Reflexión 24 Jueves 3 de agosto 2006

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 38

 

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¿De qué tratan estas reflexiones?

 

La materia de este programa, la Doctrina Social de la Iglesia,  no es filosofía, no es asunto de comprender con sólo la razón. Como reflexionamos sobre temas que se refieren a la relación del hombre con Dios y con sus semejantes,  necesitamos conocer, no tanto opiniones de sociólogos, de filósofos o psicólogos, que nos pueden ayudar, pero no son lo fundamental; lo fundamental es conocer lo que sobre sus designios, sus planes, nos ha querido comunicar Dios a través de la Sagrada Escritura, como de manera pedagógica nos los ha ido enseñando la Tradición.

El punto de partida de nuestras reflexiones, en la Doctrina Social,  tiene que ser la fe, y como la fe auténtica consiste en la respuesta viva que el hombre da, en plena libertad y con todo su ser a la Palabra de Dios que se revela,[1] necesitamos que el Espíritu Santo nos ilumine para comprender el mensaje, y mueva nuestro corazón, para que vivamos la voluntad que el Señor nos manifieste. Nuestra actitud tiene que ser de apertura total a Dios, como la de María, la madre de la fe en el Nuevo Testamento y la de Abraham, nuestro padre en la fe, en el Antiguo Testamento. 

Comencemos entonces nuestra reflexión de hoy. En el programa pasado alcanzamos a avanzar un poco en un nuevo tema: La salvación cristiana: para todos los hombres y de todo el hombre. En esta parte la Iglesia nos explica que, en los planes de Dios, la salvación cristiana es para todos los hombres y de todo el hombre. Que la salvación sea para todos, quiere decir que la salvación no es para un grupo exclusivo;  que la salvación sea  para todo el hombre, significa que es para el hombre integral, completo. En el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia esta sección ocupa del  Nº 38 al 40.

Es conveniente tener presente que seguimos hablando de los designios o planes de Dios. Los vimos antes cuando reflexionamos sobre los designios del Padre que nos creó por amor; reflexionamos ya sobre los planes de Dios que se han ido desplegando en la historia de salvación, desde el llamamiento a Abraham, y nos hemos ido adentrando en el plan de salvación, con la Encarnación de Dios en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre para la salvación del mundo. Jesucristo es el centro de nuestra fe. Todo, desde el Antiguo Testamento, nos va llevando a Jesucristo.  

Iniciativa de la Santísima Trinidad

 

Recordemos que en el Nº 38 nos explica el Compendio que la salvación es iniciativa del Padre, se ofrece en Jesucristo y se actualiza y difunde por obra del Espíritu Santo. El Catecismo nos explica en el Nº 604, que Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal, y continúa así: Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente  y añade, que esa decisión de salvarnos, no es consecuencia de mérito nuestros; sino que precede a todo mérito de nuestra parte, como dice la Primera Carta de San Juan, 4,10: En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación[2] por nuestros pecados. Y por su parte San Pablo en su Carta a los Rm 5,8 dice: La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.

Dios quiso la salvación del hombre que había caído por el pecado original, en un acto libre suyo, de amor y misericordia. Entonces, tenemos mucho que agradecer: nuestra redención es un don gratuito de Dios, que nos lo concedió, porque quiso, sin merecimiento de nuestra parte.

La salvación es iniciativa del Padre

 

Hasta allí la primera frase del Compendio: la salvación es iniciativa del Padre. Y continúa diciendo que la salvación se ofrece en Jesucristo. Como vimos ya, Jesús aceptó la Voluntad del Padre, de ser Víctima por nuestros pecados; como lo dice en el capítulo 6, v 38 del Evangelio según San Juan: porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado, dijo Jesús. Y Jesús aceptó voluntariamente la misión de Redentor, como lo dice en Juan 10,18: Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente.

Vayamos uniendo estas ideas muy importantes; la salvación es iniciativa del Padre, se ofrece en Jesucristo que aceptó voluntariamente su misión de Redentor,  y como acabamos de leer en el mismo Nº 38 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, la salvación se actualiza y se difunde por obra del Espíritu Santo. ¿Qué quiere decir esto: que la salvación se actualice y difunda por obra del Espíritu Santo?

El Espíritu Santo obra en la Iglesia, difundiendo en ella, que es el Cuerpo Místico de Cristo, la gracia, por los sacramentos. El Catecismo en el Nº 112 nos explica que el Espíritu Santo hace presente y actualiza la obra salvífica de Cristo, y por su poder transformador, hace fructificar el don de la comunión en la Iglesia. En cada sacramento que recibimos, el Espíritu Santo está presente, actualiza la obra salvífica, la hace fructificar en los que están en comunión con la Iglesia, en los sarmientos, en las ramas que están unidos al tronco.

 

Misión del Espíritu Santo en la obra de la salvación

 

Volvamos a leer la explicación de Juan Pablo II en su encíclica Dominum et vivificantem, sobre la misión del Espíritu Santo en la obra de la salvación. Dice así en el Nº 25:

«Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo  sobre la tierra (cf. Jn 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18). Él es el Espíritu de vida  o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom 8, 10-11)»

Y más adelante sigue Juan Pablo II, en el Nº: 64 de la misma encíclica Dominum et vivificantem: (…) Si la Iglesia es el sacramento de la unión íntima con Dios, lo es en Jesucristo, en quien esta misma unión se verifica como realidad salvífica. Lo es en Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. La plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la historia, se difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu Paráclito. De este modo, el Espíritu Santo es «el otro Paráclito» o «nuevo consolador» porque, mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos  y se difunde en la historia. En todo está el Espíritu. Hasta allí Juan Pablo II.

Nos explica así el Santo Padre de modo sencillo, la acción del Espíritu Santo en nuestra salvación: por acción del Espíritu Santo nos unimos a Dios, por los sacramentos, en la Iglesia, y la Buena Nueva, el Evangelio, toma cuerpo, se hace vida en las conciencias y en los corazones humanos. Cuando oremos al Espíritu Santo, pidámosle que actúe en nosotros, para que el Evangelio se haga vida en nuestras conciencias y en nuestros corazones.

Volvemos sobre estas ideas fundamentales, porque es importante que las degustemos; que las hagamos nuestras. Volvámoslas a leer: la salvación es iniciativa del Padre, la salvación se (nos) ofrece en Jesucristo y, la salvación, se actualiza y se difunde por obra del Espíritu Santo. De modo que podemos decir ya, comprendiéndolo mejor, que la salvación cristiana es obra de la Trinidad; intervienen en ella el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Y volvamos a rumiar nuestra reflexión sobre el amor de Dios, que nos ama, no porque lo merezcamos; no es el pago por algo bueno que hayamos hecho y así nos hayamos ganado su amor. Dios nos ama sólo por benevolencia suya. Podríamos decir más bien, que Dios nos ama, a pesar de nosotros, a pesar de lo mal que nos hemos portado. Vale la pena repetir que, es Dios es Amor y,. ¿cómo puede no amar, el Amor?

¿Por qué insistir en tener claridad sobre este punto? Por dos razones aparentemente contradictorias: una es, que con frecuencia olvidamos que tenemos necesidad de Dios; se nos olvida que todo lo que tenemos se lo debemos a Él, empezando por la vida, y como lo estamos viendo, le debemos nada menos que la salvación. Sí, vivimos “a debe” con Dios, pero eso sí, esperamos que Él corra a socorrernos cuando necesitamos algo. A veces somos impacientes y nos disgustamos porque nos parece que Dios se nos esconde. Yo creo que todos conocemos el caso triste de alguna persona, que se aleja de Dios después de la enfermedad o la muerte de un ser querido.

La bondad y la comprensión son características de Dios

 

Hay otra razón para insistir en esta verdad de la salvación como un don que Dios nos ha hecho libremente, por su infinita bondad, y no como recompensa por algo que merezcamos, y es que, también con frecuencia, nos desalentamos porque nos sentimos miserables. Como no merecemos nada, nos da miedo encontrarnos con Dios. Nos escondemos como Adán. Recuerdan cuando en el Paraíso Dios llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás?  Éste contestó: Te oí andar en el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo; por eso me escondí. Eso nos pasa a nosotros también: nos sentimos desnudos, vacíos, sin ningún mérito, y es verdad, somos pecadores, no tenemos méritos propios, pero parece que se nos olvidara la misericordia de Dios. Le tememos como si no nos amara. Y Él es Amor. La bondad, la comprensión, son características de Dios.

Cuando nos sintamos tan indignos, que no nos atrevamos a acercarnos a Dios, recordemos que Él es amor, y como dice el salmo 103 en el v. 8, Dios es clemente y compasivo; tardo a la cólera y lleno de amor, y en el v. 13 añade: Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahvéh. No tenemos que esconderle nuestra miseria, Dios la conoce y así y todo nos ama. El mismo salmo 103 dice  Él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo.

Sigamos adelante con  nuestra reflexión. De modo que, como dice el Catecismo: Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito de nuestra parte. El Padre entregó a su Hijo por nosotros. Y el Hijo aceptó la Voluntad del Padre, de ser Víctima por nuestros pecados; como lo dice en el capítulo 6, v 38 del Evangelio según San Juan: porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado, dijo Jesús. Y Jesús aceptó voluntariamente la misión de Redentor; por eso en Juan 10,18 leemos que dijo: Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente. Y cómo olvidar esa frase en la Oración en el Huerto: Si es posible, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Es el abandono total, pero libre, en las manos del Padre.

 

La salvación: iniciativa del Padre, se nos ofrece en Jesucristo y se actualiza y difunde por obra del Espíritu Santo

Entonces, resumiendo, la salvación es iniciativa del Padre, se nos ofrece la salvación en Jesucristo, que aceptó voluntariamente su misión de Redentor,  y como lo leímos en el mismo Nº 38 del Compendio de la D.S.I., la salvación se actualiza y se difunde por obra del Espíritu Santo.

Recordemos una vez más, que el Espíritu Santo obra en la Iglesia,  Cuerpo Místico de Cristo, difundiendo en Ella la gracia, por los sacramentos. Recordemos la explicación del Catecismo, en el Nº 112,  sobre el papel del Espíritu Santo en nuestra salvación; el Espíritu Santo hace presente y actualiza la obra salvífica de Cristo, y por su poder transformador, hace fructificar el don de la comunión en la Iglesia. En cada sacramento que recibimos, el Espíritu Santo está presente, actualiza la obra salvífica, la hace fructificar en los que están en comunión con la Iglesia, en los miembros del Cuerpo Místico, en los sarmientos, en las ramas que están unidas al tronco.

Y volvamos a leer las primeras líneas del Nº 38 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, y meditemos estas enseñanzas, tanto del Compendio, como de Juan Pablo II y también del Catecismo: La salvación que, por iniciativa de Dios Padre, se ofrece en Jesucristo y se actualiza y difunde por obra del Espíritu Santo, es salvación para todos los hombres y de todo el hombre: es salvación universal e integral. Concierne a la persona humana en todas sus dimensiones: personal y social, espiritual y corpórea, histórica y trascendente.

La salvación que, por iniciativa de Dios Padre, se ofrece en Jesucristo: de manera que la salvación es un regalo de la benevolencia de Dios, es gratuita. No es por nuestros merecimientos. La salvación se nos ofrece en Jesucristo: Él es el Salvador, Dios Hijo, hecho hombre, que por nosotros sufrió una Pasión cruel, murió y resucitó. Y la salvación se actualiza y difunde por obra del Espíritu Santo: enviado para santificar indefinidamente a la Iglesia.

 El Espíritu Santo fuente de vida. Por Él, el Padre vivifica a los hombres; les vuelve a dar la vida sobrenatural, porque estaban muertos por el pecado. Comprendemos así mejor el valor de los sacramentos, desde el Bautismo, por el que, por la gracia que recibimos, empezamos a participar de la vida de Dios. Comprendemos cómo el Espíritu Santo, presente en la Iglesia y en cada uno de nosotros, por los sacramentos, actualiza la obra salvífica de Cristo, y con su poder transforma al hombre.

Cuando meditamos en estas verdades de nuestra fe, se llenan de sentido las palabras de esa bella plegaria al Espíritu Santo, en la Secuencia de la Eucaristía, del Domingo de Pentecostés, cuando le rogamos:

Mira el vacío del hombre si Tú le faltas por dentro; y añadimos: Riega la tierra en sequía, nosotros, terreno fértil con Él, secos nosotros solos; sana el corazón enfermo, le pedimos también; cuántas veces sentimos el corazón cansado, enfermo de una enfermedad que no pueden curar los médicos. Lava las manchas, le suplicamos, porque somos pecadores y nos levantamos por la gracia de Dios  y volvemos a caer. Infunde calor de vida en el hielo: somos fríos, frente a la necesidad de los demás, fríos frente a la soledad y el dolor de los otros. Doma el espíritu indómito: nuestro orgullo, nuestra autosuficiencia, nuestra vanidad, no perdonan, nos sentimos intocables, dueños del mundo. Guía al que tuerce el sendero: seguimos nuestro propio camino, con la seguridad del que lo conoce todo, sin preguntar si es por ahí por donde Dios quiere que vayamos. Qué maravillas puede obrar el Espíritu Santo en nosotros, si le permitimos hacerlo. Realmente, la presencia del Espíritu Santo transforma al hombre.

Con la explicación del Compendio comprendemos mejor cómo la salvación es un regalo inapreciable de la Trinidad. Vemos al Padre amoroso que tiende la mano a sus criaturas, comprendemos la generosidad sin límites del Hijo que acepta el encargo de,  por nosotros, por nuestra salvación, hacerse Siervo, o como San Pablo lo expresa en el capítulo segundo de su carta a los Filipenses[3]: el cual (Cristo), siendo de condición divina… se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. No cualquier muerte, una muerte cruel e indigna, la reservada para los criminales.

 

El plan de Dios según San Pablo

 

Como hemos observado desde el principio de nuestro estudio de la Doctrina Social de la Iglesia, por ser doctrina, no una teoría sociológica, la doctrina social católica tiene sus raíces en la Escritura. Lo que hemos venido estudiando son sus fundamentos. Todo lo que la Iglesia nos ha enseñado hasta ahora se origina en la Palabra de Dios. Nos ayuda acudir en este momento a San Pablo, quien en el capítulo 1 de su Carta a los Efesios, hace una presentación completa, inigualable del plan divino de salvación. Vamos a leer sólo una parte, despacio, desde el versículo 3.[4] Después, a solas, en nuestra casa, volvamos a leerlos y a degustarlo todo. Escribe San Pablo:

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo, San Pablo empieza transportándonos, nos eleva al plano celeste, desde donde Dios actúa con las bendiciones con las que nos ha bendecido, y de las que nos va a hablar. Y menciona enseguida la primera bendición; dice: por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor. Qué inmensa bendición: nos elige, nos llama desde la eternidad, desde antes de la creación del mundo, a ser santos, a participar de su vida, que empieza aquí en la tierra, por la unión con Cristo resucitado. A ser santos en el amor, dice San Pablo, en el amor de Dios por nosotros, que nos eligió. 

El versículo 5 continúa: eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad. Es la segunda bendición: no sólo nos ha bendecido Dios con el llamamiento a la santidad, sino que el modo que eligió para que pueda ser realidad la vida de santidad a la que nos ha llamado, es nada menos que el de la filiación divina. Nos hizo hijos suyos adoptivos. La fuente, el origen de nuestra filiación es Jesucristo, el Hijo Único: hijos adoptivos por medio de Jesucristo, dice el Apóstol. Nosotros participamos de la vida divina por la gracia, de manera que entre Dios y el cristiano existe así una relación de Padre e hijo. Nuestra unión con Jesucristo no es sólo una figura literaria, es que somos parte de su Cuerpo Místico[5].

 Como hemos visto, estas bendiciones de llamarnos a participar de la vida divina, que eso es la santidad, haciéndonos sus hijos adoptivos, son voluntarias, gratuitas. En palabras de San Pablo, como acabamos de leer, somos hijos adoptivos de Dios Padre, según el beneplácito de su voluntad. Los escrituristas anotan que con la expresión, según el beneplácito de su voluntad, San Pablo indica que, el habernos elegido Dios para ser sus hijos adoptivos en Cristo, señala que ese designio, ese plan, ese propósito de Dios, fue un acto libre suyo, originado sólo en su amor, nos hizo ese inapreciable regalo, sin méritos nuestros.

Estamos meditando sobre el texto de la Carta de San Pablo a los Efesios, en el capítulo 1º. Volvamos a leer completos los versículos 3 a 5: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad…

El versículo 6 dice que esas bendiciones de Dios, según el beneplácito de su voluntad, son para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. La explicación que nos da la Biblia de Jerusalén sobre estas palabras es que, las bendiciones divinas no tienen más origen que la liberalidad de Dios, ni más finalidad que la exaltación de su Gloria por las criaturas. Todo procede de Él y a Él debe volver. Además, la gloria de Dios resplandece por su actuación generosa con las criaturas.[6]

La tercera bendición de Dios a sus criaturas los hombres, dice San Pablo que es / la obra de la redención por la cruz de Cristo. El amor gratuito de Dios no se limitó a crearnos y a llamarnos a vivir su vida, sino que después de haber caído por el pecado, obtuvimos la redención, el perdón de los delitos, por medio de la sangre de Cristo. La mediación que Cristo ejerce entre el Padre, Dios, y los hombres, se lleva a cabo por Jesucristo, el Hijo encarnado, muerto y resucitado. Él, Cristo es por eso el único camino de acceso al Padre y a su plan de salvación.[7]

Menciona luego San Pablo otra bendición, en el v. 9: la bendición consiste en que Dios nos ha dado a conocer ese Misterio, que es su voluntad de salvar a todos los hombres. Los seres humanos recibimos con la Encarnación de Dios en Jesucristo, la Buena Nueva de la intervención divina en la historia, que se convirtió así en una “historia de salvación.”  Leamos desde el v. 7 al 9, en el Capítulo 1º de la carta a los Efesios: En él (en Cristo) tenemos por medio de su sangre, la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros / en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad…

 

Los planes amorosos de Dios

Para no perdernos en nuestras reflexiones, tengamos presente que estamos estudiando el capítulo primero del Compendio de la D.S.I., que trata sobre El Designio de Amor de Dios para la Humanidad. Es decir, estamos estudiando los planes amorosos de Dios para el hombre. Estamos ahora en la secciónque lleva por título La salvación cristiana: para todos los hombres y de todo el hombre. Bien, entonces continuemos.

Hemos visto que nuestra salvación es una obra de la Trinidad. Ya reflexionamos sobre las palabras de San Pablo, acerca de la actuación del Padre y del Hijo. El Apóstol dice a los destinatarios de su carta, los efesios, en el v. 13 que, después de haber oído la Buen Nueva de la salvación, fueron sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia…

Como vemos, el don del Espíritu corona el plan divino, que se ejecuta por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Los hijos adoptivos de Dios son sellados con la efusión del Espíritu Santo. El sello  sobre un objeto, la marca que se pone sobre él, indica el carácter especial y la pertenencia del objeto. Cuando marcamos algo con nuestro nombre, estamos afirmando que ese objeto nos pertenece. Al recibir al Espíritu Santo, quedamos marcados como algo que es posesión de Dios, tenemos un carácter divino. La gracia que recibimos en el bautismo nos consagra definitivamente a Dios, Padre y dueño nuestro.

Volvamos una vez más al Compendio de la D.S.I., en el Nº 38. Dice:   La salvación que, por iniciativa de Dios Padre, se ofrece en Jesucristo y se actualiza y difunde por obra del Espíritu Santo, es salvación para todos los hombres y de todo el hombre: es salvación universal e integral. Concierne a la persona humana en todas sus dimensiones: personal y social, espiritual y corpórea, histórica y trascendente.

Nos falta considerar la última parte del Nº 38 del Compendio de la D.S.I., en ella se afirma que la salvación de la cual nos habla la Iglesia es salvación de todo el hombre y de todos los hombres. Se trata de una salvación universal e integral  Vimos antes que la salvación es universal, que no es excluyente, no es sólo para un grupo, para un pueblo, para una raza; es para todos. Que la salvación es integral, lo explican las palabras del Compendio que acabamos de leer: nos dice el libro, que la salvación Concierne a la persona humana en todas sus dimensiones: personal y social, espiritual y corpórea, histórica y trascendente.

Esta parte merece que la consideremos despacio, de manera que la vamos a dejar para la próxima reflexión.


[1] Cfr. Carlos Ignacio González, S.J. “Cristología, Unidad Cristológica de la Escritura”, en Cuestiones Actuales de Cristología y Eclesiología, Curso de actualización Teológica organizado por el Secretariado Permanente del Episcopado Colombiano, Bogotá, 1990, Pgs.63ss.

[2]Propiciación: 1. Acción agradable a Dios, con que se le mueve a piedad y misericordia. 2. Sacrificio que se ofrecía en la ley antigua para aplacar la justicias divina y tener a Dios propicio. (DRAE)

[3] 6 a), 7 y 8

[4]Sigo las anotaciones de la Biblia de Jerusalén

[5]Cfr. La Sagrada Escritura, Texto y comentario, Nuevo Testamento, II, BAC 211, comentarios del P. Juan Leal, S.J.

[6]Biblia de Jerusalén, ib.; y BAC opus cit., ibidem

[7] Carlos Ignacio González, opus cit., Pg. 67