Reflexión 38 Jueves 16 de noviembre 2006

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Nº 42-43

Cambiar al hombre para que cambien las Instituciones

¿Cuál es el Papel de los Laicos?

 

Recordemos que en nuestras reflexiones estamos leyendo y comentando el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, el libro preparado por el Pontificio Consejo Justicia y Paz, por encargo de Juan Pablo II. En este libro, que es como el Catecismo Social de la iglesia, se recoge de manera estructurada la Doctrina Social católica, fundada en la Sagrada Escritura, en los documentos del Magisterio y en la Tradición; por lo tanto también en las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, que son muy importantes en la formación de la tradición. En la columna de la derecha se encuentran todas estas reflexiones transmitidas ya por Radio María de Colombia. Con un clic, usted escoge cuál desea leer.

En la reflexión anterior terminamos el estudio del Nº 42. Hoy, Dios mediante, terminaremos la consideración del  Nº 43.

En el 42 la Iglesia nos enseña que la verdadera renovación de las relaciones con los demás y los cambios necesarios en la sociedad, requieren un cambio interior de las personas y también un cambio en las instituciones y en las condiciones de vida que inducen al pecado. Recordemos que hay condiciones de vida que mueven a lo ilegal, inclusive al delito, con la pretensión, por ejemplo, de salir del estado de pobreza absoluta. Lo necesario es cambiar esas condiciones de injusticia, pero no apoyados en otro pecado. Hay que cambiar lo malo, pero no con otro mal.

Al hablar del cambio interior de las personas, lo que en realidad se nos dice es que se requiere una conversión, que nos lleve a pensar y a actuar con los criterios del Evangelio. Si se produce el cambio de las personas, se puede esperar con optimismo el cambio de las instituciones, pues son las personas las que las manejan. No es posible cambiar las instituciones, si las personas que las conforman no cambian primero.

También dedicamos algún espacio a terminar la reflexión sobre el papel de los laicos en estos cambios necesarios en el mundo. El laico vive en medio de esas instituciones que requieren cambio, tiene muchas veces cargos de responsabilidad en ellas, y cuando ocupa cargos de dirección, sus decisiones con frecuencia inciden definitivamente en la orientación de la organización.

Al tratar sobre el cambio de las instituciones y de las condiciones de vida, para conseguir que el mundo llegue a ser un mundo justo, manejado con los criterios y principios del Evangelio, era necesario referirnos a la vocación de los laicos, que estamos inmersos en el mundo, y por el bautismo estamos llamados a llevar la buena nueva de Jesucristo. Por eso vimos algo de tres documentos, esenciales para comprender nuestro papel en la Iglesia: el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen Gentium (Cristo luz de los pueblos), del Concilio Vaticano II, sobre la Iglesia. Esta constitución, en los Nº 39-42 trata sobre la “universal vocación a la santidad en la Iglesia”. Nos referimos también a otro documento esencial para conocer la vocación del laico: la exhortación apostólica Christifideles laici, de Juan Pablo II y finalmente, el decreto Apostolicam actuositatem, del Vaticano II, sobre el apostolado de los seglares.

Los laicos que participamos en alguna forma en la evangelización, debemos leer y meditar estos documentos para comprender nuestra vocación en la iglesia.

Hay otros documentos que se refieren al apostolado de los seglares, pero éstos que acabamos de nombrar son imprescindibles para comprender nuestra función en la Iglesia. La exhortación Christifideles laici, explica en el Nº 21 y siguientes, los ministerios y los carismas, dones del Espíritu Santo a la Iglesia, en cuanto corresponden a los diversos ministerios, oficios y funciones de los bautizados.

Recordemos a continuación algunos puntos esenciales sobre nuestra vocación como seglares.

 

La misión de los laicos en el mundo

 

La misión salvífica de la Iglesia en el mundo, es llevada a cabo no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por los fieles laicos. La razón de esta misión, como nos enseña la Iglesia, es que los laicos participamos en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo por gracia del bautismo, de la confirmación y en los casados por el matrimonio. Pero no nos equivoquemos; es necesario que tengamos claro que nuestra participación, como laicos, en la misión salvadora de la Iglesia, no es igual a la de los ministros que han recibido el sacramento del Orden. Nuestra participación es en nuestra propia medida.

El derecho Canónico, en particular el Canon 230, señala en qué funciones los laicos podemos suplir a los sacerdotes y a los diáconos por necesidad o conveniencia, como son los casos de participar en la Eucaristía como lectores o como acólitos o en la distribución de la comunión. Pero debemos tener en cuenta, como lo dijo Juan Pablo II en la misma exhortación Christifideles laici, que no es la tarea lo que constituye el ministerio sino la ordenación sacramental. De manera que podemos suplir a los ministros ordenados en algunos oficios, pero eso no nos convierte en pastores.

Como la Iglesia universal a la cual pertenecemos, se hace presente a través de las diócesis y de las parroquias, los laicos estamos llamados a vivir plenamente nuestra pertenencia a la Iglesia en nuestra Iglesia particular, es decir en nuestra diócesis y en nuestra parroquia. A través de ellas, estamos también llamados a extender nuestra labor apostólica a la atención de las necesidades de todo el Pueblo de Dios, en los ámbitos interparroquial, interdiocesano, nacional e internacional. Pertenecemos a la Iglesia Católica, es decir universal. Las obras de evangelización en los países de misión, por ejemplo, no se podrían llevar a cabo sin la unión de la Iglesia universal con ellas.

Los laicos son cada vez más tenidos en cuenta en la Iglesia. Algunos son llamados a participar en los Sínodos diocesanos y en los concilios particulares. Los Concilios Ecuménicos son los que reúnen a los obispos de toda la Iglesia. Los diocesanos y particulares reúnen a las Iglesias particulares. Son reuniones regionales.

El criterio general de la Iglesia sobre la labor del laico es fundamental y lo establece Juan Pablo II en Christifideles laici en el Nº 27. Dice allí: Dentro de las comunidades de la Iglesia su acción (de los laicos) es tan necesaria, que sin ella, el mismo apostolado de los Pastores no podría alcanzar, la mayor parte de las veces, su plena eficacia.

La misión del laico, la podemos concluir del estudio de los documentos del magisterio; nos enseñan que su misión se realiza en particular, en la gestión de las realidades temporales, en las actividades que son propias de la vida seglar, de manera que las ordenemos según Dios.

A este respecto nos viene bien recordar algo que aprendimos desde el primer programa sobre la Doctrina Social de la Iglesia, y es que tenemos el encargo de colaborar en la construcción del Reino de Dios en la tierra. Esa es la misión salvífica de la Iglesia. Como Dios vino a salvar al hombre de manera integral, y en el mundo en el que vivimos intervienen la economía y el trabajo, la técnica, las comunicaciones, la política, la comunidad internacional, los mercados, la cultura, la familia, en fin, todo lo que constituye la vida de la sociedad, allí tiene que estar la Iglesia llevando a Jesucristo, y por ser ese el medio natural de sus actividades, el laico tiene allí una labor importante que desarrollar: orientar hacia Dios esas actividades, que en sí mismas son neutras y que si no intervenimos, se pueden manejar, como pasa, prescindiendo de los principios del Evangelio.

 

Obreros en la construcción del reino

 

De manera que estamos llamados a ordenar el mundo en el que vivimos, que sólo impregnado del Evangelio puede llegar a ser el mundo como Dios, su Creador, lo quiere, un mundo de justicia, de amor y de paz. El plan de Dios, cuando creó el mundo, no fue hacer un mundo desgraciado. Nuestro encargo, nuestra vocación, de acuerdo con el plan de Dios, es ser instrumentos en la construcción del Reino, es decir de una sociedad justa y fraterna, una sociedad que viva una vida lo más parecida a la vida de Dios. Sabemos que a la perfección de esa vida en Dios, sólo se llegará al final, pero tenemos una misión que cumplir en el proceso de su construcción.

Tengamos presentes las palabras de Benedicto XVI en su primera audiencia del nuevo año 2006, cuando comentó el himno cristológico contenido en la Carta de San Pablo a los Colosenses, y explicó que el Apóstol nos indica una cosa muy importante: que la historia tiene una meta, tiene una dirección, la historia va hacia la humanidad unida en Cristo, va así hacia el hombre perfecto, va hacia el humanismo perfecto, hacia la humanidad divinizada, y por lo tanto realmente humanizada.

Hay progreso y evolución hacia Cristo en la historia

 

Benedicto XVI, continuó que san Pablo nos dice que hay verdaderamente progreso en la historia, que hay una evolución en la historia. El progreso es todo lo que nos acerca a Cristo y nos acerca de esta manera, a la humanidad unida al verdadero humanismo. Detrás de estas indicaciones se esconde además un imperativo para nosotros: trabajar por el progreso, cosa en la que creemos todos. Todos podemos trabajar por el acercamiento de los hombres a Cristo, podemos hacerlo conformándonos personalmente a Cristo y de esta manera caminar en la línea del verdadero progreso. También esas eran palabras de Benedicto XVI.

Si escuchamos esa voz autorizada del Papa, nos damos cuenta de que nos está invitando a la conversión: el camino es conformarnos personalmente a Cristo. En la práctica esto significa que el cristiano está llamado a acercar el mundo a Cristo: al mundo de la economía, de la política, al de los mercados, de la técnica, de la ciencia, del arte. Todo puede ser bueno si se utiliza para llevar a Cristo el universo.

Si consideramos el campo social, vemos que la tarea de la Iglesia es inmensa. Basta citar una vez más las palabras de Juan Pablo II, en su Carta Apostólica Novo millenio ineunte, Nº 50-51, en la cual presenta un panorama muy realista y muy triste, en el que tiene que trabajar el hombre, para cambiar su mundo. Dice así:

¿Cómo es posible que, en nuestro tiempo, haya todavía quien se muere de hambre; quien está condenado al analfabetismo; quien carece de la asistencia médica más elemental; quien no tiene techo donde cobijarse? El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las antiguas añadimos las nuevas pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sin sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la enfermedad, a la marginación o a la discriminación social… ¿Podemos quedar al margen ante las perspectivas de un desequilibrio ecológico, que hace inhabitables y enemigas del hombre vastas áreas del planeta? ¿O ante los problemas de la paz, amenazada a menudo por la pesadilla de guerras catastróficas? ¿O frente al vilipendio de los derechos humanos fundamentales de tantas personas, especialmente de los niños?

Cuál debe ser nuestro papel para cambiar ese panorama, lo expresa más adelante en el mismo documento el Santo Padre, cuando dice: El amor cristiano impulsa a la denuncia, a la propuesta y al compromiso con proyección cultural y social, a una laboriosidad eficaz, que apremia a cuantos sienten en su corazón una sincera preocupación por la suerte del hombre a ofrecer su propia contribución.

Volvamos ahora al Nº 43 que habíamos comenzado en la reflexión pasada. Leámoslo:

No es posible amar al prójimo como a sí mismo y perseverar en esta actitud, sin la firme y constante determinación de esforzarse por lograr el bien de todos y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos (esta frase final: todos somos responsables de todos, es una afirmación de Juan Pablo II en Sollicitudo rei socialis, en el Nº 38.) Y continúa el Compendio: Según la enseñanza conciliar, quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo. (Gaudium et Spes, 28)

Nos detuvimos a reflexionar sobre estas palabras. No es malo repetir que quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. A veces olvidamos el respeto y amor, cuando nos referimos a los que piensan distinto a nosotros. La caridad cristiana es exigente. De ese párrafo del Nº 43, entresaquemos otras ideas centrales:

Dice que: No es posible amar al prójimo como a sí mismo y perseverar en esta actitud, sin la firme y constante determinación de esforzarse por lograr el bien de todos y de cada uno. De manera que no se niega que sea difícil amar al prójimo como a uno mismo de modo perseverante. Es fácil amar a los amigos y a los que nos hacen bien. Qué difícil es amar a los que no nos caen bien, a los que nos han hecho algún mal. Y el Compendio nos dice que eso no es posible sin una firme y constante determinación; que no es posible sin esfuerzo. Se trata de hacer el bien a todos, no sólo a nuestros amigos. A este propósito, recordamos que la exigencia de amar al enemigo es una característica cristiana. Amar a los amigos lo hacen también los paganos. Ya hemos considerado que estas exigencias del Evangelio no las podemos cumplir sin la ayuda de la gracia, pero la gracia está para dársenos: pidámosla.

Cita el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia a Juan Pablo II, cuando afirma que todos somos responsables de todos. El Santo Padre se está refiriendo en esta cita de la encíclica Sollicitudo rei socialis, a la solidaridad necesaria para superar el mal moral, fruto de muchos pecados que llevan a «estructuras» de pecado en el desarrollo de los pueblos[1].

El capítulo V de la encíclica Sollicitudo rei socialis, se dedica a Una lectura teológica de los problemas modernos. Dice el Papa que no sólo por razones económicas y políticas no se ha dado el desarrollo de los pueblos, sino que hay causas de orden moral, es decir que tienen que ver con la conducta humana, que ponen un freno al desarrollo e impiden su realización plena.

Decisiones morales en economía y política

Cuando se ataca a la Iglesia por hablar de temas que se consideran sólo de índole técnica o política, hay que tener esto presente. No es cierto que el manejo de la política y de la economía no tenga que ver con la moral. Las decisiones que toman los economistas y los políticos, pueden afectar al hombre o al mundo creado, y entonces son decisiones esencialmente morales. Para nosotros, cristianos, esas decisiones se deben inspirar en los principios de la fe con la ayuda de la gracia divina.[2]

Los invito a leer con detención esta sección de la encíclica Sollicitudo rei socialis, del Nº 35 al 38. Juan Pablo II hace allí una esclarecedora presentación de las estructuras de pecado, que dominan la situación del mundo contemporáneo; entre otras razones por dos actitudes de pecado: el afán de ganancia exclusiva, y la sed de poder con el fin de imponer a los demás la propia voluntad, y estas dos actitudes «a cualquier precio».[3] Obtener ganancias y adquirir poder, sin pararse a pensar si los medios que se utilizan son o no inmorales. A algunos lo mueve sobre todo la codicia, a otros les es irresistible el ansia de poder. Hay personalidades que se caracterizan por estos motivadores de su conducta y son dos motivadores muy fuertes, que requieren la moderación de la fe y de la caridad. Algunas personalidades se caracterizan porque la fuerza que los mueve a actuar es el dinero, a otros los mueve el poder, para imponer a los demás su propia voluntad.

También los no creyentes

Y Juan Pablo II dice que no es suficiente diagnosticar el mal, sino que hay identificar el camino que se debe seguir para superarlo. El camino que hay que seguir reconoce el Papa que es largo y complejo, pero debe emprenderse decididamente. Los creyentes nos fundamos en la fe, para estar convencidos de la necesidad de que todos los hombres puedan vivir una vida digna. El Papa se dirige también a los no creyentes, porque sin su colaboración no será posible la construcción de unas condiciones dignas, justas, para todos. A ellos les dice el Papa:

Es de desear que también los hombres y las mujeres sin una fe explícita se convenzan de que los obstáculos opuestos al pleno desarrollo no son solamente de orden económico, sino que dependen de actitudes más profundas que se traducen, para el ser humano, en valores absolutos. En este sentido, es de esperar que todos aquellos que, en una u otra medida son responsables de una «vida más humana» para sus semejantes – estén inspirados o no por una fe religiosa – se den cuenta plenamente de la necesidad urgente de un cambio en las actitudes espirituales que definen las relaciones de cada hombre consigo mismo, con el prójimo, con las comunidades humanas, incluso las más lejanas, y con la naturaleza, y ello en función de unos valores superiores, como el bien común, o el pleno desarrollo de todo hombre y de todos lo hombres, según la feliz expresión de la encíclica Populorum progressio.[4]

¿Organizar la tierra sin Dios?

 

Esta cita que Juan Pablo II hace de la encíclica Populorum progressio, de Pablo VI, es muy interesante. En este documento el Papa concluye que cuando se emprende el desarrollo, lo que hay que promover es un humanismo pleno, un desarrollo integral de todo el hombre y de todos los hombres, y para lograr ese humanismo pleno, ese desarrollo integral, no se puede prescindir de Dios, pues, dice Pablo VI: Ciertamente el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero, –explica citando al P. Henri de Lubac, S.J. -: al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano.[5] No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto, en el reconocimiento de una vocación, que da la idea verdadera de la vida humana.

La solidaridad como la Iglesia la propone

Veíamos antes, en nuestra reflexión del Nº 42, que la verdadera renovación de las relaciones con las demás personas, y los cambios necesarios en la sociedad, – necesarios en el mundo,- requieren un cambio interior de las personas, y también un cambio en las instituciones y en las condiciones de vida que inducen al pecado. Cambio interior de las personas, cambio de las instituciones que inducen al pecado, nos decía el Compendio. Es que el Compendio de la D.S.I. habla el mismo lenguaje de los Papas; ahora Juan Pablo II, en Sollicitudo rei socialis habla de las estructuras de pecado que manejan el mundo, y habla por eso de la necesidad de cambio, de la necesidad de conversión. Leamos unas líneas más; dice el Santo Padre:

Para los cristianos, así como para quienes la palabra «pecado» tiene un significado teológico preciso, este cambio de actitud o de mentalidad, o de modo de ser, se llama en el lenguaje bíblico «conversión» (cf Mc 1,15; Lc 13,35; Is 30,15). Esta conversión indica especialmente relación a Dios, al pecado cometido, a sus consecuencias, y, por tanto al prójimo, individuo o comunidad. Es Dios, en «cuyas manos están los corazones de los poderosos»[6]

T  Tengamos presente que estamos reflexionando sobre la mención que de la necesidad de la solidaridad, hace el Nº 43 del Compendio. Volvamos a leer esta parte. Dice:

No es posible amar al prójimo como a uno mismo y perseverar en esta actitud, sin la firme y constante determinación de esforzarse por lograr el bien de todos y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos.

Veíamos que esa es una afirmación de Juan Pablo II en Sollicitudo rei socialis, esta actitud hacia el prójimo requiere nuestra conversión. Veamos cómo sigue Juan Pablo II en la misma encíclica Sollicitudo rei socialis:

En el camino hacia esta deseada conversión, hacia la superación de los obstáculos morales para el desarrollo, se puede señalar ya, como valor positivo y moral, la conciencia creciente de la interdependencia entre los hombres y entre las naciones. El hecho de que los hombres y mujeres, en muchas partes del mundo, sientan como propias las injusticias y las violaciones de los derechos humanos, cometidas en países lejanos, que posiblemente visitarán, es un signo más de que esta realidad es transformada en conciencia , que adquiere así una connotación moral.

Más adelante Juan Pablo II explica cómo es la solidaridad que propone, con estas palabras: (…) la solidaridad que proponemos es un camino hacia la paz y hacia el desarrollo. En efecto, la paz del mundo es inconcebible si no se logra reconocer, por parte de los responsables, que la interdependencia exige de por sí la superación de la política de los bloques, la renuncia a toda forma de imperialismo económico, militar o político y la transformación de la mutua desconfianza en colaboración.

Como vemos, el mundo anda lejos de la solidaridad como la Iglesia la propone: el mundo se sigue dividiendo en bloques, y las negociaciones comerciales son por bloques. Es difícil combatir así la inequidad. Cada país, cada región, cada bloque, busca solo que le vaya bien, así a los otros les vaya mal.

Para terminar este tema de la solidaridad, veamos cómo el Papa refuerza el pensamiento que ya habíamos estudiado, sobre nuestro papel como administradores de la creación. En el mismo número 39 de Sollicitudo rei socialis dice Juan Pablo II.

La interdependencia debe convertirse en solidaridad, fundada en el principio de que los bienes de la creación están destinados a todos. Y lo que la industria humana produce con la elaboración de las materias primas y con la aportación del trabajo debe servir igualmente al bien de todos.

En el Nº 40 de Sollicitudo rei socialis, afirma Juan Pablo II, que La solidaridad es sin duda una virtud cristiana y que se pueden vislumbrar numerosos puntos de contacto entre ella y la caridad, que es signo distintivo de los discípulos de Cristo (cf Jn 13,35). Eso explicaría por qué en el mundo, empeñado en ser cada vez menos cristiano, no es la solidaridad sino el egoísmo el que impera.

Terminemos la reflexión de hoy con las últimas líneas del Nº 43 que estamos estudiando. El panorama no parece muy optimista, pero el creyente cuenta con Dios. Oigamos estas últimas líneas:

quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo. (Gaudium et Spes, 28)

En este camino es necesaria la gracia, que Dios ofrece al hombre para ayudarlo a superar sus fracasos, para arrancarlo de la espiral de la mentira y de la violencia, para sostenerlo y animarlo a volver a tejer, con renovada disponibilidad, una red de relaciones auténticas y sinceras con sus semejantes.[7]


[1] Sollicitudo rei socialis. 35ss

[2] Ibidem

[3] Ibidem, 37

[4] Populorum progressio, 42

[5] H. de Lubac, S.J., Le drame de l’humanisme athée, 3ª ed., (Paris, Spes, 1945) p. 10

[6] Cf Liturgia de las Horas, Feria III, Semana III del Tiempo ordinario, Preces y Vísperas

[7] Cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1889