Reflexión 179 – Caritas in veritate (16)

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El mensaje de Populorum progressio

 

 

Estamos estudiando el primer capítulo de Caritas in veritate, después de haber considerado la Introducción, en la cual Benedicto XVI deja sentados los fundamentos de toda la encíclica, que tiene un marcado carácter  teológico, como que en ella explica el significado de la caridad, la verdad, la justicia…

 

El primer capítulo de Caritas in veritate tiene 10 números y lleva como título: El mensaje de la Populorum Progressio. Leamos de nuevo el N° 10:

 

A más de cuarenta años de su publicación, la relectura de la Populorum progressio insta a permanecer fieles a su mensaje de caridad y de verdad, considerándolo en el ámbito del magisterio específico de Pablo VI y, más en general, dentro de la tradición de la doctrina social de la Iglesia. Se han de valorar después los diversos términos en que hoy, a diferencia de entonces, se plantea el problema del desarrollo. El punto de vista correcto, por tanto, es el de la Tradición de la fe apostólica[1], patrimonio antiguo y nuevo, fuera del cual la Populorum progressio sería un documento sin raíces y las cuestiones sobre el desarrollo se reducirían únicamente a datos sociológicos.

 

Benedicto XVI califica a la encíclica Populorum progressio de la Rerum novarum de nuestro tiempo. Debemos considerarla, como debe ser, dentro de la tradición de la Iglesia y en el contexto de las enseñanzas del Concilio Vaticano II y del propio Pablo VI, sobre la preocupación de la Iglesia por la persona humana, considerada en su dimensión completa, terrena y trascendente. La actual crisis económica le preocupa a la Iglesia, no como un problema de naturaleza técnica, sino como circunstancias que afectan y acarrean sufrimiento al ser humano.

 

Populorum progressio en el contexto del Vaticano II

Dos grandes verdades nos enseña Pablo VI

 

La publicación de la Populorum progressio tuvo lugar poco después de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La misma Encíclica señala en los primeros párrafos su íntima relación con el Concilio.[2] Veinte años después, Juan Pablo II subrayó en la Sollicitudo rei socialis la fecunda relación de aquella Encíclica con el Concilio y, en particular, con la Constitución pastoral Gaudium et spes [3]. También yo deseo recordar aquí la importancia del Concilio Vaticano II para la Encíclica de Pablo VI y para todo el Magisterio social de los Sumos Pontífices que le han sucedido. El Concilio profundizó en lo que pertenece desde siempre a la verdad de la fe, es decir, que la Iglesia, estando al servicio de Dios, está al servicio del mundo en términos de amor y verdad. Pablo VI partía precisamente de esta visión para decirnos dos grandes verdades. La primera es que toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre. Tiene un papel público que no se agota en sus actividades de asistencia o educación, sino que manifiesta toda su propia capacidad de servicio a la promoción del hombre y la fraternidad universal / cuando puede contar con un régimen de libertad. Dicha libertad se ve impedida en muchos casos por prohibiciones y persecuciones, o también limitada cuando se reduce la presencia pública de la Iglesia solamente a sus actividades caritativas. La segunda verdad es que el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones[4].

 

 

Gaudium et spes un Manifiesto de la Iglesia

 

 

 Tengamos presente que el II Concilio Vaticano, convocado por Juan XXIII y que continuó hasta su feliz término Pablo VI, tuvo una enorme trascendencia en la vida de la Iglesia. Podríamos decir que con este Concilio, Juan XXIII quiso poner a la Iglesia al día, frente a las necesidades de la humanidad, manifestadas en sus gozos y sus esperanzas, sus tristezas y sus angustias, como lo manifiesta desde las primeras líneas la constitución pastoral Gaudium et spes. Esta constitución fue el manifiesto de la Iglesia, de sentirse íntima y realmente solidaria con el género humano y con su historia, haciendo énfasis en su solidaridad con los pobres y todos cuantos sufren.

 

La Iglesia, estando al servicio de Dios, está al servicio del mundo en términos de amor y verdad

 

 

En ese clima del Vaticano II, recién concluido y que llenaba todavía a la Iglesia, se escribió la encíclica Populorum progressio. La Iglesia se presentó ante el mundo como servidora. Como dice ahora Benedicto XVI, El Concilio profundizó en lo que pertenece desde siempre a la verdad de la fe, es decir, que la Iglesia, estando al servicio de Dios, está al servicio del mundo en términos de amor y verdad. Como fieles católicos, seamos conscientes de que nuestro papel en el mundo es el de servidores, en amor y en verdad.

 

Clausurado el Concilio Vaticano II, Pablo VI asumió con decisión la tarea de ponerse al servicio de la humanidad de una manera concreta, solidaria con los pobres y con todos los que sufren. De esos sentimientos brotó la Populorum progressio, consciente la cabeza de la Iglesia de las exigencias del mensaje evangélico que la obliga a ponerse al servicio de los hombres para ayudarles a comprender y profundizar en toda su dimensión el grave problema de aquellos que  se afanan por escapar del hambre, de la miseria, de las enfermedades endémicas, de la ignorancia, como lo dice en la mencionada encíclica (Populorum progressio, 1).  Toda la encíclica de Pablo VI se dedica a convencer al mundo de la urgente necesidad de la solidaridad en el cambio, que él califica de decisivo, de la historia de la humanidad. Su énfasis está en la respuesta que espera de los países ricos, porque, en sus palabras:

 

Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos. La Iglesia sufre ante esta crisis de angustia, y llama a todos para que respondan con amor al llamamiento de sus hermanos (P.P. 3).

 

El desarrollo a que aspiran los seres humanos

 

para pasar de una vida menos digna a una vida digna, lo presentó con estas palabras Pablo VI en Populorum progressio en el N° 6:

 

Verse libres de la miseria, hallar con más seguridad la propia subsistencia, la salud, una ocupación estable; participar todavía más en las responsabilidades, fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones que ofenden su dignidad de hombres; ser más instruidos; en una palabra, hacer, conocer y tener más para ser más: tal es la aspiración de los hombres de hoy, mientras que un gran número de ellos se ven condenados a vivir en condiciones, que hacen ilusorio este legítimo deseo.

 

Ahora, en Caritas in veritate, Benedicto XVI se hace eco de las palabras de su antecesor Pablo VI al decir que la Iglesia está al servicio del mundo en términos de amor y verdad. No permitamos que se nos olvide que amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él (Caritas in veritate, 7). Trabajar por el desarrollo es querer el bien de nuestro prójimo y trabajar por él. Claro, hay que trabajar eficazmente, de manera que el desarrollo no se quede en los países ricos y beneficie sólo a los ya que lo tienen todo.

 

En Caritas in veritate, como leímos hace un momento, el Santo Padre no deja ese cabo suelto; por eso dice que toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre. Aclara el Papa que la presencia (…) de la Iglesia en su trabajo por el desarrollo no se reduce solamente a sus actividades caritativas.  Según la DSI el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones.

 

No sólo de pan material tiene hambre el ser humano

 

 

La segunda parte del N° 11 sigue con la explicación de lo que se entiende por desarrollo, del que acababa de decir que el auténtico desarrollo del hombre es un desarrollo de la totalidad de la persona en todas sus dimensiones. No se puede pensar entonces que se trata de un desarrollo parcial, como serían únicamente el desarrollo físico o el crecimiento económico. El desarrollo integral de la persona abarca el desarrollo físico, el económico, sí, pero además el moral, el espiritual, el intelectual.

 

 No se cumple bien la tarea cuando el esfuerzo por el desarrollo se reduce a la presencia pública de la Iglesia en sus actividades caritativas. No sólo de pan material tiene hambre el ser humano: quiere hacer, conocer y tener más  para ser más.  El escalón más alto al que aspira la persona humana es el que lo conduce a ser más, por eso el auténtico desarrollo abarca a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones. Lo material solo no llena: puede haber personas que tienen mucho, pero son poco. Sigamos leyendo  el N° 11 de Caritas in veritate:

 

Sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento

 

Encerrado dentro de la historia, queda expuesto al riesgo de reducirse sólo al incremento del tener; así, la humanidad pierde la valentía de estar disponible para los bienes más altos, para las iniciativas grandes y desinteresadas que la caridad universal exige. El hombre no se desarrolla únicamente con sus propias fuerzas, así como no se le puede dar sin más el desarrollo desde fuera. A lo largo de la historia, se ha creído con frecuencia que la creación de instituciones bastaba para garantizar a la humanidad el ejercicio del derecho al desarrollo. Desafortunadamente, se ha depositado una confianza excesiva en dichas instituciones, casi como si ellas pudieran conseguir el objetivo deseado de manera automática. En realidad, las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos. Este desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado. Por lo demás, sólo el encuentro con Dios permite no «ver siempre en el prójimo solamente al otro»[5], sino reconocer en él la imagen divina, llegando así a descubrir verdaderamente al otro y a madurar un amor que «es ocuparse del otro y preocuparse por el otro»[6].

 

Tomemos algunas frases que nos invitan a meditar:

 

Sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento.

 

Si el progreso que se busca sólo considera el crecimiento material, se aspira a una meta muy pequeña. No nos invita la fe a una caminata de recreo sino a una carrera de largo aliento, con la perspectiva de una meta que es la vida eterna. Si pensamos en el desarrollo integral de toda la persona, con la perspectiva de la vida eterna, tenemos que emprender una carrera de largo aliento, como la que emprendió San Pablo. Por eso al final de sus días, preso en Roma por Cristo, pudo escribir en la segunda carta a Timoteo:

 

[7]He peleado la noble pelea, he terminado la carrera, he mantenido la fe.[8]Sólo me espera la corona de la justicia, que el Señor como justo juez me entregará aquel día. Y no sólo a mí, sino a cuantos desean su manifestación.

 

 

El desarrollo entendido sólo como un crecimiento económico es limitante

 

Encerrado dentro de la historia, queda expuesto al riesgo de reducirse sólo al incremento del tener; así, la humanidad pierde la valentía de estar disponible para los bienes más altos, para las iniciativas grandes y desinteresadas que la caridad universal exige.

 

Si buscamos sólo nuestro desarrollo material corremos el riesgo de no aceptar la invitación a la carrera de gran aliento y, amarrados a lo que tenemos, no vamos a estar disponibles para los bienes más altos. Recordemos la escena del joven rico a quien Jesús invitó a seguirlo, pero como emprender ese camino suponía dejar sus bienes, sus riquezas, se marchó triste… (Mt 19, 16-22, Lc 18, 18-23, Mc 10, 17-22).  

 

Condiciones para participar en la carrera de gran aliento

 

¿Qué se necesita, entonces, para alcanzar el desarrollo integral, al que llamamos el de la carrera de gran aliento? Se requieren varias cosas. Empecemos por aclarar que el desarrollo, como lo afirma Benedicto XVI, no se puede dar sin más, desde fuera. Eso quiere decir que ni a las personas ni a los pueblos los demás nos pueden desarrollar a la fuerza. Sin libertad  no se puede producir el auténtico desarrollo. Los individuos y los pueblos, libremente, deciden su camino. Ni los padres de familia ni los maestros pueden asumir la responsabilidad de desarrollar a sus hijos o alumnos. Los demás nos pueden proporcionar los medios para progresar y pueden contribuir a crear un clima propicio para el desarrollo. Las leyes justas o injustas, por ejemplo, pueden ayudar o impedir el proceso de desarrollo.

 

Libremente aceptamos o no la vocación a la que somos llamados. Benedicto XVI, nos enseña que el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos.

 

 

El desarrollo integral necesita a Dios

 

 

El desarrollo integral, que tiene en cuenta al ser humano en la tierra, con perspectivas de eternidad, el desarrollo del ser humano que tiene aspiraciones que trascienden lo material, necesita algo más que un incremento de los bienes materiales; del desarrollo integral, acabamos de leer lo que nos enseña Benedicto XVI en Caridad en la verdad; ese desarrollo

 

necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se lo deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado.

 

 

Si nos encontramos con Dios, en Él encontramos  a nuestros hermanos

 

Nos ha dado Benedicto XVI otra lección interesante y profunda. Nos explica que si nos encontramos con Dios, en Él encontraremos también a nuestros hermanos. Volvamos a leer esas líneas:

 

sólo el encuentro con Dios permite no «ver siempre en el prójimo solamente al otro»[7], sino reconocer en él la imagen divina, llegando así a descubrir verdaderamente al otro y a madurar un amor que «es ocuparse del otro y preocuparse por el otro»[8].

 

Encontrarnos con los demás sólo como seres humanos puede ser muy agradable; es muy grato encontrar compañía, pero sólo cuando reconocemos en la otra persona la imagen divina, llegamos a descubrirla verdaderamente en toda su riqueza y podremos madurar un amor que nos lleve a ocuparnos del otro, a preocuparnos por el otro y no sólo a llenar una necesidad afectiva nuestra. En la primera encíclica de Benedicto XVI, Deus caritas est (N° 6 y 18), encontramos una profunda lección sobre el amor. En el lenguaje de Benedicto XVI  en Caritas in veritate, al reconocer en el otro la imagen de Dios, podremos amarlo, o, lo que es lo mismo: estaremos preparados para querer su bien y trabajar eficazmente por él. Recordemos que eso es amar, según la lección de Caritas in veritate. Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él (N°7).

 

Vayamos un momento a la encíclica Deus caritas est, Dios es amor (No la confundamos con Caritas in veritate). Allí, en los nn. 6 y 18 de Dios es amor, nos da Benedicto XVI la primera lección sobre el amor a Dios y al prójimo, sobre la necesidad que tenemos de Dios, para que podamos amar de verdad, en la verdad, a los demás.

 

En nuestro camino espiritual podemos empezar a amar con un amor imperfecto, indeterminado, egoísta, cuando frente a las demás personas primero nos buscamos a nosotros, queremos nuestro bien, quizás hasta a costa del bien de las otras personas (Deus caritas est, N° 6). Como es de esperar, en el modo de tratar sobre el amor se encuentran las encíclicas Deus caritas est y Caritas in veritate. En Caritas in veritate nos enseña Benedicto XVI que  sólo el encuentro con Dios permite no «ver siempre en el prójimo solamente al otro»[9], sino reconocer en él la imagen divina, llegando así a descubrir verdaderamente al otro y a madurar un amor que «es ocuparse del otro y preocuparse por el otro.

 

Terminemos hoy con la lectura del N° 18 de Deus caritas est, Dios es amor. Aquí nos enseña Benedicto XVI que para amar de verdad al prójimo tenemos que encontrarnos con Dios y en Él al prójimo:

 

De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro / descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo « piadoso » y cumplir con mis « deberes religiosos », se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación « correcta », pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama.

Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un « mandamiento » externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15, 28).

 

Fernando Díaz del Castillo Z.

 

Escríbanos a: reflexionesdsi@gmail.com

 


[1] Cf. Discurso en la inauguración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 mayo 2007), pp. 9-11.

[2] Cf. Nn. 3-5: l.c., 258-260

[3] Cf Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo Rei Socialis (30 diciembre 1987) 6-7: AAS 80 (1988), 517-519.

[4] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14: l.c., 264

[5] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006), 232.

[6] Ibíd., 6: l.c., 222

[7] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006), 232.

[8] Ibíd., 6: l.c., 222

[9] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006), 232.