Reflexión 43 Jueves 18 de enero 2006

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 45

 

Reflexionamos ahora sobre La Persona Humana en el Designio o planes del Amor de Dios

 

En la reflexión anterior comenzamos a estudiar el Nº 45 de nuestro libro guía, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia.

Tengamos presente que estamos ahora reflexionando sobre La Persona Humana en el Designio o planes del Amor de Dios. Hemos visto ya en reflexiones anteriores que el origen y meta de la persona humana es Dios, que es Amor. Esta verdad es muy importante para comprender la Doctrina Social de la Iglesia, porque en nuestro origen en Dios, que es Amor, se fundamenta la sociabilidad del hombre. No importa que repitamos esto muchas veces, porque es esencial. Ojalá se nos grabe y lo tengamos siempre presente: fuimos creados a imagen de la Trinidad, que vive en una íntima relación de amor: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que, según el pensamiento de San Agustín, son: el Amante, el Padre; el Amado, el Hijo; y el Amor, el Espíritu Santo. Por eso, amar a los demás es de la esencia de la persona humana y de la esencia del cristianismo, porque somos imagen y semejanza de Dios.

Si nos aislamos, si a veces somos resentidos, si maltratamos a otros, si odiamos, no es porque el hombre haya sido creado con inclinación al mal, al resentimiento o al odio; esas malas inclinaciones son consecuencia del pecado original.

Los comportamientos negativos con los demás, lo que indican es que necesitamos cambiar, que se requiere nuestra conversión. Lo normal  en el ser humano debería ser ser el amor a los demás. Obrar contra los demás con resentimiento, con odio, con venganza, es permitir que en nosotros prevalezcan los comportamientos inspirados por el “hombre viejo”, como diría San Pablo.

Para entrar ahora de lleno en el Nº 45, empecemos por recordar que ya el Compendio nos había instruido sobre la salvación cristiana; nos había enseñado que la salvación es una iniciativa de Dios para todos los hombres, desde el momento mismo de la creación. Eso quiere decir que Dios nos creó para que participemos de su vida un día en la gloria, por toda la eternidad. Ese plan generoso de Dios se pudo haber frustrado definitivamente por la soberbia del hombre, en el pecado original, cuando quiso ser como Dios, igual a su Creador. Afortunadamente la misericordia infinita del Señor nos tendió la mano. La bondad de Dios permite siempre que tengamos otra oportunidad. Lo que se requiere es que nos volvamos a Él. Dios no rechaza al pecador, como nos lo dejó claramente plasmado, en la parábola del Hijo Pródigo, en la escena de la mujer adúltera, y esencialmente, como nos los probó con la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

Es muy importante tener ahora esto presente; la Iglesia nos enseñó en el Compendio, que la altísima vocación a que Dios nos llamó es posible, después del pecado original, gracias a Jesucristo, muerto y resucitado, que se encarnó para salvarnos; y nos dice que por el misterio pascual estamos llamados a transformarnos interiormente y a conformar nuestro vida con las enseñanzas de Cristo. Es decir, gracias a la muerte y resurrección de Jesucristo, por el bautismo somos nuevas criaturas y nuestra vocación es a vivir como nuevas criaturas. Nuestra vocación a seguir a Jesucristo, implica una respuesta, que es vivir el Evangelio. Para ayudarnos a vivir el Evangelio, que eso es vivir como nuevas criaturas, tenemos la ayuda de los sacramentos, del Espíritu Santo que se nos da en ellos.

Ahora el Compendio, en el Nº 45, avanza en el tema de la salvación y nos enseña la Trascendencia de la salvación y la autonomía de las realidades terrenas. Empezamos en la reflexión anterior a estudiar qué quiere decir esto. En ésta no alcanzaremos a tratar el tema de la autonomía de las realidades terrenas. Vamos a continuar con el tema de la salvación. Para seguir por el camino correcto, leamos completo el primer párrafo de este Nº 45. Recordémoslo y luego vamos avanzando por partes. Dice así:

Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre en el cual y gracias al cual  el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad. El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo, que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte— muestra que lo humano cuanto más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad y en la misma libertad que le es propia. La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad  y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.

Entonces, repasemos ahora lo que estudiamos en la reflexión pasada, tomando la primera parte del Nº 45, para que atemos cabos.

El hombre y el mundo alcanzan su realización plena gracias a la Encarnación del Hijo de Dios

Comienza enseñándonos aquí la Iglesia, que el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad, contemplados a la luz de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado. El hombre y el mundo alcanzan su realización plena, gracias a la Encarnación del Hijo de Dios. La encarnación del Hijo fue el camino que Dios escogió para redimirnos, luego del pecado original. Sin la intervención de Dios, dejado solo a su limitada capacidad, el hombre, por causa del pecado original, no habría podido nunca lograr su realización plena. Habría quedado un ser mutilado, reducido.

Como un paréntesis, consideremos que es común escuchar la dificultad que representa para algunos aceptar que el pecado original se haga recaer sobre toda la humanidad. ¿Por qué tenemos que pagar todos, lo que hicieron nuestros primeros padres? La gravedad del pecado original quizás la comprendamos mejor, si pensamos en la solución que Dios nos ofreció; fue de una generosidad sin límites: enviar a su Hijo Unigénito a hacerse uno de nosotros, padecer una pasión terriblemente cruel y morir en la cruz. ¿Sería una falta pequeña, la que necesitó semejante remedio? Ante las dudas, pensemos en el remedio que el pecado original requirió. La rebelión frente al Creador no fue una falta pequeña o no se hubiera necesitado que el Hijo de Dios se hiciera uno de nosotros, padeciera y muriera una muerte ignominiosa como fue su muerte en la cruz.

Entonces, para comprender al hombre en toda su dimensión, hay que tener en cuenta los efectos que en él tuvo la Encarnación del Hijo de Dios. El mundo y el hombre no se comprenden plenamente, si no se tiene en cuenta a Jesucristo, el Dios encarnado. Tratar de resolver de espaldas a Jesucristo o contra Jesucristo  las dificultades por las que pasan el mundo y el hombre, es una enorme equivocación. Jesucristo es necesario para comprender plenamente al mundo y al hombre. Es algo maravilloso, que nos hace comprender mejor la obra que en nuestro beneficio realizó Jesucristo, muerto y resucitado. Al meterse Dios en la humanidad, al hacerse hombre en las entrañas de la Virgen María, y luego por la muerte y resurrección de Jesucristo, la humanidad caída no fue ya más la misma; fue elevada a una dignidad inimaginable para nuestro limitado entendimiento.

 

El mundo y el hombre no se comprenden plenamente si no se tiene en cuenta a Jesucristo el Dios encarnado

Los que pretenden disminuir la figura divina de Jesucristo, los que quieren sacar a Dios de la vida del hombre, repiten torpemente la rebeldía del pecado original; en vez de dignificar al hombre lo rebajan. Por la encarnación de su Hijo, Dios se hizo parte de la humanidad. Dios nos hizo de su familia, al hacernos hermanos de su Hijo.

Según la explicación del Compendio, el hombre se conoce mejor en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. En este misterio conocemos los designios, los planes de Dios sobre el hombre. Podemos comprender bien al ser humano, sólo si nos adentramos en los designios de Dios sobre él.

Es asombroso; dice el Compendio,  que la identidad y la libertad del hombre se comprendan en toda su dimensión, a la luz del misterio de la Encarnación. No nos cansemos de repetirlo; al encarnarse el Hijo de Dios, elevó a la humanidad a una dignidad más allá de la que le era propia.El Compendio utiliza las palabras: El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo.  El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre. El hombre solo, por su cuenta, no podía acercarse así a la divinidad. Fue Dios el se acercó por esa acción de su misericordia: El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre. La encarnación es un misterio del amor de Dios, que es más grande de lo que puede nuestra comprensión.

Sobre el efecto que en el hombre tiene la encarnación del Hijo de Dios, habíamos ya reflexionado, cuando estudiamos el Nº 38[1] del Compendio, y leímos entonces el Nº 22 de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, donde dice: El que es imagen del Dios invisible (Col 1,15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, (…), ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo el hombre.

 

Consecuencias de la cercanía de Dios con nosotros
Por la Encarnación

Veamos algunas consecuencias de esta cercanía de Dios con nosotros, por la encarnación. Cuando El Evangelio nos invita a ser perfectos como el Padre Celestial, nos parece que el Señor nos propone una meta imposible, y humanamente lo es. Pero esa es la meta que nos pone la encarnación. Por el misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre, Dios se nos acercó tanto, que se hizo uno de nosotros. Por eso las exigencias para el cristiano son tan altas. Sin embargo, este reto no nos debería asustar; para ayudarnos en este difícil camino recibimos al Espíritu Santo, que actúa en nosotros por los sacramentos. No nos dé miedo esa invitación a la perfección; intentémoslo.

Sin nuestra colaboración con la gracia, no podemos avanzar en el camino de la perfección. Se necesita nuestra voluntad, nuestra acción para lograrlo. El Espíritu Santo no obra contra nuestra voluntad. Los sacramentos no actúan como magia. Ni es cuestión de orar sólo con los labios, de recibir la Eucaristía y pensar que por eso todo lo que hagamos es obra del Espíritu. Podemos ser muy imperfectos, así oremos con los labios y recibamos la Eucaristía, si no dejamos que el Señor obre en nosotros y ayudamos poniendo nuestra parte.[2]

¿Qué implica, en la vida del cristiano, ser hijo de Dios?

En la reflexión pasada acudimos a las palabras de Juan Pablo II, quien nos marcó el camino con frases del Evangelio como: “No tengáis miedo”, para comprender mejor nuestra vocación a la perfección a la que estamos todos llamados.  Vamos ahora a recordar algunas de las frases de Juan Pablo II a los jóvenes, con ocasión de la VI Jornada Mundial de la Juventud, las cuales leímos la semana pasada. Decíamos que aunque hayan sido palabras dirigidas a los jóvenes, igual nos deben llegar a los que ya no somos jóvenes…

Dijo el Papa:

¿Qué implica, en la vida del cristiano, ser hijo de Dios? San Pablo escribe: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14). Ser hijos de Dios significa, pues, acoger al Espíritu Santo, dejarse guiar por él, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo.

(…)

Y “la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Ga 4, 6-7). San Pablo nos habla de la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la esencial herencia de los hijos de Dios. Cristo dice: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida. Es el camino maestro que Jesús mismo nos ha indicado: “No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7, 21).

La herencia de los hijos de Dios exige también el amor fraterno a ejemplo de Jesús, primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29): “Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 15, 12). Invocando a Dios como “Padre” es imposible no reconocer en el prójimo  -quienquiera que él fuere- un hermano que tiene derecho a nuestro amor. Aquí está el gran compromiso de los hijos de Dios: trabajar en la edificación de una convivencia fraterna entre todos los pueblos.

De esas maravillosas enseñanzas de Juan Pablo II, sobre el llamamientoa la santidad, ojalá nos queden grabadas por lo menos estas ideas:

– Que: Ser hijos de Dios significa (…) dejarse guiar por Espíritu Santo, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo. Esto quiere decir, que nos tenemos que estar preguntando siempre, qué quiere el Señor que hagamos, si el camino que estamos siguiendo es Su camino o es el de nuestro capricho, de nuestro apego. Estar abiertos a la acción del Espíritu, es no empeñarnos en que siempre tenemos la razón. Tenemos que saber escuchar. Pidamos al Señor que nos enseñe a escuchar.

– Ojalá nos quede grabado que: La santidad es la esencial herencia de los hijos de Dios. Cristo dice: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48).

– Y ojalá se nos grabe muy hondo este otro pensamiento de Juan Pablo II, que: La santidad consiste en cumplir la voluntad del Padre en cada circunstancia de la vida.

Y otra enseñanza, que tiene mucho que ver con la Doctrina Social de la Iglesia: La herencia de los hijos de Dios exige también el amor fraterno a ejemplo de Jesús, “primogénito entre muchos hermanos” (cf. Rm 8, 29): “Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 15, 12). Invocando a Dios como “Padre” es imposible no reconocer en el prójimo -quienquiera que él fuere- un hermano que tiene derecho a nuestro amor. Aquí está el gran compromiso de los hijos de Dios: trabajar en la edificación de una convivencia fraterna entre todos los pueblos.

 

El amor a los demás, como Cristo nos lo enseñó, es sin límites:

Alcanza a los enemigos

 

Las citas de la Sagrada Escritura, que Juan Pablo II hace en ese mensaje a los jóvenes no las podemos pasar por alto. Nos dice que en el amor fraterno, nuestro ejemplo es Jesús, “primogénito entre muchos hermanos”, como dice San Pablo en Rom 8,29. Qué tal el ejemplo de Jesús, nuestro hermano mayor, que nos dijo que amemos al prójimo como Él nos amó. Y Él nos amó hasta entregar su vida por nosotros. “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos.” Jn 15, 13 Parece ésta una meta inalcanzable, sin la gracia de Dios.

El amor a los demás, como Cristo nos lo enseñó, es sin límites. Alcanza a los enemigos. No me puedo resistir a recordar, en este momento, la reflexión del predicador pontificio, el P. Cantalamessa, sobre la pasión del Señor, el Viernes Santo del año 2006. Dijo él:

«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos», había dicho Jesús en el cenáculo (Jn 15,13). Se desearía exclamar: Sí que existe, oh Cristo, un amor mayor que dar la vida por los amigos. ¡El tuyo! ¡Tú no diste la vida por tus amigos, sino por tus enemigos! Pablo dice que a duras penas se encuentra quién esté dispuesto a morir por un justo, pero se encuentra. «Por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros»; «Cristo murió por los impíos en el tiempo señalado» (Rm 5,6-8).

Sin embargo no se tarda en descubrir que el contraste es sólo aparente. La palabra «amigos» en sentido activo indica aquellos que te aman, pero en sentido pasivo indica aquellos que son amados por ti. Jesús llama a Judas «amigo» (Mt 26,50) no porque Judas lo amara, ¡sino porque Él lo amaba! [3]No hay mayor amor que dar la propia vida por los enemigos, considerándolos amigos: he aquí el sentido de la frase de Jesús. Los hombres pueden ser, o dárselas de enemigos de Dios; Dios nunca podrá ser enemigo del hombre. Es la terrible ventaja de los hijos sobre los padres (y sobre las madres).

Debemos reflexionar en qué modo, concretamente, el amor de Cristo en la cruz puede ayudar al hombre de hoy a encontrar, (…) «la orientación de su vivir y de su amar». Aquél es un amor de misericordia, que disculpa y perdona, que no quiere destruir al enemigo sino en todo caso (destruir) la enemistad. (Ef 2, 16).[4] Jeremías, el más cercano entre los hombres al Cristo de la Pasión, ruega a Dios diciendo: «Vea yo tu venganza contra ellos» (Jr 11,20); Jesús muere diciendo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

Es precisamente de esta misericordia y capacidad de perdón de lo que tenemos necesidad hoy, para no resbalar cada vez más en el abismo de una violencia globalizada. El Apóstol escribía a los Colosenses: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas [literalmente] de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» (Col 3, 12-13)

Tener misericordia significa apiadarse (misereor) en el corazón (cordis) respecto al propio enemigo, comprender de qué pasta estamos hechos todos y por lo tanto perdonar.

Hasta allí el predicador pontificio. Volvamos a nuestro libro de texto. Volvamos a leer ahora las palabras del Nº 45 del Compendio de la D.S.I. que estamos comentando. Dice:

El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo, que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte— muestra que lo humano cuanto más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad y en la misma libertad que le es propia. La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.

 

Prerrogativa de los hijos de Dios es la libertad

 

De modo que la participación en la vida de Cristo libera nuestra verdadera identidad, la de los planes originales de Dios. Nos hace más libres, más auténticos, más humanos. A propósito de la libertad que nos es propia, como dice el Compendio, nada mejor que las palabras que Juan Pablo II dijo a los jóvenes, en el mismo mensaje con ocasión de la VI Jornada Mundial de la Juventud, al que nos acabamos de referir. Vamos a dedicar los últimos minutos del programa a las palabras de Papa. Dijo así:

Prerrogativa de los hijos de Dios es, luego, la libertad: también ésta es parte de su herencia. Aquí se toca un tema al cual vosotros, jóvenes, sois particularmente sensibles, ya que se trata de un don inmenso que el Creador ha puesto en nuestras manos. Pero es un don que se debe usar bien. ¡Cuántas formas falsas de libertad conducen a la esclavitud!

En la encíclica Redemptor hominis  he escrito a este propósito: “Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras: ‘Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres’ (Jn 8, 32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental  y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad  basada sobre la verdad…” (n. 12).

“Para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5, 1). La liberación traída por Cristo es una liberación del pecado, raíz de todas las esclavitudes humanas. Dice san Pablo: “Vosotros, que erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón  a aquel modelo de doctrina al que fuisteis entregados, y liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia” (Rm 6, 17). La libertad es, pues, un don y, al mismo tiempo, un deber fundamental de todo cristiano: “Pues vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos…” (Rm 8, 15), exhorta el Apóstol.

Es importante y necesaria la libertad exterior, garantizada por leyes civiles justas, y por esto con razón nos alegramos de que hoy aumente el número de los países donde se respetan los derechos fundamentales de la persona humana, aunque a veces el precio de esta libertad haya sido muy alto, a costa de grandes sacrificios e incluso de sangre. Pero la libertad exterior -aun siendo tan preciosa- por sí sola no basta. En sus raíces debe estar siempre la libertad interior, propia de los hijos de Dios que viven según el Espíritu (cf. Ga 5, 16), guiados por una recta conciencia moral, capaces de escoger el bien verdadero. “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Co 3, 17). Es este, queridos jóvenes, el único camino para construir una humanidad madura y digna de este nombre.

Ved, pues, cuán grande y comprometedora es la herencia de los hijos de Dios, a la cual sois llamados. Acogedla con gratitud y responsabilidad. ¡No la malgastéis! Tened el coraje de vivirla cada día de modo coherente y anunciadla a los demás. Así el mundo llegará a ser, cada vez más, la gran familia de los hijos de Dios.

¿Dónde se puede aprender mejor qué cosa significa ser hijos de Dios sino a los pies de la Madre de Dios? María es la mejor Maestra. A ella ha sido confiado un papel fundamental en la historia de la salvación: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4).

Hasta allí Juan Pablo II. Se refirió luego el Papa a la Patrona de Polonia, a donde irían en peregrinación. Nosotros, como el pueblo polaco, podemos encontrar, en la casa de la Madre, la fuerza de la fe, de la esperanza, de la propia dignidad de los hijos de Dios.Dijo Juan Pablo II: ¿Dónde, sino en su corazón maternal, se puede guardar mejor la herencia de los hijos de Dios prometida por el Padre?


[1] Reflexión 25, del 17 de agosto, 2006

[2] El tema de la santidad a la que somos llamados se ha tratado en otras reflexiones. Véase por ejemplo la del jueves 9 de noviembre de 2006. Sobre la necesidadde nuestra colaboración libre en el camino de la santidad,véase la Reflexión 26, del 24 de agosto 2006, sobre el Nº 39 del Compendio.

[3]Cfr. Mt, 26,50: El P. Severiano del Páramo, S.J. en su comentario al Evangelio de Mateo en BAC 207, Pg. 330, comenta: Jesucristo contesta a aquel saludo traidor con unas palabras llenas de mansedumbre. Con la palabra ‘amigo’ le recuerda los estrechos lazos que con él le han unido hasta aquel momento y le insinúa que por su parte está dispuesto a admitirle de nuevo en su amistad si hiciera penitencia por su pecado.

[4]Véase Ef 2, 14-16, que termina: (…)”dando en sí mismo muerte a la Enemistad”.