Reflexión 7 Jueves 16 de marzo, 2006

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 20 y 21

¿Qué es y qué no es este libro?

Es bueno recordar que el Compendio no es una especie de Código de Leyes. La Iglesia en diálogo con nosotros, nos expone en este libro el mensaje social que el Señor nos dejó en la Escritura, como nos lo han explicado a través del tiempo la Tradición y el Magisterio. Es Doctrina Social. Decíamos que seguir las orientaciones que la Iglesia nos ofrece en el Compendio es muy importante, porque se asegura así la comunión de la Iglesia universal en asuntos fundamentales de la fe cristiana, como es lo que la Revelación nos enseña sobre el hombre y su dignidad, y sus relaciones con los demás. El Compendio recoge de modo sintético toda la doctrina que constituye una orientación segura para nuestra conciencia, cuando tengamos que tomar decisiones que comprometan normas y principios que regulan nuestra vida social y económica. Es una gran ayuda tener un documento como éste, que nos ofrece principios firmes y claros.

De manera que si alguien nos pregunta qué es el Compendio de la D.S.I. le podemos decir que es como el Catecismo de la Doctrina Social de la iglesia; que allí encontramos: principios de reflexión, nos enseña criterios, normas de juicio, directrices para orientar nuestra acción en lo que se relaciona con nuestra vida en sociedad. Y recordemos que lo que nos proponemos en nuestro estudio de la D.S.I., es conseguir el mismo resultado que se propone el Compendio: y es que de este estudio resulte un compromiso con nuestra vocación, – como laicos o como religiosos o sacerdotes, según el estado de cada uno, – un compromiso con el llamamiento que el Señor nos ha hecho, de anunciar el Evangelio al mundo, en especial en lo social. A este respecto recordamos las palabras de Juan Pablo II en su exhortación apostólica Christifideles Laici (Los fieles laicos), quien nos aclara así nuestra vocación: En razón de la común dignidad bautismal el fiel laico es corresponsable, junto con los ministros ordenados y con los religiosos y las religiosas, de la misión de la iglesia. Sabemos bien cuál es la misión de la Iglesia: comunicar la buena nueva.

Nuestro papel particular como laicos en la misión de la Iglesia

Repasemos lo que, sobre el papel particular del laico, nos aclara el Santo Padre Juan Pablo II; dice él, que la dignidad bautismal asume en el fiel laico una modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del religioso y de la religiosa. Esa modalidad que marca al laico, que lo diferencia del sacerdote y del religioso, es el carácter secular que es propio y peculiar de los laicos. Recordemos lo que habíamos comentado sobre nuestra misión, como instrumentos en la construcción del Reino en el mundo, o utilizando la terminología de Juan Pablo II en Christifideles laici, nuestra misión de ser instrumentos en la obra redentora de Jesucristo, que abarca también la restauración de todo el orden temporal. Como los laicos vivimos en medio del mundo, tenemos el deber especial de influir para que el mensaje llegue al medio en que vivimos. Somos parte de esa viña a la cual nos ha llamado el Señor a trabajar.

Hemos visto que nuestra vocación como laicos, está claramente definida por Juan Pablo II: los fieles laicos,-dice el Papa en Christifideles laici,- «son llamados por Dios para contribuir, desde dentro, a modo de fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico, y así manifiestan a Cristo ante los demás, principalmente con el testimonio de su vida y con el fulgor de su fe, esperanza y caridad».(37) De este modo, el ser y el actuar en el mundo  son para los fieles laicos  no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial. En efecto, Dios les manifiesta su designio en su situación intramundana, y les comunica la particular vocación de «buscar el Reino de Dios  tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios». Por eso los fieles laicos tenemos que intervenir en política, por ejemplo, porque tenemos que ser instrumentos en la instauración del reino de Dios, ordenando las realidades temporales según los planes de Dios.

Como decíamos en un programa anterior, poco reflexionamos sobre la responsabilidad que nos cabe a los laicos en la restauración del orden temporal, es decir en la construcción del Reino. A veces pareciera que los católicos olvidáramos nuestro deber de ordenar las realidades temporales según Dios, cuando ejercemos nuestro derecho a intervenir en política o a ejercer la profesión, cualquiera ella sea o a vivir nuestra vida de familia. Nuestra tarea es ordenar, -en lo que nos toca,- esas realidades del trabajo, de la familia, de la vida en sociedad, según los planes de Dios.

Con frecuencia hacemos comentarios que indican que en lo que se refiere a ordenar las realidades temporales, todo lo esperamos de la Jerarquía. Y resulta que los obispos no están en el Congreso ni son Magistrados de las Cortes ni dirigen la nación desde el poder ejecutivo ni participan en las Juntas Directivas de las empresas ni dirigen los sindicatos. Todos esos cargos los ocupan laicos. Si los laicos no somos sal y luz y levadura, en el medio temporal en el que nos desempeñamos, cómo esperamos que las leyes y las empresas se orienten por la verdad, y sean justas, que las familias sean modelos, que la educación forme en un humanismo integral; en fin, ¿cómo esperamos que lo creado se ordene al verdadero bien del hombre?, en palabras de Juan Pablo II. (Christifideles Laici, 14) Decíamos que, ¿cómo puede el Evangelio iluminar las actividades y las instituciones humanas, si los que las dirigen o las ejecutan no llevan esa luz? Siendo prácticos, por ejemplo: con nuestro voto en las elecciones contribuimos para que nuestra sociedad sea justa o no, para que en ella se defienda a los más débiles, se respete la vida desde la concepción hasta que el Señor quiera, se respete a la familia, como célula vital de la sociedad.

Si no se siguen los designios de Dios, el resultado es la deshumanización del hombre

Como nos enseña el Compendio, la orientación que se imprima a la vida y a la sociedad, depende en gran parte, de las respuestas que se den a los interrogantes, sobre el lugar del hombre en la naturaleza y en la sociedad. Si Dios está ausente de la relación entre los hombres, en el Estado es decir, en el Congreso, en las Cortes, en el Poder Ejecutivo, esa sociedad será muy distinta a una sociedad que se oriente con base en los planes de Dios, que están en la misma moral natural.

Reflexionamos antes sobre el Nº 20 del Compendio, que pone los cimientos teológicos de todo lo que nos explicará luego. Y como son los cimientos, tienen que ser muy firmes. Por eso comienza presentándonos a Dios metido en la historia del hombre. Dios es nuestro principio y nuestro fin, la roca sobre la cual se funda nuestra fe, nuestra doctrina. No podemos prescindir de Él. Algo tan importante como la Doctrina Social, tiene que estar cimentada en Dios. Si se trata del hombre, de las relaciones entre los hombres, de la sociedad, no se puede prescindir de Dios, el Creador del hombre. Dios creó al hombre según unos planes, que si se siguen, conducen al logro de la perfección. Si no se siguen los designios de Dios, el resultado es la deshumanización del hombre. En un programa anterior comentábamos que los agnósticos tratan los problemas del hombre teniendo en cuenta a un hombre incompleto, porque sólo atienden su aspecto biológico y social, y se les olvida el trascendental, que es el que más dignifica al hombre, porque es nada menos que su procedencia divina.

Recordemos una vez más algo que decíamos en una reflexión anterior: «Para conocer al hombre, el hombre verdadero, el hombre integral, hay que conocer a Dios», decía Pablo VI, citando a Santa Catalina de Siena, que en una oración expresaba la misma idea: «En la naturaleza divina, deidad eterna, conoceré la naturaleza mía». Esta cita de Pablo VI es de su Homilía en la última sesión pública del Concilio Vaticano II, el 7 de diciembre de 1969. De manera que no es posible llegar a una comprensión completa del hombre, si no se tiene en cuenta su origen en el Creador, su origen divino y no sólo material.

Decíamos que los creyentes sabemos que Dios está presente y activo en cada momento, en todas las criaturas. De modo que una persona, de cualquier cultura, puede tener una intuición de la divinidad, a través de la creación que lo rodea. Como el ser humano es creado a imagen de Dios, tenemos una especie de conexión con lo divino, porque, como nos explica el Génesis, en la creación del hombre, Dios le insufló su espíritu; le insufló aliento de vida, dice la Escritura. El Cardenal Ratzinger, en el libro “Dios y el Mundo”, dice que: El ser humano lleva el aliento de Dios. Ha sido creado a imagen y semejanza de Dios… Es único. Está en los ojos de Dios y unido a Él de manera especial.”[1]

Si Dios está en todas partes, y el hombre está unido a Él de una manera especial,- porque lleva su aliento, su espíritu,- tiene que ser posible para cualquier persona esa intuición, ese encuentro, con un rasgo de Dios.

Para todo ser humano es posible encontrarse en alguna forma con Dios, que está en todas partes, en toda la creación. No sólo en las maravillas del paisaje aparece en alguna forma el rostro de Dios. Algunas personas alcanzan a verlo en la sonrisa de un niño, en el enfermo a quien ayudan, en el pobre que extiende la mano, en la persona que nos socorre en el momento oportuno. Al fin y al cabo toda persona es imagen de Dios.

El rasgo cracterístico de Dios es la bondad. ¿Lo pueden ver en nosotros?

Vale la pena repetir porque es muy ilustrativa, la explicación que el Cardenal Ratzinger dio al periodista alemán Peter Seewald, sobre la imagen de Dios, en una respuesta a la pregunta ¿Cómo es Dios? El hoy Papa Benedicto XVI, dijo entonces, queél respondería a esa pregunta, diciendo que uno se puede imaginar a Dios, tal como lo conocemos a través de Jesucristo. Cristo dijo una vez: “quien me ve a mí, ve al Padre”. Y explicó:

“… si después analiza la historia de Jesús, empezando por el pesebre, por su actuación pública, por sus grandes y conmovedoras palabras, hasta llegar a la última cena, a la cruz, a la resurrección y a la misión del apostolado (…) entonces uno puede atisbar el rostro de Dios. Un rostro por una parte serio y grande. Que desborda con creces nuestra medida. Pero, en última instancia, el rasgo característico de Él es la bondad; Él nos acepta y nos quiere. Hasta allí la explicación del Cardenal Ratzinger. De modo que si queremos parecernos a Dios, parecernos en algo a Jesucristo, su rasgo característico es la bondad.

El Compendio nos explica en el Nº 20, qué alcanza el hombre a captar en ese encuentro con Dios, en una auténtica experiencia religiosa. Decíamos que cuando el hombre entra en ese contacto, que puede ser fugaz, en una rápida intuición del Ser Trascendente,- de Dios,- alcanza a captar que ha recibido gratuitamente la existencia. Es decir que existe, porque ese Otro, Dios, le ha comunicado el ser. Y como experimenta que él vive con otros que también han recibido el mismo don, alcanza a ver que la creación que lo rodea, no es un don para él solo, y que por lo tanto tiene que administrarla responsablemente, teniendo en cuenta a los demás. Tiene que administrar la creación, en comunión, – de manera convivial -. Es decir como el anfitrión en un convite al que todos están invitados.

Otro punto que nos explica el Nº 20 del Compendio, es que la solidaridad, la comunión en que deberíamos vivir, es algo que todos deseamos y esperamos de los demás, en lo más íntimo, y la aceptación universal de esa actitud hacia los demás, se refleja en la llamada Regla de Oro, tomada en el cristianismo del Evangelio según San Mateo 7,12 y que dice: Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos. Nos dice el Compendio que es tan universal esta regla, que se encuentra en todas las culturas, aunque no se exprese exactamente con las mismas palabras. De todos modos, el sentido que se da a la frase coincide en todas. Como prueba, leímos la formulación de la Regla de Oro, en 6 grandes religiones además del cristianismo.[2]

Finalmente, reflexionábamos con el Compendio, que lo normal, entonces, debería ser que nos tratáramos bien unos a otros. Eso es lo que está en lo íntimo de todo ser humano; pero hay una contradicción en la forma como nos comportamos. Por una parte buscamos la solidaridad, y estamos dispuestos a ofrecerla cuando los demás nos necesitan. Pero por otra parte, miramos sólo lo que nos conviene, aunque perjudique a los demás. El mundo vive en continuas guerras y la pobreza no cede en el mundo. Si de verdad fuéramos solidarios no habría tantos pobres.

Todos necesitamos sentirnos parte de algún grupo

Vivimos en permanente contradicción: a pesar de esa conducta poco coherente con lo que deseamos, es notoria la necesidad que todos sentimos de ser parte de algo mayor que nosotros. Por eso tenemos un sentido de unión desde niños: entre compañeros de curso, en el colegio y a través de toda la época de estudios, y después, con la organización de asociaciones de exalumnos, por ejemplo. Nos unimos alrededor de un equipo de fútbol, las señoras en reuniones de amigas, todos nos sentimos parte de alguna organización política, de la acción comunal o colaboramos en los grupos apostólicos, cantamos con entusiasmo el himno nacional y buscamos a nuestros compatriotas si estamos en el extranjero. Podríamos decir que nos amparamos detrás de cualquier disculpa para sentirnos parte de una comunidad, pero al mismo tiempo nos destrozamos como si fuéramos enemigos. Recordemos esta reflexión porque es fundamental.

Somos contradictorios. Decíamos que tenemos dentro ese gusano, cuya acción describió San Pablo en Rom. 7, 15, donde dice: Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Es que el plan de Dios para el hombre se rompió con el pecado. Por eso el desequilibrio, por eso nuestra contradicción. Y por eso vino Dios en la persona de Jesucristo a recomponer ese plan.

Estamos en un mundo en crisis, en el cual vivimos en contra de lo que el hombre íntimamente desea, que es la unidad. En lo más hondo del ser humano, parece estar muy arraigada la necesidad de unidad, de integración en todo, empezando por nosotros mismos como personas: quisiéramos que hubiera coherencia entre nuestros pensamientos, creencias y acciones; pero no actuamos conforme a lo que decimos creer; predicamos una cosa y hacemos lo contrario. De nosotros muchas veces podrían decir, lo que Jesucristo dijo de los fariseos: que los demás hagan lo que decimos que se debe hacer, pero que no obren como obramos nosotros. Quisiéramos que también entre nuestras emociones y nuestras creencias hubiera integración; y que esa unión reinara con los demás, en la familia, en el trabajo, en la lucha por lograr el bien común. Pero en la práctica podemos ser disociadores, criticones, que vemos la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio. Y si falla la integración las cosas salen mal. Parece que la integración, la unidad de todos y finalmente en Dios, es algo que tiene que darse para que haya finalmente perfección. Mientras llega ese día vivimos en la lucha.

La existencia humana no es como salió de las manos del Creador

Volvimos también al pensamiento del Cardenal Ratzinger, quien expone magistralmente esta situación de contradicción en que vivimos, y leímos unos párrafos de Dios y el Mundo (Joseph Ratzinger, Dios y el Mundo, Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, Pg. 72s), el libro que hemos citado varias veces. Leamos de nuevo esas líneas porque nadie lo dice mejor que él:

La fe cristiana está convencida de que hay una perturbación en la creación, dice el Cardenal, ahora Benedicto XVI. La existencia humana no es como salió realmente de las manos del Creador. Está lastrada (es decir sobrecargada) con un factor que, además de la tendencia…hacia Dios, también dicta otra, la de apartarse de Dios. En este sentido, el ser humano se siente desgarrado entre la adaptación original a la creación y su legado histórico.

Esta posibilidad, ya existente en la esencia de lo finito, de lo creado, se ha conformado en el curso de la historia. Por una parte el ser humano ha sido creado para el amor. Está aquí para perderse a sí mismo, para darse. Pero también le es propio negarse, querer ser solamente él mismo. Esta tendencia se acrecienta hasta el punto de que – por un lado – puede amar a Dios, pero también enfadarse con él y decir: “En realidad me gustaría ser independiente, ser únicamente yo mismo.”

Continúa así el hoy Benedicto XVI: Si nos examinamos con atención, también observaremos esta paradoja, esta tensión interna de nuestra existencia. Por una parte consideramos correcto lo que dicen los diez mandamientos. Es algo a lo que aspiramos y que nos gusta. Concretamente ser buenos con los demás, ser agradecidos, respetar la propiedad ajena, encontrar el gran amor en la relación entre los sexos  que implicará una responsabilidad mutua que durará toda la vida, decir la verdad, no mentir…

Más adelante dice: esta paradoja muestra una cierta perturbación interna en el ser humano que, lisa y llanamente, le impide ser lo que querría ser. Hasta allí el Cardenal Ratzinger.

Esa desintegración que empieza en cada uno de nosotros, se refleja en las familias, en los grupos en los que trabajamos, se manifiesta en los países, basta ver la violencia entre compatriotas, -se observa en las políticas internacionales, por ejemplo: se proclaman las bondades de la globalización, de los tratados comerciales, de la integración, pero en esos procesos no se tiene en cuenta la equidad, que es tener en cuenta a los otros. Es el individualismo el que se trata de imponer. Afortunadamente, como dice Juan Pablo II en Veritatis Splendor (El Esplendor de la Verdad), las tinieblas del error o del pecado no pueden eliminar totalmente en el hombre la luz de Dios Creador. Por esto, siempre permanece en lo más profundo de su corazón la nostalgia de la verdad absoluta y la sed de alcanzar la plenitud del conocimiento.

La realización del plan de Dios con el hombre, -como ya vimos en una reflexión anterior, y lo encontramos en Efesios, 1, 3-23, – será en la plenitud de los tiempos, cuando se dará la unión del mundo entero, de toda la creación, en Cristo, primogénito de toda criatura y centro de la historia. Pero eso no quiere decir que podemos sentarnos cruzados de brazos, esperando que llegue el Reino de Dios. Ya hemos visto lo que se espera de nosotros, laicos, sacerdotes y religiosos, como instrumentos en la construcción del Reino, que será un Reino de amor.

La iniciativa de Dios para acercarse al hombre

Vamos a seguir ahora con el estudio del Nº 21. Vimos ya queel hombre es capaz de aproximarse a Dios; de llegar a experimentar en alguna forma la presencia de Dios, gracias a que, por ser creado, tiene una conexión especial con el Ser que lo trajo a la existencia, que insufló su espíritu. Ahora en el Nº 21, el Compendio nos muestra, cómo Dios toma la iniciativa para entrar en contacto con el hombre. Recordábamos que Abraham probablemente llegó a un primer conocimiento de Dios por la contemplación del cielo estrellado. Más adelante, Dios se comunicó con él, como podemos leer en el capítulo 12 del Génesis. Y más tarde, el encuentro de Dios con Moisés, fue empezar a hacer realidad la promesa a Abraham,“de ti haré una nación grande y te bendeciré” (Gen 12,2) escogiendo a un Pueblo para meterse en la humanidad. Leamos el Nº 21 del Compendio, que dice así:

Sobre el fondo de la experiencia religiosa universal (…), se destaca la Revelación que Dios hace progresivamente de Sí mismo al pueblo de Israel. Esta Revelación responde de un modo inesperado y sorprendente a la búsqueda humana de lo divino, gracias a las acciones históricas (…), en las que se manifiesta el amor de Dios por el hombre.

De manera que es Dios mismo quien en la historia se va revelando progresivamente al hombre, con hechos concretos, a través del pueblo de Israel. Responde así a la búsqueda incesante de lo divino, de parte del hombre. Dios no se esconde, le responde con amor, escogiendo a un pueblo afligido, para ayudarle en su aflicción y a través de él meterse en historia de la humanidad. Esa misteriosa elección no la hace Dios porque Israel sea un pueblo poderoso y grande. Uno se puede preguntar ¿Por qué escogió Dios ese pueblo y no otro? No estamos en capacidad de saberlo, pero Él nos dice en la Escritura, que la razón fue el amor: el Señor le dijo a Moisés: No os he elegido porque seáis un pueblo especialmente grande. O especialmente importante, ni porque tengáis esta o aquella cualidad, sino porque os amo, por libre elección.”[4] (Deut., 7,7)

Y en el libro del Éxodo, 3,7-8, se lee: Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa; a una tierra que mana leche y miel.

 Dios se acerca gratuitamente a Israel que sufre la esclavitud, porque Él lo quiere. Y, ¿cómo se hace presente Dios? Su presencia se manifiesta por la liberación de la esclavitud. Dios conduce al pueblo a la libertad. La presencia de Dios en medio de su pueblo era permanente, pero se la tenían que recordar con frecuencia a los Israelitas, porque a pesar de sentir de manera palpable que Dios estaba con ellos, que los acompañaba, que los defendía, que los socorría, se olvidaban de Él. Recordemos cómo el Señor ordenó que le fabricaran una tienda, para hacer visible su presencia a los Israelitas.

En el Libro del Éxodo, desde el capítulo 35 en adelante, está la descripción de la fabricación de la que se llama La Morada, la habitación de Dios. Y en el capítulo 40, 34ss se describe cómo Dios tomó posesión de ella: La Nube cubrió entonces la Tienda de Reunión y la gloria de Yahvéh llenó la Morada, dice. Y más adelante continúa: En todas las marchas, cuando la Nube se elevaba de encima de la Morada, los hijos de Israel levantaban el campamento. Pero si la Nube no se elevaba ellos no levantaban el campamento, en espera del día en que se elevara. Porque durante el día la Nube de Yahvéh estaba sobre la Morada y durante la noche había fuego a la vista de toda la casa de Israel. Así sucedía en todas sus marchas.

Es tan amigable la presencia de Dios en medio de su Pueblo. De manera que cuando la Nube se elevaba encima de la tienda, era la señal de que había que continuar la marcha y el Señor seguía con ellos. “Era como si el Señor les dijera: Arriba, levanten el campamento que nos vamos. La nube y el fuego indicaban que Yahvé estaba allí. Como la lamparita del Sagrario, nos recuerda que el Señor está allí realmente presente.

Esa cercanía gratuita de Dios se manifestó, entonces, en la liberación y en la promesa de una tierra que Él les donaba. Son acciones históricas, que manifiestan que Dios está allí, cercano, con su Pueblo.

 


(2)  Cf Reflexión Nº 6

[3]Ratzinger, Dios y el Mundo, Pg. 43

[4]Cita de Ratzinger, ibidem, Pg. 137 Cfr. Deut. 7, 7