REFLEXIÓN 87 Febrero 14 2008

Compendio de la D.S.I. N° 70 (II)

Misión de engendrar hijos y deber de educarlos

En la reflexión pasada comenzamos a estudiar el N° 70 del Compendio, en el cualse continúa el Derecho y el Deber de la Iglesia de presentar su propia Doctrina Social, como parte de su misión de llevar el Evangelio a todos los pueblos. Pudimos también allí, comprender mejor por qué la Iglesia nos insiste en la necesidad de la coherencia entre fe y vida. Repasemos y ampliemos lo que vimos en el programa pasado; luego continuaremos lo que nos falta del N° 70. Leamos el primer párrafo:

La Iglesia tiene el derecho de ser para el hombre maestra de la verdad de fe; no sólo de la verdad del dogma, sino también de la verdad moral que brota de la misma naturaleza humana y del Evangelio.[1] El anuncio del Evangelio, en efecto, no es sólo para escucharlo, sino también para ponerlo en práctica (cf. Mt 7,24; Lc 6,46-47; Jn 14,21.23-24; St 1,22): la coherencia del comportamiento  manifiesta la adhesión del creyente  y no se circunscribe al ámbito estrictamente eclesial y espiritual, puesto que abarca al hombre en toda su vida y según todas sus responsabilidades. Aunque sean seculares, éstas tienen como sujeto al hombre, es decir, a aquel que Dios llama, mediante la Iglesia, a participar de su don salvífico.

Ya tenemos claro que la Iglesia es nuestra Madre y Maestra. Es nuestra Madre porque su Fundador le confió la misión de engendrar hijos, – nacemos a la fe en la Iglesia, por el bautismo, – y le confió también velar con maternal solicitud por la vida de sus hijos. La Iglesia es Maestra porque el Señor le encargó también educar y dirigir a sus hijos. Tiene entonces, la Iglesia, el deber y el derecho de educarnos en la fe y en la moral.

La Iglesia es no sólo Maestra de la verdad del dogma, – es decir de la verdad revelada, – sino también de la verdad moral que brota de la misma naturaleza humana y de la verdad del Evangelio.

Más allá de la moral natural

Entendimos en nuestro estudio que la moral cristiana va más allá de la moral natural, es decir que los cristianos tenemos una mayor exigencia en nuestra relación con los demás, porque, además de las exigencias que se originan en la naturaleza humana, Jesucristo nos enseñó el nuevo mandamiento, el del amor, que alcanza inclusive a los enemigos. A los amigos no es difícil amarlos. A los que nos hacen o nos han hecho daño sí es difícil. Y el mandamiento del amor es esencial en nuestra fe cristiana; tan es así, que junto con el primer mandamiento,- amar al Señor, – el mandamiento del amor al prójimo es fundamento de toda la Escritura; de toda la ley y los profetas, como dijo Jesús.[2] San Pablo lo predicó a los Gálatas 5,14, con estas palabras: Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

Los planteamientos del Compendio de la Doctrina Social que nos enseñan que la Iglesia es Maestra de la verdad, están basados también en la Sagrada Escritura, como podemos encontrarlo en la Declaración “Dignitatis humanae” (De la dignidad de la persona humana), sobre la libertad religiosa, del Concilio Vaticano II. En el N° 14 dice:

La Iglesia católica, para cumplir el mandato divino: Enseñad a todas las gentes (Mt 28,19), debe trabajar denodadamente a fin de que la palabra de Dios sea difundida y glorificada (2 Thess 3,1).

En la formación de la conciencia, prestar diligente atención a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia

Un poco más adelante añade la misma declaración del Vaticano II:

Por su parte, los cristianos, en la formación de su conciencia, deben prestar diligente atención a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia, es la maestra de la verdad, y su misión es exponer y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana.

Tengamos esto presente: debemos prestar diligente atención a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia. El Santo Padre y los obispos no invaden un terreno que no les corresponde cuando, oficialmente, nos enseñan; es su deber enseñarnos. Leamos esas palabras del Concilio Vaticano II una vez más: por voluntad de Cristo, la Iglesia, es la maestra de la verdad, y su misión es exponer y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana.

La obligación grave de conocer cada día más la verdad y tratar a los que están en el error con amor, prudencia y paciencia

 

Recordemos que, después de Aparecida, nos va quedando claro que debemos ser discípulos y misioneros, de modo que nos conviene leer unas líneas más de este documento del Vaticano II, para que comprendamos la importancia y la exigencia de nuestra misión. En ese mismo N° 14 de la Declaración “Dignitatis humanae”, del Vaticano II leemos:

Porque el discípulo tiene la obligación grave para con Cristo Maestro  de conocer cada día más la verdad que de Él ha recibido, de anunciarla fielmente y de defenderla con valentía, excluidos los medios contrarios al espíritu evangélico.

Enseguida nos advierte el Concilio, a propósito de las palabras: defender la verdad con valentía, excluidos los medios contrarios al espíritu evangélico que, al anunciar y defender la fe, debemos tratar con amor, prudencia y paciencia a los que viven en el error o en la ignorancia de la fe. Nos recuerda allí la Iglesia, que debemos tener en cuenta los derechos de la persona humana, que es invitada a recibir y profesar voluntariamente la fe. No se puede obligar a nadie, a creer.

Al estudiar el documento de Aparecida hemos visto que para cumplir con la misión de ser misioneros, antes tenemos que ser discípulos. Nadie da lo que no tiene. El evangelizador tiene que conocer cada día más la verdad y tiene la obligación de anunciarla fielmente. Tenemos que ser rigurosos en lo que transmitimos. No podemos convertir en doctrina lo que es sólo nuestro parecer. De ahí la importancia de estudiar nuestra fe.

Nos quedó también claro en la reflexión de la semana pasada, que el Evangelio no es sólo para escucharlo sino para ponerlo en práctica en toda nuestra vida. No podemos dividir nuestra vida en secciones separadas: unas en las que nos guiamos por el Evangelio, y otras en las que nos comportamos como si fuéramos independientes de Dios. No es coherente escuchar el Evangelio y escoger, según nuestro gusto o interés, en qué lo practicamos y en qué no. Al ser humano no lo podemos dividir: esta parte es para mi vida espiritual y eclesial y esta otra es para vivir según me plazca… Como tampoco en el momento definitivo, cuando Dios nos juzgue por nuestras acciones, va a separar al hombre en dos secciones: una que se salve y otra que reciba el castigo. La salvación es del ser humano integral, completo. Esto de la salvación integral del hombre, lo estudiamos en el N° 38 y siguientes, ya hace algún tiempo. Recordemos algo de lo que dijimos entonces.[3]

Vimos que el plan de Dios, desde el principio de la creación, ha sido la salvación para todos los hombres de todas las razas, de todos los pueblos, y que su plan ha sido también la salvación de todo el hombre, es decir, del hombre completo, integral. El plan divino sobre el hombre, desde su creación, ha sido ofrecerle la posibilidad de gozar de su vida en la gloria. En esto consiste la salvación. La salvación es ir a participar por la eternidad, de la vida de Dios, es decir, de la felicidad sin límites de Dios. El infierno, como nos lo han enseñado Juan Pablo II y Benedicto XVI, es lo contrario, es vivir, también por la eternidad, en estado de tristeza, de soledad…

¿Salvación integral, personal y social del hombre?

 

Y nos preguntamos entonces, ¿qué es eso de la salvación integral,- de todo el hombre?, y vimos que la salvación integral se refiere a que Dios ofrece la salvación de todo el hombre, en todas sus dimensiones; como decía el Nº 38: en la dimensión personal, individual, sí, en lo que tiene que ver con su vida espiritual, íntima; pero además, también Dios ofrece la salvación al hombre en la dimensión social, en cuanto tiene que ver con la relación de la persona con los demás. Dios ofrece la salvación a los hombres que están relacionados entre sí, que conforman la sociedad, Dios ofrece la salvación de la sociedad, de la comunidad. Esa salvación, el Reino de Dios, lo vamos construyendo. Podemos adelantarnos y afirmar que el hombre se salva en la comunidad de la Iglesia y será un día miembro de la Iglesia triunfante.

Es interesante darnos cuenta de que así como la vida de Dios es una vida de relación, de amor, de las Tres Divinas Personas, – porque Dios es Amor, – nosotros, creados a su imagen, estamos llamados también a una vida de relación, de amor a Él y entre nosotros. Aquí en la tierra, esa vida está en proceso, en construcción, todos los días.

Al hablar de la salvación integral de la persona humana, el Compendio añade otras dimensiones del hombre, en el mencionado Nº 38: las dimensiones espiritual y la corpórea, histórica y trascendente: es decir, la salvación se ofrece al hombre entero, completo; en cuerpo y en espíritu, como ser terreno y destinado a la eternidad. Ahora bien, la salvación universal e integral será una realidad completa, cuando llegue la plenitud de los tiempos.

Recordemos lo que dice el Nº 40 del Compendio, que se relaciona igualmente con nuestro tema sobre vivir nuestra vida cristiana de manera integral, sin compartimientos para la aplicación o no del Evangelio, según se trate de lo religioso o de nuestra vida en sociedad.

La universalidad e integridad de la salvación ofrecida en Jesucristo, hacen inseparable el nexo entre la relación que la persona está llamada a tener con Dios y la responsabilidad frente al prójimo, en cada situación histórica concreta.

La relación que la persona está llamada a tener con Dios y la responsabilidad frente al prójimo son inseparables

 

No podemos sentirnos tranquilos, si nos sentimos cerca de Dios por la vida de oración y la vida sacramental y lejos de nuestros hermanos en la vida de todos los días. Son inseparables la relación que la persona está llamada a tener con Dios y la responsabilidad frente al prójimo. La responsabilidad frente al prójimo es nuestra responsabilidad en la vida cotidiana: en nuestra vida en familia, en nuestras actividades religiosas, en el trabajo, en la política que nos corresponde como ciudadanos, en fin, toda nuestra vida en los grupos a los que pertenezcamos; es decir, nuestra responsabilidad frente al prójimo, es inseparable de toda nuestra vida en sociedad. Todas nuestras actividades involucran a los demás, ¿o no? Nunca podemos repetir la excusa de aquel a quien Dios preguntó por su hermano: “¿Dónde está tu hermano Abel?”. “No lo sé”, respondió Caín. “¿Acaso yo soy el guardián de mi hermano?”.[4]

Como vemos, la salvación para todos los hombres y de todo el hombre, está íntimamente relacionada con el tema de nuestra responsabilidad frente al prójimo. En la parte del Nº 40, que acabamos de leer, se hace especial énfasis en el inseparable nexo entre la relación con Dios, a la que estamos llamados, y nuestra responsabilidad con el prójimo, en cada situación histórica concreta. El amor a que estamos llamados implica asumir una responsabilidad. Tener una responsabilidad, ser responsable de algo, quiere decir que algún día vamos a tener que dar cuenta de, responder sobre cómo cumplimos con esa responsabilidad.

 

Hay unas líneas de la encíclica Centesimus annus, de Juan Pablo II, que nos aclaran esta idea de la inseparabilidad de nuestra vida de relación con Dios y con el prójimo:

«El hombre no puede darse a un proyecto solamente humano de la realidad, a un ideal abstracto, ni a falsas utopías. En cuanto persona, puede darse a otra persona o a otras personas y, por último, a Dios, que es el autor de su ser y el único que puede acoger plenamente su donación».[5] Por ello «se aliena el hombre  que rechaza trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia de la autodonación  y de la formación de una auténtica comunidad humana, orientada a su destino último que es Dios. Está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esa solidaridad interhumana».[6]

Perder el sentido de la propia identidad

 

Se utilizan mucho las palabras alienarse, estar alienado, como lo hace Juan Pablo II en las líneas que acabamos de leer. Alienarse es perder el sentido de la propia identidad. De manera que la persona que rechaza trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia del amor, de la entrega al otro y en último a Dios, pierde el sentido de lo que es; porque está hecho para salir de sí y darse. Igualmente podemos decir, que la sociedad se aliena, cuando se organiza de una manera individualista, que impide la formación de una comunidad solidaria.

Cuando Santiago en su Segunda carta, 1,22-24, dice que si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero yéndose, se olvida de cómo es, ¿no le podremos aplicar el sentido de alienarse? Cuando nos contentamos con oír la Palabra y no la ponemos por obra, vivimos una vida que no es la del cristiano, que no concuerda con la identidad del cristiano; es decir, vivimos una vida alienada.

Como acabamos de recordar, ya habíamos estudiado en el N° 38 del Compendio, que la salvación que Dios nos ofrece es para todos los hombres y de todo el hombre. Todo el hombre: no hay solo una parte del hombre que se relacione con Dios y otra, aparte, independiente, que maneje las relaciones con el prójimo. Nuestra vida personal no se puede separar de nuestra vida de relación con los demás.

Vimos más arriba que en el N° 40 del Compendio nos había enseñado la Iglesia que no debe haber conflicto entre nuestra vida religiosa y nuestra vida civil, porque no puede haber conflicto entre Dios y su criatura. Recordemos el N° 46 del Compendio. En este blog donde encuentran todas las reflexiones pasadas, se puede repasar, a este respecto, la Reflexión 38. Dice el Compendio en el N° 46:

No existe conflictividad entre Dios y el hombre, sino una relación de amor en la que el mundo y los frutos de la acción del hombre en el mundo son objeto de un don recíproco entre el Padre y los hijos, y de los hijos entre sí, en Cristo Jesús: en Él, y gracias a Él, el mundo y el hombre alcanzan su significado auténtico y originario. En una visión universal del amor de Dios que alcanza todo cuanto existe, Dios mismo se nos ha revelado en Cristo como Padre y dador de vida,  y el hombre  como aquel que, en Cristo, lo recibe todo de Dios como don, con humildad y libertad, y todo verdaderamente lo posee como suyo, cuando sabe y vive todas las cosas  como venidas de Dios, por Dios creadas y a Dios destinadas. A este propósito, el Concilio Vaticano II enseña: «Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios  y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno  a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece».

Para terminar, leamos el segundo párrafo del N° 70, que es nuestro tema de hoy. Dice así:

Al don de la salvación, el hombre debe corresponder no sólo con una adhesión parcial, abstracta o de palabra, sino con toda su vida, según todas las relaciones que la connotan, en modo de no abandonar nada a un ámbito profano y mundano, irrelevante o extraño a la salvación. Por esto la doctrina social no es para la Iglesia un privilegio, una digresión, una ventaja o una injerencia: es su derecho a evangelizar el ámbito social, es decir, a hacer resonar la palabra liberadora del Evangelio en el complejo mundo de la producción, del trabajo, de la empresa, de la finanza, del comercio, de la política, de la jurisprudencia, de la cultura, de las comunicaciones sociales, en el que el hombre vive.

¿Responder sólo a ratos, a pedazos?

 

A la salvación que Dios nos ofrece nos corresponde responder de manera total, con toda nuestra vida, en todas las relaciones que la conforman; y no sólo de palabra, no sólo a ratos, no sólo a pedazos, y sólo en aquello que no nos exige esfuerzo. Nada de nuestra vida la podemos convertir en algo profano, mundano, porque nada de nuestra vida es irrelevante o extraño a la salvación.

Suele decirse muy gráficamente, que no hay entierros con trasteo. Es verdad que en el último viaje no nos vamos a llevar nada material. Pero sí va a haber trasteo de los resultados de nuestras acciones. Esos resultados nos los vamos a llevar con nosotros. Ojalá vayamos muy cargados de buenos resultados.

Por eso, como preparación para ese trasteo definitivo, nos tiene la Iglesia que evangelizar en lo social, en lo que tiene que ver nuestro comportamiento con los demás, en cualquier mundo en que nos haya tocado vivir. No hay ningún campo que se escape, en el campo que sea en el que nos desempeñemos en la vida, tenemos que producir frutos.

Nuestra parcela particular

 

Hay unos campos particulares, de cada uno; son nuestra parcela personal que tenemos que cultivar para la vida eterna. Hay otros campos más grandes, más generales. Podríamos decir que son campos comunitarios. La Iglesia señala algunos de los campos  en los que tiene Ella que hacer resonar la palabra liberadora del Evangelio. Allí tiene una gran responsabilidad la jerarquía, nuestros pastores; pero recordemos que los laicos somos Iglesia y también tenemos que hacer resonar la palabra liberadora del Evangelio, en particular en cuanto se refiere al mandamiento del amor. Y nuestra palabra tiene que ir acompañada de las obras. Las solas palabras son vacías, huecas. Tiene que haber concordancia, entre las palabras y la vida.

La Iglesia habla del complejo mundo de la producción, del trabajo, de la empresa, de la finanza, del comercio, de la política, de la jurisprudencia, de la cultura, de las comunicaciones sociales, en el que el hombre vive. Se sobrentiende, pero yo añadiría el campo del trabajo en la Iglesia. Si en alguna forma estamos vinculados en el trabajo con la Iglesia, en la diversidad de grupos apostólicos, también allí nuestro comportamiento tiene que estar impregnado del Evangelio, y allí la regla tiene que ser la Regla de Oro que nos enseñó el Señor en el Sermón de la Montaña, Mt 7,12: “Por tanto, cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas”.

De manera que, ¿cómo queremos que nos traten los demás? ¿Si estamos tristes queremos encontrar una voz amiga? ¿Queremos que los demás nos sonrían? Si estamos en problemas económicos ¿esperamos encontrar socorro en los demás? Si nos sentimos solos, quisiéramos encontrar a alguien que por lo menos tenga la paciencia de escuchar nuestras alegrías y nuestras penas?

De pronto se podría pensar que nos estamos olvidando de la justicia, pero es que si aplicamos la regla de oro, la justicia va pegada a ella, porque si queremos que los demás sean justos con nosotros, tenemos que ser nosotros justos con ellos.

Fernando Díaz del Castillo Z.

Escríbanos a: reflexionesdsi@gmail.com


 

[1] Cf Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 14. AAS 58 (1966) 940; Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 27. 64. 110: AAS 85 (1993) 1154-1155. 1183-1184. 1219-1220

 [2]Sobre el Primer Mandamiento Cf Catecismo de la Iglesia Católica, 2084 y siguientes. Véase también Mt 22, 34-40: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el principal y primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas. Igualmente en el Sermón de la Montaña, Mt 7,12, al enunciar la “Regla de oro”, dice Jesús: “Por tanto, cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas”.Véase también en San Pablo, Rom 13,10: La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud.; Gal 5,14: Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

 [3] Cf Reflexión 31, Septiembre 31 2006

 [4] Gn4, 9

 [5] Cf Juan Pablo II, Centesimus annus, 41

 [6] Cf Juan Pablo II, ibidem