Recordemos que fuimos creados para amar
La Doctrina Social de la Iglesia se fundamenta en el amor. Como fuimos creados a imagen y semejanza de Dios que es Amor, es de la esencia misma del hombre, el amor. No amar, entonces, es contra la naturaleza del hombre. Es que Dios nos creó así, para amar.
Decíamos, en la Reflexión 20, del 22 de junio de 2006 que, al meditar sobre Jesucristo, coronación del plan amoroso de DiosPadre, la Iglesian os hizo comprender cómo, al encarnarse en la Persona de Jesucristo,Dios se acercó de modo tan íntimo a nosotros, que se hizo igual a nosotros en todo, menos en el pecado.[1] La creación del hombre, a imagen de Dios, y luego, el misterio de la Encarnación de Dios en la Persona de Jesucristo, tiene consecuencias maravillosas en la humanidad. Para nosotros, creyentes, la dignidad de la persona humana es evidente. Veamos cómo nos hizo Dios comprender esta maravilla.
Como hemos visto, en el Antiguo Testamento apenas se vislumbraba el Misterio de la Trinidad; fue Jesucristo, Dios y Hombre, quien nos permitió dar una mirada a la vida íntima de Dios. Como nos explicó bellamente Benedicto XVI, Jesucristo nos dio a conocer algo inesperado: que Dios no es soledad, que Dios es un acontecimiento de Amor. Como dice el Compendio de la D.S.I. en el Nº 31: El Rostro de Dios, revelado progresivamente en la historia de salvación, resplandece plenamente en el Rostro de Jesucristo Crucificado y Resucitado. Repitámoslo: el rostro de Dios se fue revelando progresivamente en la historia y resplandeció plenamente en el rostro de Jesucristo. Él nos enseñó que Dios es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, realmente distintos y realmente uno, porque las Tres Personas divinas son comunión infinita de amor. De modo que Dios no es soledad, es un acontecimiento de amor. La parte del Compendio, que trata este asunto va del Nº 30 al 33, y lleva por título La revelación del amor trinitario. Quizás nos venga bien volver a meditarlos, con las Reflexiones 14 y 15. Aquí lo haremos brevemente.
La distancia entre el hombre y la divinidad
Recordemos que Moisés deseaba ver el rostro de Dios, como encontramos en el capítulo 33 del libro del Éxodo, pero no le fue dado ese privilegio. En el v. 19 le dice Moisés al Señor: Déjame ver, por favor, tu gloria. El Señor le contestó: mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo. La Biblia de Jerusalén comenta que Tan grande es el abismo entre la indignidad del hombre y la santidad de Dios, que el hombre debería morir con sólo ver a Dios o con sólo oírle. La misericordia de Dios, sin embargo, se las arregla para acercarse a nosotros. En el mismo texto del Éxodo, a la petición de ver su rostro, el Señor le dice a Moisés que Él es misericordioso, y lo instruye para que se ubique en una hendidura de la peña cuando su gloria vaya a pasar. Él, Dios, lo cubrirá con su mano hasta que haya pasado, luego quitará su mano, para que vea sus espaldas; pero, mi rostro, le dice, no se puede ver. Es una bella manera de explicar, la Escritura, la distancia entre el hombre y la divinidad y al mismo tiempo la bondad de Dios.
En el rostro de Jesucristo resplandece la gloria de Dios
Sabemos hasta dónde llegó la misericordia de Dios, con la Encarnación; como leemos en el primer capítulo del Evangelio de Juan: …la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. En el texto del Éxodo que acabamos de leer, Moisés pide al Señor que lo deje ver su gloria. Juan dice que la Palabra se hizo carne, se bajó hasta nosotros, y así hemos podido ver su gloria. En Jesucristo resplandece la gloria, el rostro de Dios. Para que pudiéramos ver su gloria, Él bajo hasta la humanidad, tomó nuestra naturaleza, y así la elevó a una dignidad impensable para la capacidad humana, que pudo contemplar la gloria de Dios en el rostro del Resucitado, Jesucristo.
Si Dios no es soledad, nosotros tampoco lo somos
Algunos, quizás por una equivocada interpretación de lo que es la fuerza, tienen el prejuicio de que el amor a los demás es cosa de personas débiles, de sacerdotes y beatas. Están muy equivocados, pues de la esencia misma del hombre es el amor al prójimo. Estamos llamados al amor y no simplemente porque así lo prediquen los sacerdotes. ¿Por qué, entonces? La explicación la conocemos por la Encarnación de Dios en Jesucristo. Gracias a la revelación de este misterio que nos dio a conocer Jesucristo, sabemos que Dios es Uno y Trino, Tres Personas que viven en una relación de amor. Esto nos indica que Dios es Amor y como nosotros fuimos creados a imagen de Él, que es Amor, entonces, el hecho de ser creados a imagen y semejanza de Dios, que es Amor, tiene como consecuencia, que la relación que debe reinar entre nosotros, los seres humanos, hechos a imagen y semejanza de Dios, tiene que ser semejante a la que se da entre las tres Personas divinas. Iguales no podemos ser jamás, pero sí semejantes. Si fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, y Dios es un acontecimiento de Amor, nosotros no podemos ser islas, soledad, seres aislados. En nuestra vida de relación con los demás, tenemos que asemejarnos a ese acontecimiento de amor, que es Dios. Si Dios no es soledad, nosotros, sus imágenes, tampoco podemos serlo.
Ser creados a imagen y semejanza de Dios, Uno y Trino, es el fundamento de la unidad del género humano
De manera que el hecho de ser creados a imagen y semejanza de Dios, Uno y Trino, es el fundamento de la unidad del género humano. Eso explica la tendencia natural del ser humano a la integración. Somos muchos y diversos, pero por el amor deberíamos ser uno en el espíritu. Estamos llamados a vivir una vida como la de Dios: una vida de amor y solidaridad.
Veíamos que la vida social a la que estamos llamados es un reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres personas. No olvidemos que estamos llamados a esa vida de armonía, de amor, y que el desorden existente no debería ser lo natural; es la consecuencia del pecado original, de la mala decisión del hombre de apartarse de los planes de Dios. El hombre no quiso ser como Dios lo diseñó, sino independiente de Él, pero quería ser igual a Él, omnipotente. Y no creamos que eso de pretender ser iguales a Dios fue sólo de nuestros primeros Padres. ¿Acaso hoy, en el siglo XXI, con la manipulación de la vida, que pretende manejar a su antojo, el hombre no pretende ser como Dios? Seguimos repitiendo hoy la conducta soberbia del hombre en su origen.
Vamos a repetir la reflexión que hicimos al respecto, en la citada Reflexión del mes de junio, sobre las implicaciones de la vida trinitaria de Dios, en nuestra propia vida, que se continúa en la tercera parte de este primer capítulo, el que estamos estudiando ahora, y se titula: La persona humana en el designio del amor de Dios, y comprendedel Nº 34 al 49 del Compendio de la D.S.I.
La sociabilidad del hombre es propia de su naturaleza por ser creado a imagen y semejanza de Dios
En palabras del Compendio, La revelación en Cristo del misterio de Dios como Amor trinitario está unida a la revelación de la vocación de la persona humana al amor y esta revelación ilumina la dignidad y la libertad personal del hombre y de la mujer y la intrínseca sociabilidad humana en toda su profundidad. Eran palabras del Compendio. De modo que al darnos a conocer el misterio de Dios, que es Trino y al mismo tiempo Uno, en el amor, se nos revela también la vocación de la persona humana al amor; se nos revela que la sociabilidad del hombre es propia de su naturaleza, por ser creado a imagen y semejanza de Dios.
Lo que esto significa lo vimos en reflexiones anteriores; es importante que lo comprendamos bien. Repitamos lo esencial. Como lo enseña el Concilio Vaticano II, en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, en el Nº 12, (…) Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen 1,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás.
Amar es de la esencia de nuestro ser. Así nos diseñó y nos hizo Dios
Es clave la última frase del Concilio, que acabamos de leer, la que dice: El hombre es (…), por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás. Esta afirmación la debemos conectar con la enseñanza del Compendio en el Nº 35, que vimos antes y dice:
La persona humana ha sido creada por Dios, amada y salvada en Jesucristo, y se realiza entretejiendo múltiples relaciones de amor, de justicia y de solidaridad con las demás personas, mientras va desarrollando su multiforme actividad en el mundo.
Fijémonos en esto con atención. Recordemos las implicaciones prácticas que esa afirmación tiene en nuestra vida diaria, en cualquier actividad a la cual nos dediquemos.
Nos enseña la Iglesia que el hombre no puede realizarse plenamente, no puede desplegar completamente sus cualidades, sus capacidades, si no tiene en cuenta en su vida, su relación con los demás. Mientras trabajamos, mientras desempeñamos nuestra profesión o nuestro oficio en la vida, encontraremos satisfacción si lo hacemos entretejiendo relaciones de amor, de justicia, de solidaridad. El Compendio, es decir la Iglesia lo dice, lo acabamos de leer, que la persona se realiza, es decir, se desarrolla plenamente, entretejiendo múltiples relaciones de amor, de justicia y de solidaridad con las demás personas, mientras va desarrollando su multiforme actividad en el mundo.
Nos desarrollamos plenamente como personas, sólo si tenemos buenas relaciones con los demás, si los tratamos bien, con amor
En palabras más simples, esto significa que nos desarrollamos plenamente como personas, sólo si tenemos buenas relaciones con los demás, si los tratamos bien, con amor. Algunos se creen satisfechos abusando de los otros, aprovechándose de ellos, siendo “los vivos”, que es lo mismo que ser “los pillos”, los pícaros, que pasan por encima de los derechos de los demás. En el fondo, esas personas se tienen que sentir mal, porque el egoísta y el malvado pueden engañar a otros, pero no se pueden engañar a ellos mismos. Sin duda la conciencia les grita desde el interior, y además, la maldad no hace feliz a nadie. Por naturaleza el hombre es un ser social, no un asocial y menos un antisocial[2]. En síntesis, como ser creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre está llamado a amar a los demás. Eso debería ser lo natural en nosotros. ¿Por qué el ser humano odia, a pesar de ser criado para amar?; ¿por qué se aísla, en vez de asociarse, – en fin, – por qué nos cuesta amar?, nos lo explica enseguida el Compendio.
Por Jesucristo, Dios nos reconcilió consigo y con nosotros
Como hemos visto, desde el pecado original, el universo no es como el Creador lo quería, como Él lo diseñó. El hombre empañó en sí mismo la imagen y semejanza de Dios, como fue originalmente creado. Por eso nuestro actuar en el mundo, nuestra vida personal y social, están asechados por el pecado. Pero la situación del hombre no está perdida, porque la vida, pasión y resurrección de Jesús no fueron en vano. Cita aquí el Compendio una vez más la Constitución Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, en el Nº 22. Volvamos a leer algo de este importante número:
El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15)[3] (se refiere a Cristo nuestro Señor) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. Volvamos a leer: Jesucristo ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida,[4] ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios asumió, tomó, sin destruirla, la naturaleza humana.
Y continúa el Concilio: El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado.[5]
¡Cómo no vamos a amar a Jesucristo, que siendo Dios, bajó hasta nosotros, no en una visita fugaz, sino que se hizo uno de nosotros, nos amó y se entregó por nosotros hasta la muerte y una muerte cruel! Sigamos leyendo algo más de la Gaudium et Spes. Sigue así, en el mismo Nº 22, para que comprendamos toda la hondura del amor de Dios, que nos rescató y nos hizo nuevos. Sigue así:
Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20)
No alcanzamos a captar la magnitud del rompimiento de la criatura con Dios
Una joven, por cierto muy querida, como que es de mi familia, me comentaba hace poco sobre la inquietud que turba a veces a personas buenas, por las consecuencias del pecado original. Me decía que ella no castigaría a todos sus hijos por una falta del mayor. Si el hijo mayor dilapida su herencia, por qué sus hermanos tendrían que sufrir las consecuencias? Bueno, comprendemos que si el hijo mayor pierde el patrimonio de todos, las consecuencias las sufre toda la familia, pero, ¿por qué, por el pecado de Adán, debemos pagar todos? Ese pensamiento inquieta, es cierto, porque no alcanzamos a captar la magnitud del rompimiento de la criatura con Dios, pero ¿cómo dudar de la gravedad de la falta, del pecado original, si a ella siguió la demostración del amor insondable de Dios, cuando Él mismo puso los medios para rescatarnos y entregó a su propio Hijo para cumplir con esa misión? Su voluntad fue hacerlo todo de nuevo. Rehacer lo que el hombre dañó. Poniendo el Hijo la parte más dolorosa… A nosotros nos toca nuestra parte, que es lo que falta a la pasión de Cristo. Nuestra porción, que con frecuencia rechazamos, cuando nos rebelamos contra el dolor.
Nuestra relación con los demás debería ser una relación de hermanos, de hijos del mismo Padre, pues lo somos. No una relación entre extraños