tenemos. A la madre la amamos y la respetamos; ella nos dio la vida y se sacrificó por nosotros.

 

Vamos a pensar un poco en la naturaleza de la Iglesia, en lo que es, para que comprendamos por qué la debemos amar, aunque, con  razón, no nos gusten sus defectos.

La Iglesia, una, santa…

 

Cuando pronunciamos el Credo, en el que hacemos una confesión pública de nuestra fe, decimos en el artículo 9: Creo en la Santa Iglesia Católica. Llama santa a la Iglesia, ¿cómo nos explica el Catecismo este artículo de nuestra fe? No voy a detenerme mucho en esto porque es materia en el programa sobre el Catecismo, que el P. Germán  Acosta dirige con profundo conocimiento. Sin embargo quisiera poner un granito de arena porque soy consciente de la inmensa gracia que el Señor nos ha concedido al darnos la fe en la Iglesia Católica y con frecuencia no apreciamos en toda su dimensión este valioso regalo. Hay muchos que han abandonado a la madre. De esos, no pocos regresan cuando llegan a comprender lo que perdieron y añoran lo mucho que dejaron; otros, tristemente se olvidan de ella.

 

Si queremos profundizar en el conocimiento de la Iglesia, el Catecismo nos da la oportunidad de hacerlo desde el N° 748 hasta el 945. Son muchos números porque el misterio de la Iglesia es una de las verdades  que profesamos los católicos y es importante que sepamos lo que creemos.

Como la luna refleja la luz del sol

 

El Catecismo menciona las enseñanzas del II Concilio Vaticano  sobre la Iglesia, en la Constitución dogmática Lumen gentium, Luz de los pueblos. Nuestra madre la Iglesia es luz, porque recibe esa luz de Cristo y como la luna, es reflejo de la luz del sol. La Iglesia es santa porque el Espíritu Santo la ha dotado de santidad, Él que es quien comunica la santidad. No es santa porque todos sus miembros sean santos. Muchos somos pecadores. Nos enseña también el Catecismo que la Iglesia es el Pueblo de Dios, es el Cuerpo de Cristo, es nuestra madre, la esposa inmaculada del Cordero. Somos miembros de la gran familia de Dios, que conforma lo que es el Pueblo de Dios. Ese Pueblo, la Iglesia, es una, santa, católica y apostólica. Si no entendemos qué significa esto que profesamos, corremos el peligro de no entender lo que creemos y la importancia de cada característica de la Iglesia nuestra madre. Ampliemos esta explicación sobre las características de la Iglesia. El cardenal Henri de Lubac, quien participó como perito en la Comisión Teológica preparatoria del Vaticano II, luego como perito en el mismo concilio, entre sus obras escribió un bellísimo libro que se titula Meditación sobre la Iglesia. Es una obra muy profunda y muy bien documentada. En su meditación sobre el artículo 9 del Credo, Creo en la Iglesia, De Lubac se detiene a reflexionar sobre la diferencia entre Creer en Dios y creer en la Iglesia. Creemos en la Iglesia de Dios, dice. Ella es su Esposa inseparable, es la Casa de Dios y Él nos acoge en ella. En esta Iglesia, “columna y firmamento de la verdad, nosotros creemos en Dios, en ella le damos gloria” (Pg 61). Es decir que lo que nosotros creemos, lo creemos en la Iglesia; ella nos transmitió la vida sobrenatural en el bautismo y con sus enseñanzas nos mantiene viva esa fe. Por eso decimos que si nuestra madre de la tierra nos dio la vida, la Iglesia nos comunicó la vida divina, la gracia, en el bautismo. En ella recibimos el regalo del conocimiento de Dios, la fe.

 

Es lo grandioso de pertenecer a la Iglesia. No es raro escuchar a algunas personas que no quieren saber de la Iglesia; piensan que  pueden relacionarse directamente con Dios y ellos solo se bastan. Les parece que no necesitan a la Iglesia. Bueno, La Iglesia es la Madre en la cual nacemos por el bautismo; en ella somos regenerados, perdonados, en ella recibimos al Espíritu Santo por los sacramentos; gracias a Ella recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía. Ella, la Iglesia, porque así lo quiso el Señor, por medio del sacerdocio hace posible que tengamos la presencia permanente del Señor en el Sagrario. En fin, Ella es santa porque nos proporciona los medios de santificación (Cfr Carlo María Martini, La Iglesia, una, santa, católica y apostólica, Pg. 33ss).

Es tema de nunca acabar

 

 Hablar de la Iglesia parece un tema de nunca acabar. Según de Lubac (Pg 71), con las siguientes palabras expresaba  san Agustín la imposibilidad de ponderar lo suficiente a la Iglesia: “Cuando hablo de ella, no sé acabar”. Y compara esas palabras con la frase de San Bernardo sobre la Virgen María: “De María, nunca suficiente” (Pg. 71, cita 115).  Es que, cuando uno habla de alguien a quien quiere, no encuentra palabras ni tiempo suficiente. 

 

Es natural que a veces nos sintamos desconcertados ante la Iglesia. La Iglesia, nuestra madre, no deja de ser un misterio. Es que de modo semejante a lo que acontece con la persona de Jesucristo, la Iglesia tiene características divinas por ser el Cuerpo de Cristo, el Pueblo de Dios, y tiene también características humanas con las debilidades, las imperfecciones del ser humano. ¿Podemos dejar de amarla por eso? Dediquemos unos minutos a meditar en este misterio de la Iglesia, a quien debemos amar.

 

De Lubac nos ofrece una bella reflexión en su Meditación sobre la Iglesia. Nos habla primero del misterio de la encarnación y  luego del misterio de la Iglesia. Voy a leer unas líneas de De Lubac, mejor que resumirlas. Dice en la páginas 71ss / que estamos preparados a que los misterios de Dios nos desconcierten, porque:

 

¿No está Él siempre por encima de todo lo que podemos comprender? ¿Cada vez que observamos alguna semejanza entre Él y nosotros, no nos damos cuenta inmediatamente  de que la desemejanza es mayor?  (Concilio de Letrán, 1215). ¿Qué puede ser más ridículo que pedir un Dios a nuestra medida?… Y dice de Lubac que, si los misterios de Dios nos desconciertan, los misterios del Verbo encarnado son ya más difíciles de creer…

 

El misterio de la Iglesia y el misterio de la Encarnación


 

De modo que el misterio de Dios hecho hombre es desconcertante. Nos muestra De Lubac, cómo esa mezcla de Dios y Hombre es una mezcla incomprensible, es inaudita, es decir nunca oída, paradójica, porque, en sus palabras ¡El que es, deviene, es decir,  el que siempre es, el que no empezó una vez a ser, en la persona de Cristo nace en el tiempo, en un lugar, en Belén. Y sigue el cardenal De Lubac:

 

…el Infinito es creado, está contenido en el espacio…El Verbo se hace sensible, el Invisible es visto, el Intocable es tocado, el Intemporal entra en el tiempo, el Hijo de Dios se convierte en hijo del hombre! (Cfr Padres citados en nota 120).

 

De Lubac hace estas consideraciones tomándolas de Padres de la Iglesia. Dice:

 

¡Cómo! “¡El que es propio Poder y la propia Sabiduría de Dios, en quien todas las cosas, visibles e invisibles, han sido creadas, hay que creerlo estrechamente circunscrito en los límites de este hombre aparecido en otro tiempo en Judea, engendrado en el seno de una mujer, nacido niño, llorando como todos los recién nacidos! “… Y el anuncio de la Cruz acaba por ahuyentarlo. Dios “nacido y crucificado”. “¡Misterio santamente estremecedor!”.  Y recordando las palabras de San Pablo añade: “¡Escándalo para los Judíos y locura para los Griegos!” ((1 Cor 1,23, Flp 2,7).

 

Y de Lubac se pregunta si nosotros, hoy, no sentimos el impacto de lo que significa la Encarnación, no será porque nuestra fe, por muy sincera y sólida que sea, sin duda se ha debilitado.

 

Y nosotros, ¿qué tanto meditamos en el misterio de la Iglesia?  Quizás no lo suficiente. Sigamos con esta reflexión sobre nuestra madre la Iglesia.

 

Si este creer en el Verbo Encarnado, Dios hecho hombre, nos desconcierta, con cuánta mayor razón nos puede hacer tambalear creer en una Iglesia con manifestaciones muy humanas, con miembros suyos imperfectos, más aún, pecadores, con sacerdotes indignos que traicionan su vocación. En una de las entrevistas al Papa Francisco cuando era arzobispo de Buenos Aires, el periodista comentó al entonces cardenal: -…mucha gente dice que cree en Dios pero no en los curas. Bergoglio respondió: -“Y…está bien. Muchos curas no merecemos que crean en nosotros.

 

Por lo que acabamos de ver, los católicos: sacerdotes, religiosos o laicos, porque todos somos seres humanos débiles, cuando nos portamos mal, damos mal ejemplo, y nos convertimos en la parte oscura de la Iglesia, no representamos la belleza de la madre Iglesia. Somos lo humano, que necesita estar en permanente estado de conversión. No podemos negar esta realidad. Al mismo tiempo sabemos que Dios es misericordioso, que nos espera para recibirnos con amor y perdonarnos; eso sí, es necesario acudir a Él y arrepentirnos de la conducta anterior.

 

Antes de ser elegido Papa el cardenal Ratzinger, el año 2005, el Beato Juan Pablo II le encargó escribir el vía crucis que el viernes santo se reza en el Coliseo de Roma. Ese día se leyeron estas palabras del cardenal Ratzinger, quien sería Benedicto XVI:

 

“También en tu trigal vemos más cizaña que trigo. Un vestido y cara tan sucios nos apesadumbran. Pero somos nosotros quienes los manchamos. Somos nosotros mismos los que te traicionamos cada vez, tras todas nuestras grandes palabras, nuestros gestos (…). ¡Cuánta suciedad hay en la Iglesia, y justamente incluso entre aquellos que, entre el sacerdocio, le deberían pertenecer completamente a Él.” (Saverio Gaeta, “Papa Francisco, su vida y sus desafíos”, San Pablo, Argentina, Pg. 116).

 


 Sí, la Iglesia es un misterio que, de manera semejante al misterio de la Encarnación, nos permite descubrir esos aspectos oscuros, manchados, que portamos los seres humanos, miembros de ella. Y aun así, ¿creemos en la Iglesia y debemos amarla? Sí. Veamos; lo mejor es leer este final magistral del capítulo I de la Meditación sobre la Iglesia del Cardenal de Lubac, sobre el misterio de la Iglesia (Pg 73s):

 

¡…cuánto más «escandalosa» todavía, cuánto más «loca», esta creencia en una Iglesia en la que no solo lo divino y lo humano están unidos, sino también en la que lo divino se ofrece obligatoriamente a nosotros a través de lo «demasiado humano»! … Verdaderamente, en la Iglesia más que en Cristo, todo es contraste y paradoja. Si podemos decir de la Iglesia, como de Cristo, gran misterio y admirable sacramento (Liturgia romana de Navidad) estamos más obligados a decir de ella que de Cristo: ¡distracción para el espíritu, no apoyo! (San Agustín, 1 carta de San Juan, PL 35, 1980), y ¡piedra de tropiezo y piedra de escándalo!  El primero de estos gritos es el de la fe triunfante; él supone la victoria conseguida sobre el asombro del hombre natural y sobre el hastío del sabio… ¡Cuánto más que para Cristo será preciso, pues, contemplar la Iglesia sin escándalo, que la mirada se purifique y se transforme! ¡Cuánto más necesario será, para obtener una cierta comprensión, «alejar la oscuridad de los «razonamientos terrestres» y el humo de la sabiduría según el mundo! (San León, sermón de la Navidad, PL 54,126C).

 

Y escuchemos este maravilloso párrafo final del capítulo I:

 

Tenemos que confesar también que nuestra ceguera es tal / que podemos, si no pensar realmente, al menos imaginar algunas veces, que la creencia en Dios no nos compromete. No encontramos a Dios en las plazas públicas. No encontramos en ellas a Cristo. Pero la Iglesia está siempre ahí. ¡Cuántos estarían preparados, a pesar de todos los defectos que le reprochan, a admirarla en ciertos aspectos, cuántos estarían preparados para «colaborar», como dicen, con ella, si no fueralo que es!  Ella es el testigo permanente de Cristo. Es la Mensajera del Dios vivo. Es la presencia urgente, la presencia inoportuna de este Dios entre nosotros. ¡Que nosotros que estamos en la Iglesia, que nos decimos Iglesia, podamos comprenderla, tanto como la imaginan quienes la temen o huyen de ella!