Reflexión 40 Jueves 7 de diciembre 2006

Compendio de la D.S.I. Nº 44

 

Nuestra relación con el universo creado

 

En el programa pasado repasamos y ampliamos el Nº 43 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que nos indica la importancia que para el cristiano tienen las relaciones de amor entre todos los seres humanos, la importancia de la comprensión y del diálogo, incluyendo a los que sienten u obran de modo diferente al nuestro. Y como vimos, esa relación de amor no es fácil, por eso las últimas líneas del Nº 43, que se toman del Catecismo en el Nº 1889, dicen:

En este camino es necesaria la gracia, que Dios ofrece al hombre para ayudarlo a superar sus fracasos, para arrancarlo de la espiral de la mentira y de la violencia, para sostenerlo y animarlo a volver a tejer, con renovada disponibilidad, una red de relaciones auténticas y sinceras con sus semejantes. Hasta allí el Nº 43, del Compendio de la D.S.I.

Sin duda se necesita la ayuda de la gracia para saber perdonar y amar incluso al enemigo, y claro, a los que no nos caen bien. El amor a los enemigos es una virtud auténticamente cristiana. A los amigos también los aman los paganos. Perdonar es seguir el camino de Jesucristo, que aceptó la voluntad del Padre y murió en la cruz en propiciación por nuestros pecados. Cuando amamos al enemigo seguimos el camino de Dios, que sabe ser misericordioso sin dejar de ser justo y está siempre dispuesto a recibir al que se arrepiente. La parábola del Hijo Pródigo habla del amor inmenso del Padre, que recibe, amoroso, al hijo que se arrepiente y vuelve. Es ese el camino que el Evangelio nos indica a los cristianos.

Sigamos ahora con el Nº 44 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que va todavía más lejos, y nos enseña cómo deben ser nuestras relaciones, no sólo con las demás personas, sino con todo el universo, porque a todo el universo alcanza la Redención de Jesucristo.[1] Dice así:

También la relación con el universo creado y las diversas actividades que el hombre dedica a su cuidado y transformación, diariamente amenazadas por la soberbia y el amor desordenado de sí mismo, deben ser purificadas y perfeccionadas por la cruz y la resurrección de Cristo.

Recordemos que estamos estudiando el capítulo I del Compendio, que se titula El Designio de Amor de Dios para la Humanidad. Estamos en la parte III: La Persona Humana en el Designio de Amor de Dios.Es decir, los planes amorosos de Dios para el hombre.

Sin duda ha sido especialmente bella e iluminadora  esta explicación de la Iglesia sobre el hombre como Dios lo concibió en su amor. Tengamos presentes estos títulos que nos recuerdan lo que hemos visto ya, sobre las maravillas del amor de Dios con el hombre: El amor trinitario, origen y meta de la persona humana: aprendimos allí, que fuimos creados libremente por Dios, por amor. Que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, Uno y Trino, y como Dios es Amor, estamos llamados a vivir como Él, una vida de amor. En este otro título que vimos también ya: La salvación cristiana: para todos los hombres y de todo el hombre, nos enseñó el Compendio que no sólo unos pocos privilegiados están llamados a la salvación, sino todos los hombres, sin importar su nacionalidad, ni su raza, ni su origen, ni su condición. Ni la salvación es sólo para los pobres ni sólo para los ricos. Es para todos. Y que la salvación es de todo el hombre, quiere decir que Dios quiere la salvación del hombre completo y de su mundo.

El siguiente tema, el que estamos ahora considerando, tiene como título: El discípulo de Cristo como nueva criatura. Hemos visto que el hombre se adhiere al misterio pascual de Jesús en la fe, mediante los sacramentos y que aunque el hombre viejo siga tratando de imponerse en nuestra conducta, podemos vencerlo con la ayuda de la gracia, para caminar según una vida nueva, como dice San Pablo en Rm 6,4, es decir como nuevas criaturas, renacidas por el bautismo.

En esta parte, titulada El discípulo de Cristo como nueva criatura, estamos ahora. Nos dice la Iglesia que no sólo hay que salvar al hombre, sino que, en sus palabras:

También la relación con el universo creado y las diversas actividades que el hombre dedica a su cuidado y transformación, diariamente amenazadas por la soberbia y el amor desordenado de sí mismo, deben ser purificadas y perfeccionadas por la cruz y la resurrección de Cristo.

Leamos de nuevo y fijémonos en estas palabras: la relación con el universo creado, y Las diversas actividades que el hombre dedica a su cuidado y transformación, deben ser purificadas y perfeccionadas por la cruz y la resurrección de Cristo.

Vamos entonces a meditar en nuestra relación con el universo creado. Como tanto nuestra relación con el universo creado como todas nuestras actividades humanas están diariamente amenazadas por la soberbia y el amor desordenado a nosotros mismos, nosotros,  nuestras actividades, nuestra relación con el universo, tienen que ser purificadas y perfeccionadas por la cruz y la resurrección.

No nos dice la Iglesia que rechacemos el universo ni las actividades humanas, que se dedican a su cuidado y transformación, sino que el universo y las actividades humanas, necesitan ser purificadas y perfeccionadas.

Por eso hay que llevar la Buena Nueva a todos los rincones: hay que purificar y perfeccionar la política, la economía, la administración de la justicia, el manejo de los mercados, de los medios de comunicación, hay que santificar a la familia, nuestras relaciones laborales, nuestras relaciones con la Iglesia, nuestras relaciones internas en los grupos apostólicos; hay que administrar como Dios quiere la naturaleza, porque estamos todos, todos los días, amenazados por la soberbia y el amor desordenado a nosotros mismos. Necesitamos una permanente conversión. Cuando algo nos está saliendo mal en nuestra relación con los demás o con el mundo, no echemos enseguida la culpa a los otros; nos tenemos que preguntar si nuestra soberbia y el desordenado amor a nosotros mismos, no estarán por ahí metidos.

La nueva criatura que deberíamos ser después del bautismo, sigue acosada por el aguijón de la carne, por el hombre viejo, que es soberbio. No olvidemos que el gran pecado de origen fue de soberbia: querer ser como Dios. Y como somos simples criaturas, no somos ni podemos ser Dios. Por su misericordia infinita somos hijos de Dios, nuevas criaturas, participamos de su vida, por la gracia, y nos deberíamos comportar como hijos de tal Padre.

 

Amar las cosas creadas por Dios

 

El Nº 44 continúa así: El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios.

Según esas palabras, cuando maltratamos a los hijos de Dios, nuestros hermanos, cuando faltamos a la caridad, estamos maltratando a alguien a quien Dios ama. Nos dice la Iglesia que Dios mira y respeta las criaturas salidas de sus manos. Y tratándose de los seres humanos, sabemos que de tal manera los ama Dios, que por ellos entregó a su Hijo unigénito. Dios los ama y los respeta y sin embargo nosotros nos atrevemos a irrespetarlos…

Y no sólo se trata del respeto a las demás personas, se trata del respeto a la creación completa. Así siguen las enseñazas del Compendio en el mismo número 43:

Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien tiene y es dueño de todo: “Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios ( 1 Co 3,22-23).

De manera que según esta enseñanza de la Iglesia, el uso de las criaturas por el hombre debe ser: dándole gracias a Dios, en pobreza y con libertad de espíritu. Sin considerarnos sus dueños absolutos, sin apegarnos a ellas de manera que nos alejen de Dios, sino al contrario, utilizándolas tanto cuanto nos ayuden para llegar a Él.

A darle gracias a Dios por la naturaleza nos enseña la Sagrada Escritura y a ese agradecimiento han sido especialmente sensibles los santos. Algunos de ellos en particular, se distinguieron por su relación amorosa con las demás criaturas. Lo que nos queda de este programa radial lo vamos a dedicar, hasta donde nos alcance el tiempo, a dejarnos tocar por los sentimientos de algunas de esas figuras maestras de nuestra fe. Nadie como ellas nos pueden enseñar cómo debe ser nuestra relación con el universo.

 

Acción de gracias a Dios por el universo

 

Empezaremos por dedicar unos minutos a leer despacio dos muestras de acción de gracias a Dios por el universo, que en su bondad nos ha dado: el Cántico de las Criaturas, que encontramos en la Biblia, en el libro de Daniel 3, 57-88; seguiremos con el Cántico de las criaturas o Canto al Hermano sol, de San Francisco de Asís y finalmente, en la siguiente reflexión, dedicaremos otro tiempo, a la Meditación para alcanzar amor, de San Ignacio de Loyola.

Comencemos por la lectura del libro de Daniel, que es el cántico de los tres jóvenes Ananías, Azarías y Misael, condenados a morir en un horno ardiente por el rey de Babilonia, a causa de su fe. Los invito a que lo lean completo: Aquí vamos a leer sólo un fragmento.[2] Dice así.

Obras todas del Señor, bendecid al Señor,
alabadle, exaltadle eternamente.

                      Ángeles del Señor, bendecid al Señor;
alabadle, exaltadle eternamente.

Cielos, bendecid al Señor.
Aguas todas que estáis sobre los cielos, bendecid al Señor;
alabadle, exaltadle eternamente.

El estribillo: bendecid al Señor, alabadle, exaltadle eternamente, se repite después de la invocación de cada criatura. Aquí lo vamos a juntar para varias invocaciones.

Potencias todas del Señor, alabadle, exaltadle eternamente.

Sol y luna, astros del cielo, Lluvia toda y rocío,
vientos todos, bendecid al Señor.

                                                                 Fuego y calor, frío y ardor, Rocíos y escarchas, bendecid al Señor;
Hielos y frío, heladas y nieves, bendecid al Señor;

Noches y días, Luz y tinieblas, rayos y nubes, bendecid al Señor.

                                                                   Bendiga la tierra al Señor, lo alabe, lo exalte eternamente.
Montes y colinas, bendecid al Señor;
Todo lo que germina en la tierra, bendecid al Señor;
Mares y ríos, Cetáceos y todo lo que se mueve en las aguas,

Pájaros todos del cielo, bendecid al Señor.
Fieras todas y bestias y ganados, bendecid al Señor,
.
Hijos de los hombres, bendecid al Señor
Oh Israel bendice al Señor.

                                                       Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

El Santo Padre Juan Pablo II, nos dejó esta bella reflexión sobre el cántico que acabamos de leer:[3]

En medio de la condena recibida por manos del rey, los tres «no dudan en cantar, en alegrarse, en alabar…Las pesadillas se deshacen como la niebla ante el sol, los miedos se disuelven, el sufrimiento es cancelado cuando todo el ser humano se convierte en alabanza y confianza, expectativa y esperanza…Esta es la fuerza de la oración cuando es pura, intensa, cuando está llena de abandono en Dios, providente y redentor».

“El Cántico que acabamos de escuchar, entonado por tres jóvenes que van a sufrir el martirio a causa de su fe, es una solemne alabanza al Señor por todas las maravillas del universo. Su fe suscita la intervención del Señor, que los protege de la muerte.”

“El himno describe una especie de procesión cósmica, en el que todas las criaturas bendicen al Señor. El hombre debe añadir a este concierto de alabanza su voz alegre y confiada, acompañada de una vida coherente y fiel.” Hasta allí Juan Pablo II.



También San Francisco en medio del sufrimiento

 

Los tres jóvenes iban a sufrir el martirio y se prepararon a él alabando a Dios en sus criaturas. Parece que la alabanza en medio del sufrimiento trae paz. También el sufrimiento acompañó a San Francisco de Asís, cuando en medio de los más agudos dolores físicos, ya cerca de su muerte, escribió el “Cántico del hermano sol” o canto a las criaturas y lo adaptó a una tonada popular para que sus hermanos pudiesen cantarlo. Lo que sigue lo voy a leer de un escrito de J. Joergensen[4] sobre San Francisco. Dice así:

San Francisco amaba a la naturaleza toda; pero con preferencia amaba aquellas cosas que más podían justificar este su optimismo. Y así, siempre se dirigía con particular amor a todo lo que en la tierra hay de más claro y hermoso: a la luz y al fuego, al agua limpia y que corre, a las flores y a los pájaros.

Su contemplación de la naturaleza tenía mucho de simbólica: amaba el agua, porque era símbolo de la santa penitencia, por cuyo medio el hombre llega a purificarse, y porque el agua es el medio o instrumento del bautismo. De aquí que tuviera una veneración tal por el agua que, cuando se iba a lavar las manos, buscaba siempre un lugar donde las gotas que de ellas caían no pudiesen ser holladas.

Al asentar el pie sobre las piedras y las rocas, lo hacía siempre con infinita cautela, porque luego al punto se le iba el pensamiento a Aquel que simbólicamente es llamado piedra angular. Al hermano encargado de preparar la leña para la lumbre le decía que nunca cortase el árbol entero, sino que dejara algunas ramas íntegras, por amor del que quiso salvarnos en el árbol de la cruz. Igualmente, decía al hermano encargado de cultivar el huerto que no destinase toda la tierra para hortalizas comestibles, sino que dejara un trozo de tierra para plantas frondosas, que a su tiempo produjeran flores para los hermanos, por amor de quien se llama Flor del campo y lirio de los valles (Ct 21,1). Decía incluso que el hermano hortelano debería cultivar en algún rincón de la huerta un bonito jardincillo donde poner y plantar toda clase de hierbas olorosas y de plantas que produzcan hermosas flores, para que a su tiempo inviten a cuantos las vean a alabar a Dios (EP 118).

Mas a este simbolismo se juntaba en él un amor puro y directo a la naturaleza. El fuego y la luz le parecían tan hermosos, que nunca veía con gusto apagar una vela o una lámpara. Amén de la hortaliza que sirve para la cocina, le agradaba que en los huertos de los conventos hubiese también hierbas olorosas y que no faltasen en ellos «nuestras hermanas las flores», a fin de que todos, admirando su belleza, se levantasen a un mayor reconocimiento y gratitud al Creador. En Greccio acostumbraba acariciar, inclinándose, los hijuelos de «nuestros hermanos los petirrojos»; en Siena, él mismo hacía nidos para las tortolitas. Cuando veía por el camino los gusanillos arrastrarse miserablemente y expuestos a ser a lo mejor aplastados, los recogía cuidadosamente y los colocaba a un lado de la vía para impedir que fuesen pisados por los transeúntes. Y en invierno nunca dejaba de poner miel en los panales de las abejas.

Toda criatura era para él absoluta y directamente, una viva palabra de Dios, pues toda criatura pregona y clama: «¡Dios me ha hecho por ti, oh hombre!» (EP 118). Como todas las personas piadosas, Francisco sentía en alto grado el valor de todas las cosas y las veneraba como algo muy precioso. La criatura le servía para comprender al Creador; la fuerza y solidez inquebrantable de las peñas lo llevaba al punto a considerar la fortaleza de Dios y cuán potente escudo tenemos en Él. La vista de una flor en su frescura matinal, o la de los tiernos picos de las avecillas cuando los abren en el nido con ingenua confianza, todo esto le descubría la cándida pureza y hermosura de Dios al par que la infinita ternura del divino corazón.

(…) este sentimiento llenaba a Francisco de una perenne alegría ante la vista o el pensamiento de Dios, lo mismo que de un incesante anhelo de rendirle gracias. En esta acción de gracias deseaba que todos los seres participasen, y le parecía que todos de hecho tomaban parte en ella con placer. «Querido hermano faisán, alabado sea nuestro Creador», decía a un ave con que uno de sus bienhechores lo había obsequiado, y el faisán nunca se apartaba de Francisco y rehusaba toda otra compañía. «Canta, hermana mía cigarra, y alaba jubilosa al Señor, tu Creador», solía exclamar bajo los olivos de la Porciúncula, y al instante la hermana cigarra rompía a cantar hasta que el Santo le mandaba callarse.

Muchas veces los animales silvestres le hacían compañía: por ejemplo, la liebre aquella que no quería abandonarlo un punto mientras moró en la isla del lago Trasimeno, o el conejo silvestre de Greccio. Un día, en los suburbios de Siena, se vio de repente rodeado de un hato de ovejuelas. Los mansos animalitos fueron poniéndose en torno de él hasta formar un círculo y después comenzaron a balar, cual si quisiesen decirle alguna cosa. Navegando una vez por el lago de Rieti, le regalaron un pez vivo recién pescado; Francisco lo arrojó de nuevo al agua, y el animalito por largo espacio fue siguiendo la barca. Un pájaro, cogido aquel mismo día y que había sido dado al Santo, no quiso separarse de su lado  hasta que Francisco le dio orden formal de hacerlo (2 Cel 167-171; LM 8,7-10).

Pero lo que sobre todo movía a Francisco a dar gracias a Dios  era la creación del sol y del fuego. Solía decir: «Por la mañana, cuando nace el sol, todos deberían alabar a Dios, porque ha creado el sol para nuestra utilidad: por él nuestros ojos ven la luz del día. Y por la tarde, al anochecer, todo hombre debería alabar a Dios por el hermano fuego; por él ven nuestros ojos de noche. Todos, en efecto, somos como ciegos, y el Señor da luz a nuestros ojos por estos dos hermanos nuestros. Por eso, debemos alabar especialmente al Creador por el don de estas y de otras creaturas de las que nos servimos todos los días» (EP 119).

El Cántico del hermano Sol brotó al calor de este sentimiento. En su tugurio de San Damián Francisco vivía como un ciego, sin poder aguantar ni la luz del sol ni el brillo del fuego. Una noche sus padecimientos arreciaron tanto, que no pudo menos de exhalar para Dios este grito: «¡Señor, ven en mi auxilio y socórreme en mis flaquezas para que pueda sobrellevarlas con paciencia!»

(…) Al otro día se levantó por la mañana y dijo a sus compañeros que sentados lo rodeaban: (…) yo tengo que gozarme muchísimo en mis enfermedades y tribulaciones, y fortalecerme en el Señor, y dar gracias a Dios Padre, y a su único Hijo, el Señor Jesucristo y al Espíritu Santo por la inmensa gracia que el Señor me ha hecho; quiero decir, por haberse dignado certificar en vida a este indigno siervo suyo que gozaré de su reino. Por eso, para alabanza de Dios, para nuestro consuelo y para edificación del prójimo, quiero componer una nueva alabanza de las creaturas del Señor, de las cuales nos servimos todos los días, sin las cuales no podemos vivir  y en las cuales el género humano tantas veces ofende a su Creador. Y continuamente somos ingratos a tantas gracias y beneficios que nos da; no alabamos al Señor, creador y dador de todos los bienes, como es nuestra obligación.

Y, sentándose, se puso Francisco a meditar. Corto espacio había meditado, cuando los hermanos oyeron que entonaba los primeros versos del Cántico del hermano Sol: «Altissimu, onnipotente, bon signore», «Altísimo, omnipotente, buen Señor», etc. Aplicó una música a esta letra y enseñó a sus compañeros a recitarla y cantarla.

 

Juglares del Señor

 

Su espíritu gozaba ya entonces de consuelo y dulzura tan hondos, que quería mandar que llamasen al hermano Pacífico, que en el mundo era llamado el «rey de los versos» y fue muy cortesano maestro de cantores; tenía intención de darle algunos compañeros, buenos y espirituales, que fueran con él por el mundo predicando y cantando las alabanzas del Señor. Deseaba que quien mejor pudiera predicar entre ellos, predicase primero al pueblo y después cantaran todos juntos las alabanzas del Señor, como juglares de Dios.

Quería que, después de cantar las alabanzas, el predicador dijera al pueblo: «Nosotros somos juglares del Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que permanezcáis en verdadera penitencia» (EP 100 y 119; 2 Cel 213). Hasta aquí el escrito de J. Joergensen.

En su idioma original, los dos primeros versos del canto al hermano sol dicen:

Altissimu onnipotente bon signore,
tue so le laude, la gloria e l’onore et onne benedictione
.

Y esta es la versión en español:


Altísimo y omnipotente buen Señor,
tuyas son las alabanzas,
la gloria y el honor y toda bendición.

                                                                                                    A ti solo, Altísimo, te convienen
                                                                                          y ningún hombre es digno de nombrarte.

Alabado seas, mi Señor,
en todas tus criaturas,
especialmente en el Señor hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.

Y es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.

Alabado seas, mi Señor,
por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,
y es bello y alegre y vigoroso y fuerte.

Alabado seas, mi Señor,
por la hermana nuestra madre tierra,
la cual nos sostiene y gobierna
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas.

Alabado seas, mi Señor,
por aquellos que perdonan por tu amor,
y sufren enfermedad y tribulación;
bienaventurados los que las sufran en paz,

porque de ti, Altísimo, coronados serán.

Los versos que siguen los compuso San Francisco un poco después, ya muy cercano a la muerte:

Alabado seas, mi Señor,
por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.

Ay de aquellos que mueran
en pecado mortal.

Bienaventurados a los que encontrará
en tu santísima voluntad
porque la muerte segunda no les hará mal.

Alaben y bendigan a mi Señor
y denle gracias y sírvanle con gran humildad.

Así amó San Francisco a las criaturas, a quienes sentía sus hermanas. Inclusive a la muerte.

En la próxima reflexión continuaremos con el pensamiento de ese otro coloso de la Iglesia, San Ignacio de Loyola, sobre nuestra relación con el universo creado.


[1]Cfr. Reflexiones 25 y 26; y Pastor Gutiérrez, S.J., Comentario a Colosenses, BAC 211, Pgs. 828ss

[2] Cfr Traducción de la Biblia de Jerusalén

[3] Cfr.Comentario del Papa sobre el cántico de Daniel 3, 57-88, http:///www.corazones.org

[4]Cfr www.franciscanos.org/joergensen